miércoles, diciembre 20, 2006

Siete penas de muerte inaceptables

miercoles 20 de diciembre de 2006
Siete penas de muerte inaceptables
LA condena a muerte contra seis enfermeras búlgaras y un médico palestino que pronunció ayer un tribunal libio ha merecido, con razón, una generalizada reacción de repulsa en todo el mundo. La pena capital es un recurso que deshonra a las sociedades que todavía no la han abandonado, y su abolición generalizada se ha convertido en un objetivo universal. Su aplicación resulta en este caso concreto aún más aberrante si cabe, porque existen evidencias de que el proceso entero -empezando por el delito que se atribuye a las acusadas, la supuesta infección deliberada de cuatrocientos niños con el virus del sida- está cargado de irregularidades.
Después de haber resuelto la mayoría de los asuntos pendientes con Estados Unidos y Europa -todos ellos originados en los años en los que las autoridades libias se comportaban sin guardar el menor respeto por las normas internacionales o el Derecho, cuando ejecutaban acciones terroristas como política de Estado- al régimen del coronel Gadafi ya sólo le quedaba este asunto pendiente para normalizar por completo sus relaciones con la Unión Europea. Por ello se confiaba en que mantendría un criterio razonable de respeto al sentido común. Sin embargo, todos los indicios señalan que en este caso se ha tenido más en cuenta el sentimiento de venganza que el valor de la justicia, que debería prevalecer en cualquier país civilizado ante un caso similar.
No se han sopesado los eminentes informes de la comunidad científica, que probaban la inocencia de las ahora condenadas, ni se han escuchado las voces autorizadas que, de forma invariable, han puesto en duda la versión oficial de los hechos, señalando que la causa de los desdichados contagios fueron las condiciones de insalubridad que existían en el hospital de Bengasi. Por el contrario, se ha hecho caso a las voces que piden la aplicación de la ley del Talión, expresión bárbara de una época de la evolución humana que ya creíamos superada. Ciertas explicaciones apelan al riesgo de inestabilidad que podría desencadenarse en la región de donde son originarias las víctimas, y donde se ha constatado un aumento de la influencia del fanatismo religioso, pero Gadafi debe saber que nada sería peor que tratar de aplacar a los extremistas con una decisión que se sabe que es injusta.
La insistencia en desoír las apelaciones a la moderación que le ha hecho llegar la Unión Europea -que, por otro lado, ha querido colaborar a paliar el sufrimiento de las víctimas con importantes ayudas financieras para un programa de tratamiento y la mejora del hospital de Bengasi- deja a Gadafi en una situación en la que no puede ignorar los efectos que tendría la eventual aplicación de esta condena. No es de recibo apelar a la supuesta independencia de los tribunales de un régimen en el que no existen ni leyes ni democracia, sino la excéntrica voluntad que emana de su máximo dirigente, situado, otra vez, de espaldas a Occidente.

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