Las causas de la destrucción de Europa en una investigación estremecedora
La Segunda Guerra Mundial representó el final de un tiempo en el que la civilización europea había campeado por el orbe sin competencia. Unos quinientos años, aproximadamente, había durado tal hegemonía. En 1945, las principales urbes del continente yacían enterradas, en efecto, bajo toneladas de escombros o lo habían estado hasta apenas unos meses antes.
elmanifiesto.com
13 de noviembre de 2008
La Segunda Guerra Mundial representó el final de un tiempo en el que la civilización europea había campeado por el orbe sin competencia. Unos quinientos años, aproximadamente, había durado tal hegemonía. En 1945, las principales urbes del continente yacían enterradas, en efecto, bajo toneladas de escombros o lo habían estado hasta apenas unos meses antes.
Aunque no cabe duda de que los alemanes comenzaron las agresiones militares en Europa ¿se produjeron éstas por expreso deseo del mando alemán o fueron la consecuencia de una dinámica diabólica en la que todos tuvieron parte? ¿Cuáles eran los propósitos de la jefatura del Reich? Es evidente que Hitler se rearmaba para una guerra, pero ¿qué guerra?
En las 400 páginas de Europa bajo los escombros, que cuentan con un prólogo de Javier Ruiz Portella, el historiador Fernando Paz entrelaza las cuestiones referentes a la política exterior con las propiamente militares. Pues mientras los Aliados –especialmente los británicos– desarrollaron el bombardeo estratégico como un arma esencial de su arsenal ofensivo, los alemanes apenas prestaron atención a la fuerza de bombardeo pesado. En consecuencia, Alemania no fabricó este tipo de armamento. Los blancos de los alemanes eran Rusia, las estepas del Este, las tierras negras ucranianas, objetivos para los que las flotas de bombardeo no tenían sentido.
El autor repasa la formulación original de esta doctrina, concebida a partir de los avances industriales y tecnológicos de la primera mitad del siglo XX. Ofrece una panorámica de lo que la concreción de estas doctrinas supuso para los planes bélicos de unos y otros contendientes durante la II Guerra Mundial y termina rematando la faena, en lógico corolario, al resolver la dudosa ecuación que justificó el lanzamiento masivo de bombas explosivas e incendiarias sobre el Reich cuando éste se hallaba en pleno colapso.
¿A qué se debió que las cifras de bombas arrojadas por la RAF y la USAAF se disparasen justo mientras Alemania apenas podía defenderse, cuando el desenlace de la guerra no ofrecía la más mínima duda? La respuesta que se obtiene es inequívoca: los Aliados profesaron lo que Fernando Paz denomina una “doctrina del odio” que argumenta sobradamente como causa de la desproporción de los ataques sobre la inerme Alemania. Tanto los norteamericanos como los británicos –por no mencionar a los soviéticos– se nutrieron de multitud de prejuicios, en parte heredados de otros tiempos y en parte de carácter ideológico, que justificaban la aniquilación de poblaciones enteras sin necesidad de ulteriores justificaciones.
Los protagonistas principales de este tiempo histórico tienen un papel más bien deslucido –repulsivo, en ocasiones–, y como tal se les retrata, sin menoscabar su responsabilidad en atrocidades o en la elaboración de un discurso que en no pocas ocasiones no era más que la coartada encubridora de decisiones de carácter difícilmente disculpable.
Al hilo de la política de los bombardeos sobre Europa, el autor va desgranando en Europa bajo los escombros los resortes de la política exterior, especialmente entre los Estados Unidos y Gran Bretaña, la complejidad de sus relaciones y las distintas perspectivas a la hora de afrontar el conflicto. De hecho, termina por tenerse la sensación de que en la decisión del bombardeo de Europa tuvieron más parte las tribulaciones políticas que las necesidades militares.
Lea aquí el primer capítulo del libro
http://altera.net/nueva/libros/europa.htm
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=2852
Bomba britanica estandard de 54 kg.
SOBRE Sajonia se habían sucedido las borrascas en las últimas semanas. Gruesas
capas de nubes oscuras ocultaban las ciudades al Este del Elba, entre
Leipzig y Breslau. Las temperaturas eran bajas, como correspondía al mes
de febrero en Centroeuropa. Pese a ello—y a la delicadísima situación por la que
atravesaba el país—, los testarudos sajones de Dresde se habían precipitado a las
calles a celebrar las fiestas de Carnaval tal y como tradicionalmente habían venido
haciendo. Miraban al cielo, entusiasmados con la idea de que el Vor-Frölich
se adelantara ese año y les regalara un par de días despejados y algún grado
sobre cero en el termómetro.
Los habitantes de Dresde, hasta ese momento, habían tenido buenos motivos
para sentirse optimistas. Conocida como «la Florencia del Elba», Dresde albergaba
uno de los centros históricos más logrados y mejor conservados de Europa,
y la relación de sus tesoros artísticos la situaba a la altura de las más ricas
ciudades alemanas. Por eso—calculaban los dresdenienses—, mientras una tras
otra ardían las urbes a lo largo de todo el país, su ciudad merecía quedar al margen
de la destrucción que asolaba el Reich.
Los sajones estaban seguros de sobrevivir a esa desolación generalizada, como
una isla en un océano de ruinas. Regiones completas de Alemania habían sido devastadas
por los bombardeos angloamericanos, y todas las grandes ciudades del país
eran poco más que un manojo de edificios derruidos, con los esqueletos de sus
construcciones alzándose temblorosos—los que aún semantenían en pie—, testimoniando
la orgía de una destrucción que no parecía encontrar satisfacción. La
vecina Leipzig, a menos de 100 kms, venía siendo bombardeada repetidamente;
más de la mitad de sus edificios se habían venido abajo y el fuego crepitaba por
los cuatro costados de la urbe. El colapso generado por el último bombardeo, en
MARTES DE CARNAVAL
el que las llamas se habían enseñoreado de susmás recónditos rincones, había costado
a las autoridades varios días de esfuerzo a fin de dominar el pánico en las
carreteras.
Sin embargo,Dresde no era Leipzig. Ciertamente, la ciudad poseía algunas industrias
de valor para el esfuerzo de guerra alemán, entre ellas la siderúrgica, que
desde hacía décadas habían hecho de la población la séptima ciudad del Reich.
