viernes, diciembre 01, 2006

La dulce cara de la muerte

viernes 1 de diciembre de 2006
La dulce cara de la muerte
Félix Arbolí
L A Muerte, esa palabra tan temida y poco grata de mencionar, es una cuestión que nos afecta a todos, humanos y animales sin excepción. Nadie desde que ha sido creado está libre de este final inexorable que nos llegará más tarde o temprano, pero que sabemos con una absoluta seguridad que ocurrirá. No se por qué nos aterra y evitamos comentar un tema que a todos nos concierne. Más aún a los que estamos en los umbrales de traspasar esa puerta de la que nadie ha regresado, ni sabemos con absoluta certeza su verdadera naturaleza, su ignorado destino y su posible o imposible regreso convertido en otro ser o elemento para iniciar un nuevo ciclo. Ningún ser a lo largo de los millones de años que lleva el hombre sobre la Tierra ha sido capaz de regresar de ese Más Allá y contarnos la realidad que esconde. Y eso es francamente extraño, desconcertante y muy difícil de digerir por mucho que nos empeñemos en buscarle una satisfacción, un aliciente y una esperanza de vida mejor tras el tránsito de la persona a la desconocida dimensión. Si así fuera, todos estaríamos locos de llegar cuanto antes a esa meta, como el corredor de maratón, cuando iniciada su carrera va contando entusiasmado los kilómetros que va dejando atrás. El pasado domingo fue un día algo especial para mi al avivar este asunto que a nadie agrada tener presente, aunque sea tan normal como el nacer, crecer, sufrir, gozar, amar, sentir y el resultado final de esa peregrinación vital que todos hemos de padecer, morir. Nada más levantarme y salir a la calle, me encuentro con una amiga del barrio, una chica muy alegre, optimista y con ganas de agradar en todo instante, sin la inseparable compañía de su madre. Una señora, amiga nuestra también, que se hallaba plenamente compenetrada con su hija en gustos, aficiones y maneras de vivir, a pesar de su diferencia de edad. Son esos ejemplos familiares, no muy frecuentes por cierto, en los que madre e hija forman un conjunto de amor, lealtad y resignación en los achaques o deficiencias de una u otra, que el verlas y oírlas es como disfrutar de un bonito canto a la vida, a la bondad y a la generosidad mutua. Mi amiga Francisca, Paca, como la llamo yo, estaba triste y no aparecía su contagiosa sonrisa cuando me acerqué a saludarla. --¡Ha muerto mi madre!. Todo ha sido en quince días. Le detectaron un cáncer de colon, pero ya le había invadido otros órganos y no pudieron hacer nada para salvarle la vida. ¡Se han llevado lo que más quería en este mundo!. Sus lágrimas, que hicieron brotar las mías, más pensando en la viva que en la muerta, ya que ésta donde está o debe estar no siente ni padece, era toda una demostración del más puro y sentido amor que puede expresar un ser humano. Para ella ha sido terrible e inconsolable. ¿Creen de verdad que existen palabras capaces de mitigar el dolor y la desesperación de una persona en tales circunstancia?. Todo cuanto se le diga, en plan de cariño y consuelo resulta absolutamente ineficaz, aunque lógicamente nos empeñemos en intentar limar algo tan tremenda desgracia con esa frase que nos sale del corazón, pero que al de ella ni siquiera se aproxima. Luego, inesperadamente y pasadas ya tantas fechas, leo dos contestaciones al artículo que Amilibia escribió en estas páginas sobre la muerte de nuestro gran y común amigo Germán López Arias. Sobrecogedor artículo, escueto y preciso, suficiente para imaginar tan amarga escena e inolvidables momentos que sufrieron el autor del artículo y el director de nuestras páginas, únicos que le acompañaban en ese difícil y angustioso tránsito hacia la otra vida. Yo que tuve la oportunidad de conocer, alternar y tratar con frecuencia a Germán, me figuro el cuadro y se me ponen los vellos de punta. Debió ser tremendo intentar demostrar entereza y confianza ante ese gran compañero que les abandonaba cuando aún la vida esperaba muchas y muy buenas cosas tanto personales como profesionales de su inagotable capacidad humana y literaria. Aferrado a las manos de sus dos amigos y compañeros, en un intento resignado pero intenso de no abandonar esta vida como haría cualquier ser humano y como periodista que era y de los mejores y más honestos, buscando la noticia sobre el Más Allá, la más interesante incógnita de nuestra existencia, sabiendo que dentro de muy pocos minutos la iba a descubrir en toda su realidad, aunque en el empeño apostara su propia vida. ¡La gran exclusiva de toda su carrera!. Por tercera vez en el día, me encuentro a una vecina del barrio y me extraña verla sola, ya que suele merendar a diario en la misma cafetería que lo hago yo, pero siempre acompañada de su madre. Un tanto extrañado de esta ausencia, pregunto las causas y me informa que se halla en el hospital junto a su padre al que le han diagnosticado un cáncer de garganta, desgraciadamente incurable. Yo que ando con la mía un tanto alterada, desde que me hicieron la traqueotomía, (aunque en mi caso cerraron el orificio y me permitieron la facultad de poder hablar sin usar artilugio alguno), esta noticia me fustigó con fuerza y me hizo dedicarle más cuidados a mi afonía y toses que en estos días me acompañan. Fue la tercera gota que colmó el vaso de mis pesimistas circunstancias en este domingo último de noviembre, el mes de los muertos, como decíamos en mi Chiclana natal. El término difunto era palabra