viernes, diciembre 01, 2006

Mariuca la castañera

viernes 1 de diciembre de 2006
Mariuca la castañera
Carmen Planchuelo
C UANDO yo era pequeña, las castañas las vendían las castañeras, al menos yo no recuerdo ningún castañero. Aparecían con el frío de otoño y nada mas verlas yo ya pensaba que estábamos casi en invierno, y por tanto muy cerca de Navidad y como no: de los Reyes Magos y los regalos que estos me traerían del lejano oriente. Las recuerdo viejísimas, envueltas en ropas negras unas sobre otras y como prenda principal la sempiterna toquilla de punto grueso, y si el frío arreciaba, sobre la toquilla se ponían un enorme mantón de lana que las cubría hasta los pies. Casi siempre llevaban pañuelo a la cabeza y por alguna esquinita del mismo se podía ver algún mechón de pelo tan blanco como la nieve que rodeaba el garito en el cual la castañera asaba las castañas. El atavío se completaba con guantes de lana y zapatillas de fieltro. Para mi eran la imagen de la pobreza, la desolación y la ancianidad. Siempre que me acercaba al puesto (magnetizada por el olor de las castañas), me embargaba un inmensa pena pues pensaba que “como era posible que una señora tan mayor, casi mas que mi señora abuela, tuviera que estar todo el día en la calle para ganarse la vida, ¿no tendría familia?, ¿y de que vivía la pobre señora en verano?”. No recuerdo que nadie respondiera estas preguntas. La “casita de las castañas” no era más que una especie de caja de tablones en el cual la castañera pasaba el invierno sujeta a todas las inclemencias de la estación, por las rendijas se colaban ráfagas de viento, gotas de lluvia, copos de nieve. No todas las castañeras tenían “casita”, algunas tan sólo contaban con un paraguas para protegerse del frío y del agua., pero sí todas asaban las castañas en una especie de bidón en el que refulgían los carbones negros y rojos. Con una paleta la dulce anciana les iba dando vueltas hasta que los frutos crujían, se rompía la cáscara y por una especia de herida, la castaña te mostraba su interior. Un maravilloso olor se extendía por toda la calle. Recuerdo muy bien el pequeño puesto de castañas que había entre mi casa y el colegio, a medio camino entre un punto y otro. Puntualmente la castañera aparecía una tarde fría y se convertía en el punto de cita inexcusable de toda una tropa de colegialas. Cuando las castañas aun no estaban en su punto, esperábamos pacientemente en cola mientras la castañera unas veces sacudía un soplillo de esparto sobre las pequeñas llamas, otras iba revolviendo los frutos para que se asaran por igual. Por unas pocas monedas te llevabas un buen cucurucho repleto de castañas ardiendo con las que calentarte las manos. Me las solía meter en los bolsillos del abrigo del uniforme y luego, poco a poco, me las iba comiendo muy despacio mientras me encaminaba a casa a hacer los deberes. El paquete de castañas era de papel de periódico y en esa época de mi vida posiblemente el único diario que llegaba a mis manos. Pero los tiempos cambian que es una barbaridad -que dice la zarzuela- y hoy la venta de las castañas ha pasado de las sarmentosas manos de las viejillas de mi infancia, a las jóvenes, curtidas y encallecidas de chicos y chicas casi siempre con aspecto de neohippy o de ONG, al menos en mi ciudad e imagino que también en las de ustedes. Cada vez aparecen antes, no hace falta que llegue el frío para que los nuevos castañeros monten sus puestos en los puntos céntricos de la ciudad y el humo y el olorcillo a rica castaña asada inunde plazas, calles y aceras... Al igual que antes las asan en un bidón donde los carbones chisporrotean, también, como antaño, las siguen envolviendo en papel de periódico y también como en mis tiempos infantiles se siguen formando colas de niños y mayores en busca de la docena de castañas que también se guardan en el bolsillo del abrigo primero y luego parsimoniosamente se pelan y devoran con gran placer. Los puestos hoy son más sólidos, algunos tienen un tejadillo de uralíta y casi siempre una radio anima las largas jornadas laborales de los castañeros que ya no suelen estar solos, muchas veces son una pareja la que regenta “el local”. A mí ya no me dan pena ni me sugieren abandono, pobreza y ancianidad pero sí siguen trayendo a mi memoria a la más entrañable y querida de todas las de mi infancia: “Mariuca la castañera”; una niña tan pequeña como yo entonces que vendía castañas y boniatos bajo un enorme paraguas negro, del que colgaba un farolito. Se cubría con una manta de cuadros escoceses y con un pequeña paleta iba dando vueltas a las castañas. Mariuca sonreía y yo pasaba ensimismada las páginas de aquel cuento que tenía forma de paraguas; y leía y volvía a leer la historia de aquella niña -no tan afortunada como yo- que tenía que trabajar para vivir y que el genial Ferrándiz creó para todos los críos de mi época. Por supuesto conservo el cuento, el farolillo, ya desprendido del paraguas, y el gusto por las castañas calentitas.

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