Pero su categoría como emporio cultural, el esplendor neoclásico de sus palacios
y el núcleo de su ciudad antigua, oficiaban de escudo antiaéreo con más efectividad
que los escuadrones de la menguante Luftwaffe. Sus ciudadanos hacían toda
clase de cábalas en torno a la supervivencia de sus hogares y sus familias. Eranmuchas,
en verdad, las razones que explicaban tales consideraciones, pero sobre todas
una: la ignorancia, que una razonable tendencia humana a recurrir a la superstición—
alimento de las más descabelladas esperanzas—, nutría día tras día.
La monumentalidad de la ciudad no era la única razón que sostenía tales esperanzas.
También su condición de capital de Sajonia que, por fuerza, haría plantearse
a aquellos ingleses, primos suyos de las islas británicas al fin y al cabo, la
conveniencia de una tal aniquilación. Incluso corría el rumor de que en la ciudad
moraba la tía favorita de Churchill, nada menos, de modo que jamás permitiría
el líder británico ponerla en peligro. Resulta curioso que los habitantes
de Hiroshima, a tantos miles de kilómetros de distancia, fundasen en el rumor
de que una tía del presidenteTruman residía en la ciudad el haber quedado, hasta
la misma víspera del 6 de agosto de 1945, al margen de los objetivos de la Fuerza
Aérea norteamericana. El horror nuclear sacudiría con espanto su injustificada
confianza una soleada mañana de verano, pocos meses más tarde.
El que unas fechas antes la USAAF bombardease las
afueras de Dresde tampoco había servido para abrirles
los ojos. Apenas habían muerto unas trescientas personas,
la mayoría trabajadores residentes en las casas
que el régimen nacionalsocialista había construido en
las zonas de los suburbios. Los dresdenienses lo achacaban
a errores de navegación; seguramente ni siquiera
sabían aquellos extraños e ignorantes americanos qué
ciudad estaban atacando, o quizá equivocaran el objetivo,
buscando las industrias del extrarradio.
Justamente en las últimas semanas, aunque por
otros motivos, habían comenzado a percibir que la
guerra se acercaba a su ciudad. Desde que el 12 de
enero de 1945 saltara por los aires la línea defensiva de laWehrmacht en Baranow,
el ejército soviético había cruzado el Vístula y, a una sorprendente velocidad,
acampado junto al Oder. La marea roja que anegaba a la vecina provincia
de Silesia arrojó a muchos alemanes hasta Dresde. Durante esas pocas semanas,
decenas de miles de aterrorizados silesianos atestaron la ciudad. Tan sólo Bres-
EUROPA 20 BAJO LOS ESCOMBROS!
La USAAF había
bombardeado la ciudad,
pero los dresdenienses
lo habían achacado
a errores de navegación
de aquellos extraños
e ignorantes americanos
lau resistía—lo haría hasta el 9 de mayo, día de la rendición alemana, de ese terrible
año de 1945— los poderosos embates de las tropas soviéticas; el resto de
la región, con sus ricas minas y su industria de guerra, se había perdido definitivamente
para el Reich. Los habitantes delOriente germánico sabían bien lo que
podían esperar de la avalancha que se les venía encima, rugiendo desde los maizales
ucranianos, desde las estepas del Donetz, desde las torrenteras del Volga.
Göbbels no ahorraba a los alemanes el conocimiento de las atrocidades que cometían
los ejércitos de Stalin; por el contrario, envió a sus compañías de propaganda
a los lugares que laWehrmacht había reconquistado de las garras soviéticas,
a fin de publicitar los crímenes del gigantesco y vengativo dispositivo militar
rojo. En la conciencia alemana permaneció—y aún resuena—el eco de las matanzas
de Nemmersdorf, con sus ancianas y niñas violadas, sus hogares saqueados
y reducidos a cenizas y sus criaturas de pecho estrelladas contra las paredes
o crucificadas en las puertas de los graneros.
El terror que había propiciado la evacuación masiva de Prusia Oriental, el
éxodo de millones de personas procedentes de todas las provincias orientales—
que no cesaría hasta muchos meses después— y un interminable desplazamiento
por numerosos campos de toda Centroeuropa, comenzaba a sentirse por
aquellas fechas, recorriendo como un escalofrío la conciencia colectiva germanooriental.
Pero, como siempre sucede en las guerras, la mayoría estaba persuadida
de que la marea del horror refluiría antes de entrar en su ciudad. Cómo imaginar
que las esperanzas depositadas en la tía de Churchill no sólo no iban a salvaguardarlos,
sino que iba a ser, precisamente, el sobrino quien les condenara al
tormento de una terrible devastación.
*
Unos días antes de la celebración de aquel martes de carnaval, a unos mil quinientos
kilómetros al sureste, en el antiguo balneario zarista de Yalta, se había celebrado
una reunión al más alto nivel entre los dirigentes de los países enemigos
de Alemania. Roosevelt, Churchill y el anfitrión Stalin habían dibujado toscamente
el futuro de Europa jugando con unas cerillas y unas servilletas. Añadiendo
porcentajes junto al nombre de un buen número de países europeos, se repartían
las esferas de influencia entre unos y otros. Aquellos británicos que habían entrado
en la guerra para no ver trastocado el equilibrio europeo observaban, impotentes,
cómo se hundía toda una ordenación del mundo por la que habían jurado
batirse. Y con ese orden, su imperio. Unos meses más tarde, bajo arresto en
Núremberg, Göring resumiría gráficamente la situación escupiendo a los británicos
que «ustedes nos declararon la guerra para que Alemania no conquistase
el Este y ahora se encuentran con el Este en el Elba».
MARTES DE CARNAVAL 21
Stalin, el verdadero vencedor de aquella cumbre que selló el destino de Europa
para varias décadas, se sintió en disposición de renovar sus demandas a los
angloamericanos. Éstos le entregaban Polonia, cuya libertad nacional había sido
esgrimida como la razón para declarar la guerra a Alemania; a cambio, los occidentales
nada exigían. Aún más, Stalin había impuesto sus puntos de vista en un
sinnúmero de cuestiones mientras Roosevelt accedía, complacido, a las peticiones
soviéticas. Churchill se encontraba en franca inferioridad, espantado ante la
actitud aquiescente de los norteamericanos y la posibilidad de que medio continente
fuera entregado a los comunistas.