exclusiva de los responsos del sacerdote en los entierros y funerales. Nosotros decíamos muertos, más duro y menos ético que el otro, propio de las necrológicas y oficios religiosos. Éramos así de brutotes y nada afectados. Posiblemente fuera una de las causas que se originaron por la eliminación de los venerados maestros de escuelas, (que pasaban hambre y necesidades intentando ocultarlas por la dignidad de su profesión), tanto los fusilados por el Frente Popular y sus milicianos, que por lo visto no tienen derecho a la “memoria histórica”, como los que fueron torturados y eliminados por la represión de los vencedores, igualmente deleznable a los ojos de Dios y de los hombres, aunque éstos hayan obtenido la oportunidad de contar con un libro donde los elogian, los recuerdan y los honran, dentro de esa “Memoria Histórica”, cuyas páginas del lado derecho han quedado inéditas. Yo que he visto a la muerte y he compartido con ella unos instantes de mi vida, puedo asegurar que cuando ésta llega, si no hay dolor físico por medio, no es nada trágico ni temible. Jamás he sentido una paz y una ternura tan intensa como en esos momentos que estaba traspasando los límites vitales y adentrándome en el reino de la luz y el amor. Porque esa es la muerte: el final de un túnel donde se advierte una luz maravillosa, espléndida que te atrae amorosamente y te hace sentir deseos de fundirte de una vez en ella y una paz que advierte y goza a tu alrededor, sin nubes que se interpongan, ni negruras que oscurezcan tu deseo de gozar de esa maravillosa sensación. Yo no vi discurrir la totalidad de mi vida en esos escasos minutos, como dicen algunos, ni pensé en Dios, ni en mi familia, ni en todo cuanto dejaba con mi marcha. Incomprensible, pero cierto. Solo notaba la cercanía cada vez más próxima de la muerte y el abandono total de mis fuerzas, sentidos y pensamientos en una difusa nebulosa que me envolvía suavemente. Pero me sentía enormemente atraído por esa masa inmensa, sin limitaciones ni cálculos posibles, que al elevarme, levitando como suave pluma sobre este pobre cuerpo que sentía abandonar, me sentía transformado en multitud de diminutas partículas, todas impregnadas de un amor desconocido y precioso, que se iban esparciendo a mi alrededor, como si quisiera ir marcando con ellas el camino a recorrer que me acercaba imparable y suave hacia esa inmensa y resplandeciente luz que me atraía dulcemente. Esa fue mi visión y contacto con la muerte y aunque hayan pasado seis años, jamás se me olvidarán esas escenas que han quedado grabadas en mi mente, como si se tratara de algo que me ocurrió hace unas horas. Comprendo ahora la dulzura y casi beatífica sonrisa que presentan la mayoría de los que pasan a la otra vida sin que haya por medio dolor, angustias o miedo físico por algo tangible o cercano. La misma muerte de mi madre, que siempre nos decía le tenía mucho miedo, cuando le llegó la hora, dándose perfecta cuenta de que había llegado el punto final de su vida, nos reunió a todos, nos dejó sus últimos consejos, unió las manos de los hermanos en un ruego de que nunca se separaran y nos bendijo, acto que no pudo terminar, ya que su brazo cayó antes de terminar de trazar la cruz, al desaparecer su humanidad en dirección hacía ese ignorado paradero. Pero jamás vi una expresión de tanta calma y placidez en el rostro de mi madre. Ni le oí un susurro o palabra que demostrara su pena y angustia de dejar a todo cuanto más quería, ni mucho menos, ese temor que ella presagiaba porque, después de mi experiencia, posiblemente estuviera viendo y ascendiendo hacia esa portentosa luz donde todos, en ese instante supremo, quisiéramos fundirnos para siempre. Puedo afirmar que cuando hay una muerte por medio, los que sufren, a los que hay que compadecer y atender es a los que se quedan y padecen su ausencia. El que se ha ido, es el único ganador en esta apuesta que tenemos con el destino y la vida, ya que ha dejado sus pesados bártulos, sus complejos, sus sufrimientos e inquietudes y goza ya para siempre de una eternidad que vistos, los casos expuestos, no es tan mala ni tan terrible. Ha encontrado la paz por antonomasia, sin el menor atisbo de sombra que entorpezca o perjudique la calma luminosa del Más Allá. Por eso está la consabida y usadísima frase que emplean como consuelo para el que queda de “descansa ya en paz” y nunca mejor expresada la realidad que goza el ausente. Pero, hombre al fin y esclavo de mis costumbres y ancestros, no puedo sustraerme a la idea de sentir la muerte como algo que de ningún modo desearía volver a experimentar en un corto plazo. Prefiero que se prolongue esta espera junto a los míos, disfrutando al máximo de las escasas ocasiones que me brindan las circunstancias de pasarlo bien, que ese paraíso desconocido que tan plácidamente me reclamaba. La jornada finalizó tranquila. Solo al llegar a casa mi suegra nos dio un pequeño susto al verla acostada antes de lo acostumbrado. La razón, como otras veces, su insaciable voracidad en clara y ventajosa competencia con Carpanta, sin darse cuenta que su edad y absoluta ociosidad no justifican su exagerado afán de atiborrarse sin regla ni contención de todo cuanto encuentra en el frigorífico y la cocina. Y su estómago no es el fuelle de una acordeón para encogerse y ampliarse a capricho. A los cinco minutos, sus ronquidos alternaban con la televisión en el ambiente de la casa.

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