Sin embargo, la hora de Gran Bretaña había pasado. Los ingleses se sentían
relegados entre los dos grandes, aspirando a obtener la aceptación de sus socios
en un pie de igualdad que sabían ya imposible y tratando de prolongar una situación
ficticia que enmascarase la creciente postergación a la que le sometían sus
aliados. La presencia de los soviéticos en elOder, mientras los occidentales se encontraban
aún lejos de cruzar el Rhin, reforzaba las pretensiones de la Unión Soviética.
Los soviéticos se podían permitir toda clase de gambeteos, como asegurar
virtuosamente no tener interés alguno en Berlín, cuando en realidad Stalin
estaba obsesionado con la captura de la capital germana. Por su parte, los norteamericanos
explicitarían posteriormente su renuncia a Berlín, alegando que no
constituía un objetivo militar que mereciera el esfuerzo que su conquista supondría.
Churchill no daba crédito a lo que oía.
Stalin hacía valer el sacrificio de más de veinte millones de ciudadanos soviéticos
en la presente guerra, mientras los norteamericanos secundaban —sin
aparente contrariedad— los propósitos de Stalin.
El propio presidente Roosevelt había mostrado
una franca indignación por la escala de la destrucción
observada al sobrevolar las estepas ucranianas
sobre las que se había dilucidado la gigantesca partida
librada entre laWehrmacht y el Ejército Rojo.
Desdeñando el esfuerzo militar occidental, el dictador
comunista presionó para que las fuerzas angloamericanas
facilitasen el avance del Ejército
Rojo en el Este. Apenas unos meses antes—en el
verano de 1944—, los occidentales habían solicitado
el permiso soviético para utilizar los aeródromos
polacos a fin de abastecer a la insurgencia antinazi de Varsovia. Stalin había
dado orden de prohibir el aterrizaje de cualquier aparato aliado en el suelo de la
Polonia conquistada por sus tropas. Los polacos demócratas —«los polacos de
Londres», como despectiva y significativamente los denominaban los comunistas—
debían ser sacrificados con tal de no importunar a Stalin, incluso si eso suponía
la renuncia a una ordenación de posguerra que preservase la independencia
del país.
EUROPA 22 BAJO LOS ESCOMBROS
Stalin ponía sobre
la mesa 20 millones
de muertos, mientras
los norteamericanos
parecían secundar
los propósitos soviéticos
Pese a estos antecedentes, los occidentales accedieron a satisfacer a Stalin. En
el Frente del Este la aviación nunca se había revelado como un arma decisiva. Las
distancias eran demasiado grandes y la escala de las bajas era inmensa en comparación
con los estándares de la lucha entre los alemanes y los anglosajones; quienes
más cualificados estaban —los alemanes— hacía tiempo que dedicaban el
grueso de sus fuerzas aéreas a la defensa del Reich,mientras que los soviéticos apenas
habían desarrollado el concepto de bombardeo estratégico, en favor del apoyo
a las tropas de tierra, tal y como los alemanes hacían desde las primeras etapas
de la guerra.
Así pues, los aliados occidentales debían contribuir al esfuerzo soviético de
forma directa; lo que Stalin proponía era que los angloamericanos bombardeasen
la retaguardia alemana; pero la del Frente Oriental, no la correspondiente a
la suya propia.
*
Aquel martes 13 de febrero de 1945 la predicción meteorológica del ejército británico
vaticinaba que la masa de nubes que se desplazaba por el centro del Reich
comenzaría a resquebrajarse sobreTuringia, produciendo grandes claros hacia el
Este, donde se encontraba Dresde. En la ciudad, los refugiados abarrotaban las
calles, los centros de asistencia, los barracones que habían habilitado las autoridades
con lamáxima celeridad posible para acogerlos. Ya sumaban cientos demiles
los procedentes de Silesia, acompañados de una auténtica barahúnda de carritos,
lloros infantiles y lamentos.
Los recién llegados se maravillaban de la magnificencia y la normalidad de
la ciudad, de su estado particularmente ajeno a la guerra. Desde luego, no exageraba
el Führer cuando se había referido a la capital sajona como a una «perla»
que engarzar en el conjunto de la nación. Sin duda lo era, y los silesianos—que
tantas idas y venidas habían experimentado desde que el Reich perdiera la guerra
veintisiete años atrás—envidiaban en secreto el pacífico aspecto del que también
ellos habían gozado hasta hacía apenas unas semanas, antes de que la catástrofe
se precipitara sobre sus vidas.
Los jóvenes destinados a las escasas baterías antiaéreas de la ciudad añoraban,
en la monotonía de su desempeño, los tiempos en los que participaban de las celebraciones
de carnaval. Las ocasionales bombas que habían caído les ratificaban
en la idea de inmunidad; la cercanía del frente y la preservación de Dresde habían
propiciado el rumor de que la ciudad iba ser la capital de la administración
del país una vez ocupado por el enemigo. De cuando en cuando disparaban al
cielo más bien a ciegas, porque la aviación inglesa no se adentraba hasta el corazón
de la ciudad. Y ello, resultaba indudable, no podía deberse sino a un deliberado
propósito de preservarla de la destrucción.
MARTES DE CARNAVAL 23
Los refugios eran muy escasos. Al parecer, tampoco las autoridades sentían
la necesidad de construir más. En la vecina Leipzig, por ejemplo, la ratio de refugios
era muy superior. Una noche particularmente despejada, unas cuantas semanas
atrás, los incendios de Leipzig habían iluminado la oscuridad hacia el
Oeste. El resplandor de las llamas elevándose al cielo podía apreciarse sin dificultar
desde casi cualquier punto de la ciudad, pese a lo cual las baterías de la zona occidental
las contemplaban sin especial aprensión. Las fotos de la devastación causada
por los bombardeos circulaban profusamente por toda Alemania, pero palidecían
frente a la enormidad de los incendios y las explosiones en el momento
álgido de los ataques. Los jóvenes de la Luftwaffe que servían en Dresde podían
suponerlo, pero nadie que no hubiera vivido un ataque aéreo de la gigantesca
magnitud de los que sufrían las ciudades alemanas era verdaderamente capaz de
hacerse una idea cabal de lo que aquello representaba.
La tranquilidad reinaba sobre Sajonia en el crepúsculo del 13 de febrero de
1945. Los reclutas de la fuerza aérea se aburrían mortalmente, como cualquier
otra noche, exhaustos después de los ejercicios de defensa ensayados por enésima
vez. Hacía frío en aquel rincón de Europa, y el viento había barrido las nubes,
tachonando el oscuro firmamento de finas estrellas, duras como agujas. Los soldados
bostezaban y se desperezaban, alternativamente.Muchos de ellos repetían
mentalmente la lección que al día siguiente, aún sin haber ido a dormir, deberían
recitar en la escuela. En el III Reich la juventud guiaba a la juventud—había
jurado el Führer—, pero los maestros seguían dando cuenta a los padres de
los progresos de aquellos chavales, de quienes dependía la seguridad de la patria.
*
Otros jóvenes, apenas unos años mayores, cruzaban a toda prisa las pistas de los
aeródromos en el condado de Norfolk. Altos, espigados, brincaban a las carlingas,
comprobaban las municiones de la posición artillera de cola —por rutina,
porque sabían lo poco que había de servirles si los Fw-190 les echaban el ojo—
y la carga explosiva que preñaba el vientre del aparato. Encendían los motores,
a la espera de que calentasen lo suficientemientras se aseguraban de que cada cosa
estuviera en su sitio, los aparatos de navegación crecientemente
sofisticados que les indicaban la posición
sobre el objetivo, las guías de ruta, todo.
Lamisión no parecía fácil, ya queDresde se hallaba
casi en el límite de la máxima penetración de
la RAF. El viaje de ida y vuelta sumaba 2.800 kilómetros,
por lo que sólo podrían permanecer sobre
el objetivo unos veinte minutos. Se anunciaba
una noche despejada, lo que facultaba la navega-
EUROPA 24 BAJO LOS ESCOMBROS
Dresde se hallaba
en el límite de la máxima
penetración de la RAF.
Pero Churchill había
jurado venganza…
ción pero también la temible caza alemana y la acción de los antiaéreos. Los Lancaster
debían pasar diez horas en vuelo, buena parte de las cuales sobre territorio
enemigo. Aunque la incursión terminaría siendo poco más que un ejercicio
de tiro al blanco, sobre el papel parecía cualquier cosa menos sencilla. Muchas
jóvenes tripulaciones maldecían su suerte, al no comprender por qué razón debían
volar tan lejos para aniquilar un objetivo que carecía de importancia.
Ignoraban que Churchill había jurado vengarse por el lanzamiento de las V-1
y V-2 alemanas sobre Gran Bretaña. Y que ellos eran los llamados a ejecutar tal
venganza.
En Inglaterra, la llegada de las V-1 a mediados de junio de 1944 había producido
una especie de anticlímax tras Overlord, el desembarco en Normandía.
El país estaba cansado de la guerra ya hacía mucho, y sólo deseaba solventar el
asunto lo antes posible. Las bombas volantes, además de sorprender a los isleños,
les devolvían a los tiempos del Blitz, que parecían superados hacía años. El hastío
se unía a la sensación de terror que tales artefactos causaban. En Londres,
Churchill se enfureció hasta el punto de perder los estribos. Juró que los alemanes
pagarían por ello.
Las tripulaciones del mando de bombardeo, en buena parte procedentes de
los mejores colegios y universidades de las islas, seguramente hubieran sentido
un escalofrío de haber sabido que el premier británico llegó a considerar con toda
seriedad la iniciación de una campaña bacteriológica contra sesenta ciudades alemanas.
En su lugar, fue disuadido para emprender ataques aéreos convencionales
masivos, capaces de causar cien mil bajas en una sola noche, como adecuado
sustitutivo de sus apocalípticos propósitos. La destrucción y el terror producidos
no iban a ser menores de lo que los ataques experimentales del tipo planeado hubieran
obtenido. Y las tripulaciones aliadas habrían de pagar un alto tributo en
el cumplimento de su deber.
El Bomber Command (elMando de Bombardeo británico) había concebido
la Operación Thunderclap (Estallido del Trueno) como una respuesta tanto a las
demandas de los soviéticos como a las ansias de desquite propias. El avance del
Ejército Rojo estaba causando un embotellamiento de las carreteras en todo el
Este alemán; los refugiados se apiñaban en ciudades situadas apenas unas decenas
—un par de cientos, todo lo más—de kilómetros al Oeste. El pánico arrastraba
largas columnas desde Prusia Oriental, desde Pomerania, desde Silesia por todas
las carreteras y caminos, que ofrecían un terrible aspecto, con decenas de miles
de refugiados cargando con sus enseres, sus criaturas, sus hogares. Apenas dos
semanas antes de aquel martes de carnaval, un submarino soviético había hundido
el Wilhelm Gustloff, en lo que representa la mayor catástrofe marítima de
todos los tiempos. En las playas del Báltico, en la costa de Prusia Oriental, el
Ejército Rojo daba caza a los aterrorizados civiles alemanes rezagados que, huyendo
junto a la costa, caían en sus garras. Las tropas de Rokossovski se complacían
perversamente en perseguir a la masa humana hasta aplastarla bajo las
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ruedas de sus blindados, incluyendo niños de pecho, ancianos y mujeres. El número
de los que resultaron asesinados de este modo es, simplemente, incalculable
en el maremágnum de los movimientos de población que no cesarían durante
muchos meses.
En varios sentidos, el Oder representaba la última barrera. Los habitantes de
las provincias al Este del río acrecentaban su seguridad al cruzar al otro lado. Las
tropas lucharían con valor inigualable en la defensa del suelo alemán, y no permitirían
que Stalin se adueñase de Berlín, de Dresde, de Rostock. Millones de
alemanes se habían puesto en movimiento hacia elOeste, y quienes no lo habían
hecho—por exceso de confianza, por creer que las atrocidades rusas eran un invento
de la propaganda nazi o por antigua militancia comunista o socialista—
pagaron un alto precio. Hasta Berlín habían llegado cientos de miles de refugiados,
e incluso más allá, en Halle, se hacían notar; a Dresde arribaron unos trescientos
mil desesperados, que elevaban la población hasta el millón de personas.
Las ciudades comenzaban a estar atestadas: se habían convertido en envidiables
blancos para una fuerza aérea dispuesta a causar el máximo daño al enemigo sin
reparar en medios. La decadencia de la Luftwaffe y la superioridad técnica de los
angloamericanos prometían una destrucción material y de vidas humanas como
el mundo no había conocido antes.
Desde el otoño de 1944 los aliados venían experimentando y perfeccionando
las técnicas de exterminio del elemento civil alemán. Un año antes las grandes
matanzas aún se producían en gran parte debido a la casualidad o a la conjunción
de una serie de factoresmuchas veces fuera del control de los atacantes. Pero
a esas alturas de la guerra el carácter científico de la destrucción estaba fuera de
toda duda. El ataque desencadenado sobre Hamburgo en julio de 1943 se había
reeditado poco más de un año después en Darmstadt —considerado como
un patrón de prueba—; lo que se trataba de alcanzar era la repetición de estas dos
afortunadas incursiones. Para el Bomber Command
se convirtió en el paradigma de lo que había
de obtenerse mediante los ataques de terror.
Cuando al efecto de las bombas explosivas seguidas
de las incendiarias se le sumaban una serie de
circunstanciasmeteorológicas determinadas, el infierno
sobre la tierra se hacía presente: los alemanes
lo llamaban Feuersturm (tormenta de fuego).
En Inglaterra los jóvenes pilotos escuchaban las
órdenes que se les impartían en las salas donde se
concentraban antes de subir a los aparatos. Les hablaron
de las líneas telefónicas que se controlaban
enDresde, del tendido ferroviario que convergía en
la ciudad, de la colaboración con las tropas de Koniev que se acercaban a Sajonia
para quebrar el frente en su punto más sensible. Al final de la charla las ór-
EUROPA 26 BAJO LOS ESCOMBROS
El efecto de las bombas
incendiarias que seguían
a las explosivas
materializaba el infierno:
los alemanes lo llamaban
«Feuersturm»
(tormenta de fuego)
denes dejaban caer que uno de los objetivos de la operación —subsidiariamente,
eso sí— era «que los soviéticos sepan, cuando lleguen allí, lo que es capaz
de hacer el Bomber Command». Los pilotos, acostumbrados a oír todo tipo
de razones militares y políticas, nada preguntaron. Se trataba de una misión más,
eso era todo.
*
En Londres hacía meses que Bomber Harris rumiaba sus fracasos con amargura.
Defensor acérrimo de la táctica de bombardeo, había asegurado repetidas veces
que, si se daban las circunstancias apropiadas—y a lo largo de una guerra como
aquella, en algún momento habían de darse—, él sería capaz de poner fin a la
misma mediante el empleo masivo de flotas de ataque de alto poder destructivo.
Partiendo de unos inicios modestos, había pasado a disponer de miles de aviones
para realizar sus fantasías de destrucción. Aunque había atravesado por momentos
verdaderamente difíciles, en 1942 pudo comenzar a llevar a cabo sus soñados
proyectos. Sobre Lübeck y Colonia había realizado los primeros ensayos,
pero la gran campanada no había sido posible hasta el verano de 1943, en el que
la perseverancia y la fortuna habían hecho posible sobre Hamburgo la primera
Fuersturm de la historia. En un sólo golpe había liquidado más de cuarenta mil
alemanes sembrando, de paso, el terror en una ciudad de más de un millón de
habitantes y dejando a cientos de miles sin hogar. La mayor parte de ellos terminaron
volviendo a su ciudad, aunque no sin antes protagonizar una diáspora
que alcanzó Baviera. Para el gobierno alemán no había supuesto gran esfuerzo la
rehabilitación de los objetivos dañados en la ciudad, pero los civiles supervivientes
se veían abocados a un destino incierto.
Durante el otoño y el invierno siguientesHarris continuó, corrigió y aumentó
la táctica que venía poniendo en práctica.Trató de dejar fuera de combate al Reich
mediante terroríficos golpes sobre Berlín, pero la defensa de caza alemana y los
antiaéreos eran aún demasiado fuertes para unos bombarderos, privados como
estaban de protección de cazas propios, que no podían valerse por sí mismos
frente a losMe-109 y los Focke-Wulf-190 de la Luftwaffe. La inflexibilidad deHarris—
algo que parecía consustancial al cargo, por cuanto su antecesor,Trenchard,
adolecía de semejante defecto— y la mentalidad de manual que presidía todas
sus acciones, le impedían darse cuenta de que la inferioridad del bombardero
frente al caza en el combate aéreo no se paliaba con la instalación de nuevos puestos
artilleros en los bombarderos; sólo si se lograba que los cazas acompañaran a
éstos durante todo el trayecto, incluyendo el sobrevuelo y el retorno, podrían alcanzarse
resultados satisfactorios.
La lucha por los cielos de la capital del III Reich había concluido, en marzo
de 1944, con una convincente victoria alemana. Los angloamericanos habían te-
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nido que postergar sus propósitos de arrasar Berlín, y se concentraron en la eliminación
de objetivos de cara al proyectado desembarco en Europa que se produciría
en algúnmomento de la primavera de aquel año. El abandono de los bombardeos
sobre el Reich en favor de la destrucción de objetivos militares terrestres
certificaba en sí mismo el fracaso de la estrategia de bombardeo como arma decisiva
en la victoria sobre Alemania. Aún más, había marcado un límite, el que
señalaban pérdidas en las flotas de bombardeos cercanas al veinte por ciento, inadmisibles
desde cualquier punto de vista.
Algunos meses después, a fines del verano de 1944, el grupo nº 5 de la RAF
probaba las nuevas tácticas, mientras Churchill, Eisenhower, Portal y Harris debatían
la mejor manera de llevar a cabo Thunderclap, el «estallido del trueno».
Desechada la quimera de derrotar a los alemanes mediante el terror aéreo, una
idea primaria obsesionaba a los dirigentes aliados:
conseguir la muerte de cien mil alemanes mediante
el bombardeo de una ciudad. El objetivo básico
era exterminar seres humanos; el fin de Alemania
estaba a la vista, los soviéticos ya pisaban el
suelo del Reich y los aliados occidentales, por el
Oeste, hacían lo propio hasta alcanzar el Rhin. Lo
que se discutía era la manera de obtener esa cifra
mágica de cienmilmuertos—aunque en poco pudiera
contribuir al colapso de Alemania—, sembrando el terror en la población
y mostrando a los soviéticos la capacidad de destrucción del Bomber Command.
BomberHarris había perfeccionado la táctica de ataque hasta convertirla en algo
casi puramente científico. El desarrollo de la caza de gran autonomía—producto de
la inventiva norteamericana—trajo como consecuencia la derrota de la menguante
defensa aérea germana. A comienzos de 1945 los cielos del Reich estaban casi limpios
de enemigos. La fuerza aérea alemana luchaba con un valor que no dejaba de
asombrar a quienes, desde el otro lado, observaban el sacrificio de sus pilotos, pero
era claramente impotente para detener la avalancha que, casi a diario, le abrumaba.
Los ingenieros germanos habían creado nuevas armas de una calidad insuperable,
aviones a reacción y cohetes que representaban un salto delante de una generación,
si no más. El Komet y el Me-262—y no digamos las V-1 y V-2—impresionaban a
sus oponentes británicos y norteamericanos, pero era demasiado poco y demasiado
tarde. A la escasa disponibilidad de aparatos de nueva generación y de personal formado
para pilotarlos, había que sumarle las casi inexistentes reservas de gasolina de
que podía echar mano Alemania. El Reich estaba desangrándose por todos los flancos
pero, pese a todo, en los tres primeros meses de 1945 los aliados perderían más
de quinientos bombarderos ,muchos de los cuales lo fueron en operaciones en el extremo
oriental de Alemania, destinadas a complacer a Stalin.
En tales condiciones, las flotas angloamericanas se distribuían la tarea de arrasar
las ciudades del enemigo. A consecuencia de una costumbre heredada de los
EUROPA 28 BAJO LOS ESCOMBROS
Lo que se discutía
era la manera de obtener
esa cifra mágica
de 100.000 muertos
primeros tiempos de la guerra, cuando los británicos eran incapaces de atacar Alemania
de día, la RAF había adquirido el hábito y desarrollado la técnica del bombardeo
nocturno; la USAAF se especializó en el bombardeo diurno. Las dos flotas
aéreas se repartirían el trabajo en Dresde de esta misma forma.
En High Wycombe, Harris hacía tiempo que había listado sobre el escritorio
una relación de ciudades alemanas destinadas a la destrucción. Cada vez quedaban
menos nombres por tachar, y el de Dresde era uno de ellos. El Bomber
Command sabía que el Thunderclap sobre Dresde debía ser una operación de alta
precisión. Los bombarderos sólo dispondrían de entre veinte y veinticinco minutos
para soltar su carga una vez que los aviones de señalización hubieran encontrado
sus objetivos. Luego habían de volver hacia sus bases sin dilación. No
podían, pues, entablar combates aéreos. Para evitar este riesgo, el Master Command
había determinado que se pusiera en marcha, al mismo tiempo, un ataque
de diversión sobre la ciudad de Böhlen, una zona al Norte de Leipzig que contaba
con una gran concentración industrial en la que destacaba una planta de hidrogenación,
transformadora de carbón fósil en combustible para motores.
Unos 386 aviones iban a ser destinados a esta operación de diversión a fin de
atraer las defensas antiaéreas y la caza nocturna alemana, operación que, de todas
formas, también constituía un objetivo en símismo.Magdeburgo, Bonn,Núremberg
y Dortmund habían de ser bombardeadas al mismo tiempo, con lo que
el número de aviones aliados sobre Alemania esa noche del 13 de febrero ascendería
a más de mil cuatrocientos.
Al Grupo nº 5 de la RAF, considerado el mejor de la fuerza aérea británica y
el más adecuado para estas operaciones—tal y como había demostrado durante
años, y al que el mismo Harris había pertenecido durante 1939-1940— le cabría
el honor de protagonizar la primera oleada del devastador ataque a Dresde.
Sus 244 Lancaster soltarían ochocientas toneladas de bombas sobre los objetivos
marcados en una primera pasada, en la que las formaciones se dispondrían en abanico,
con el vértice en la zona de Grossen Ostragehege, junto al campo de fútbol
del DSC, el equipo de fútbol de la capital sajona (y vigente campeón nacional).
El objetivo era la saturación de la zona bombardeada de modo uniforme,
mezclando el fuego con las explosiones y las olas de presión; la ejecución de la
operación de bombardeo la dirigiría el Mastercomand, quien cuidaba de que se
ajustara al plan propuesto, para lo cual la coordinación en el lanzamiento y las
angulaciones eran esenciales. No debían quedar espacios libres que luego el fuego
no pudiera completar, de modo que se acrecentara su letal efecto. En el caso de
Dresde, y pese a que la precisión no fue la más alta posible, la disposición extremadamente
abigarrada del abanico dibujado por las formaciones de la RAF
—2.500 metros en su punto más amplio— facilitó la consecución de los objetivos
de destrucción mediante la Feuersturm.
Además de las acciones de distracción sobre otras ciudades de Alemania, las
formaciones de Lancaster volarían desde distintas direcciones para converger so-
MARTES DE CARNAVAL 29
bre Dresde, de forma que despistaran sobre sus intenciones a las defensas antiaéreas.
Una vez que la primera oleada de bombarderos hubiera completado su
labor, llevaba poco tiempo la formación de la tormenta de fuego. En algunos casos,
como en Darmstadt, incluso menos de una hora. Además, los lanzamientos
de artefactos incendiarios incluían los de ignición retardada, que alimentaban el
fuego y lo incrementaban una vez que hubieran desaparecido del cielo los bombarderos,
mientras la población podía creerse segura. Conocedoras de esta circunstancia,
las autoridades mantenían a los civiles en los refugios durante bastante
tiempo después de que hubiese cesado el ataque, a fin de evitar víctimas.
A su vez, los refugios—en función de las alteraciones que producían los distintos
tipos de explosivos y los incendios— dejaban de ser seguros pasado un
tiempo, salvo que se tratara de búnkeres. Pero en
Dresde apenas los había. El calor que penetraba en
los sótanos ascendía al punto de que resultaba imposible
respirar, lo que sumado al pánico producía
una gran cantidad de muertes; lo peor eran los gases
que se filtraban, demodo quemuchos perecían
envenenados. Dos tercios, aproximadamente, de
quienesmorían en los ataques aéreos sucumbían al
efecto de los gases, el monóxido de carbono producido
por las bombas incendiarias; el calor impregnaba
paulatinamente las estructuras pétreas
de los sótanos y las volvía incandescentes. El gas, inodoro, invadía inadvertidamente
los refugios y adormecía a sus ocupantes. Tras el ataque había, pues, que
sacar al exterior a los refugiados, aunque en la calle los derrumbamientos se sucedían
y el pavimento y los árboles crepitaban y se retorcían sobre sí mismos.
El punto álgido de estas evacuaciones se situaba en torno a las dos horas después
de haber cesado el ataque. La gente buscaba los espacios abiertos, eludiendo
el desmoronamiento de edificios y los innumerables fuegos. Ahora bien, si los incendios
se presentaban en focos aislados—por extensos que fueran—el peligro
de una destrucción generalizada disminuía mucho. El Master Command había
considerado esta circunstancia como un elemento clave para alcanzar sus objetivos,
de modo que dispuso un ulterior ataque sobre la ciudad exactamente dos
horas después del primero. La población estaría en la calle, fuera de los refugios
y, si la primera oleada no había conseguido el deseado efecto de la Feuersturm,
la segunda, a buen seguro, obtendría el éxito.
*
Cuando una gran flota de bombardeo se adentraba en el territorio del Reich era
imposible saber hacía dónde se dirigía. Las sirenas de una buena parte del país
EUROPA 30 BAJO LOS ESCOMBROS
El calor penetraba
en los sótanos al punto
de que resultaba imposible
respirar, los gases
se filtraban y muchos
perecían envenenados
se disparaban. Los alemanes debían bajar a los refugios con inmediatez, e interrumpían
así el descanso de la población. La incertidumbre era lo peor. Mientras
uno se precipitaba a los sótanos no podía saber si, al regreso, encontraría sus
enseres y su hogar allí donde los había dejado o si se habrían desvanecido para
siempre. Quizá ni siquiera bombardeasen esa noche. Puede que se tratase de un
bombardeo menor, de diversión, y que la gran flota se dirigiese en realidad hacia
otro objetivo. Incluso era posible que su ciudad desapareciese borrada de la
faz de la tierra en el espacio de apenas unos minutos. No había forma de saberlo
hasta que todo pasaba.
Aquella tarde del 13 de febrero habían comenzado a distribuirse por todo
Dresde las consignas para la defensa de la ciudad frente al asalto soviético, que no
debía tardar mucho en producirse. Dresde había sido considerada por el mando
alemán como «área defensiva», calificación militar por la que se reconocía que, si
bien las defensas no eran las más adecuadas, debían disponerse para hacerles pagar
un alto tributo a los soviéticos por su conquista, pero no había sido calificada
como Festung (fortaleza), denominación que sí había designado a Breslau o a Königsberg.
De la escasa importancia que el alto mando otorgaba a la línea defensiva
sajona, da fe el que al frente de la resistencia dresdeniense hubiera destinado
Berlín a un general de avanzada edad y experienciamilitar limitada a la Gran Guerra,
casi tres décadas atrás. En teoría se trataba de una plaza intermedia del supuesto
eje Praga- Hamburgo, que discurría a lo largo del Elba y elMoldava (Vltava); en
realidad, había pocas o más bien ninguna esperanza de que tuviera alguna utilidad.
Y, sin embargo, en una Alemania cercana al colapso, cualquier cosa que sirviese
para retardar el avance del rodillo soviético resultaba aceptable.
Dresde había venido acogiendo refugiados de todas partes del Reich—en especial
del Ruhr— desde hacía años. A esas alturas de la guerra la ciudad se hallaba
saturada demasas de refugiados venidas delOeste, gentes que lo habían perdido
todo en los bombardeos y a quienes los dresdenienses debían acoger como
buenos volkgenossen (camaradas del pueblo). Ahora, el 8 de febrero, el ejército de
Stalin cruzaba el Oder, y cientos de miles de silesianos se precipitaban sobre Sajonia;
otrosmuchos jamás alcanzaron la ciudad, atrapados por el veloz avance del
ejército soviético, como sucedió en las zonas cercanas al Oder. En Breslau, por
ejemplo, unos doscientos mil civiles fueron copados en la «Fortaleza» junto a las
fuerzas de laWehrmacht que la defendían. De entre los que habían escapado de
Silesia hasta Dresde, una buena porción de refugiados no tenía hogar en el que
pernoctar. Se arremolinaban en torno a la estación y a laWienerplatz. Vagaban
sin saber muy bien qué hacer, ni a dónde dirigirse. Las autoridades no les concedían
más que cartillas de racionamiento especiales, que apenas les servían para
cubrir las necesidades primarias. Se trataba de disuadir a los refugiados para que
no acudieran en mayor número a la ciudad.
Dos o tres minutos antes de las diez menos cuarto de la noche sonaron las
alarmas. No era, desde luego, la primera vez que aullaban las sirenas. Ese día no
MARTES DE CARNAVAL 31
había habido escuela porque faltaba el carbón para calentar las aulas, y los niños
jugaban en las calles hasta altas horas, celebrando el Fasching, disfrazados conmáscaras
y diferentes atavíos que simulaban las más diversas cosas. En medio de la
locura de la guerra, los juegos infantiles devolvían un eco de normalidad.
Pasaban tres minutos de las diez de la noche. Un puñado de aparatos de la
RAF sobrevolaba Dresde. Giraban en torno a la ciudad, escudriñando el objetivo.
Su radio, en contacto con el cuartel de la RAF enHighWycombe, también
dirigía el ataque del grupo n.º 5, el especialista en bombardeos de área. Eran los
aviones del Masterbomber, encargados de dirigir el ataque. Debían permanecer
sobre el objetivo con absoluto desprecio de todos los peligros en forma de Flak
o de caza enemiga. Equipados con el nuevo aparato norteamericano de localización
Loran y tras burlar la detección con el sistema Window, que perturbaba
la ubicación de la flota aérea engañando a los radares germanos, indujeron a la
Luftwaffe a creer que el objetivo de aquella noche sería Leipzig.
Los bombarderos directores lanzaron las bengalas verdes sobre distintas áreas
de la ciudad, precediendo al millar de bengalas de magnesio blanco con el que
iluminaban la zona de ataque.Muchos dresdenienses recordarían la visión irreal
de estos «árboles de navidad» mientras se precipitaban hacia los refugios. El cielo
aparecía fantasmal, resplandeciente con los paracaídas que sostenían las bengalas
de colores. Hubieron de transcurrir otros tres minutos para que la radio por
circuito cerrado informara a los ocupantes de los refugios que el ataque se iba a
producir, en efecto, sobre la ciudad.
El primer Mosquito del Masterbomber descendió hasta los seiscientos metros
de altitud para lanzar las bengalas rojas sobre el campo de fútbol. En su calidad
de avión director, había dispuesto todas las angulaciones
de la fuerza de ataque de modo que la
Feuersturm fuera posible. El piloto apenas podía
creerlo; nadie contestaba con fuego a su aproximación.
Era evidente que Dresde carecía de defensas
antiaéreas dignas de tal nombre. Con toda
tranquilidad, descendió aún más. Bajó incluso de
los doscientos cincuenta metros. En ese momento
abrió las compuertas de las bombas, y dejó caer un
barril de cuatrocientos cincuenta kilos de peso
programado para estallar cincuenta metros más
abajo, como una especie de fuegos artificiales rojizos. La carga cayó sobre el complejo
hospitalario anexo al recinto deportivo que formaba el vértice del abanico.
Al primerMosquito le siguió un segundo y luego un tercero, convirtiendo esa parte
de la ciudad en un bosque de lluvia roja.
La escuadrilla 49 fue la primera en lanzar las bombas. Visualizando sin oposición
las marcas bermejas sobre la ciudad, comenzó su rutinario quehacer. Los
dieciséis aviones de la formación estaban separados por dos grados de diferencia,
EUROPA 32 BAJO LOS ESCOMBROS
La carga cayó sobre
el complejo hospitalario
anexo al recinto deportivo,
convirtiendo esa parte
de la ciudad en un bosque
de lluvia roja
de modo que cubrían un frente de 32 grados; la distancia exacta para provocar
la «tormenta de fuego». Se desplegó a una altura en torno a los cuatro mil metros,
lo que era posible gracias a la ausencia de artillería antiaérea.Maniobró como
un solo hombre. Primero soltaron las bombas rompedoras; sólo después, las incendiarias.
Las primeras horadaban los techos, destruían puertas y ventanas, hacían
saltar las paredes en mil pedazos. Esto creaba las corrientes de aire necesarias
para propiciar el huracán de fuego que se administraría a continuación. Las
bombas incendiarias caían por miles; se trataba de pequeños artefactos de apenas
dos kilos, con una extraordinaria capacidad de combustión.
Cuando las cámaras fotográficas de accionamiento automático comenzaron
a disparar sus flashes desde los aviones de la RAF para recoger la información sobre
al ataque, el fuego ya devoraba la ciudad, pese a que apenas tardaban un minuto
en ponerse en funcionamiento desde que concluía el lanzamiento de lamortífera
carga. Los incendios pronto se fundieron unos con otros.
En los sótanos y refugios de la ciudad ignoraban lo que estaba sucediendo.
El sonido de la explosiones se multiplicaba a cada momento, y la acción de la llamas
extendía la devastación. En poco más de veinte minutos, el grupo 5 de la
RAF había arrojado unas ochocientas toneladas de bombas de todo tipo. Incluso
desde los puntosmás alejados de la ciudad podía sentirse el intenso calor que desprendían
los incendios, cuyo resplandor formaba una sobrecubierta ambarina a
ambos lados del Elba. De acuerdo a las órdenes e impelidos por la curiosidad, los
dresdenienses fueron saliendo de los refugios pasado el tiempo convenido. La estela
que había dejado la destrucción sembrada desde el aire era inabarcable con
la vista.
Justamente cuando, aturdidos, comenzaban a echar cuentas de sus pérdidas,
cuando se dirigían a sus domicilios para comprobar el grado de devastación que
había afectado a sus hogares y a sus pertenencias, sonó una segunda alarma. Los
dresdenienses se miraban unos a otros, atónitos ¿qué pretenderían, después del
brutal ataque anterior? El odio encarnó en sus rostros de súbito. Algunos se lamentaban
en voz alta, imprecando como criminales a los ingleses. Otros se negaban
a creer que se tratara de un nuevo ataque, pensando que quizá fuese un
error y que, en realidad, hubiera hecho acto de presencia la Luftwaffe. Pronto salieron
de su estupor. Ahora, 529 aparatos de la RAF, más del doble de los que
componían la tanda anterior, se lanzaban sobre la ciudad, extendiendo los incendios,
sembrando Dresde de bombas de ignición retardada y machacando los
restos de lo que restaba en pie de la malhadada urbe.
El nuevo ataque duró cuarenta minutos, puesto que fue ejecutado en oleadas.
Fue la sentencia de muerte para la ciudad. Las instalaciones de agua simplemente
desaparecieron; prácticamente, todas las infraestructuras se volatilizaron.
Los edificios públicos siguieron el mismo destino que los demás, como es
natural, y la presencia de cualquier autoridad se echó a faltar más que nunca. La
desorganización cundió por todas partes. Muchos dresdenienses perecieron de-
MARTES DE CARNAVAL 33
vorados por la Feuersturm, otros por los derrumbes y unos cuantos por la acción
de las bombas de espoleta retardada. Las calles estaban sembradas de miembros
humanos arrancados de cuajo; de muchos de sus propietarios no quedaban restos.
Algunos cuerpos humanos, sencillamente, se habían desintegrado. En la zona
del río el espectáculo era especialmente dantesco. Un buen número de refugiados
resultaron masacrados; el olor a carne quemada se extendía a lo largo de muchos
kilómetros y era imposible evitar aspirarlo. Aquel día y los posteriores, un
buen número de dresdenienses supervivientes tamizaron con sus vómitos las ruinas
y cráteres de su ciudad.
La formación de la Feuersturm había sido un
éxito. Una gigantesca bola de fuego recorría las calles,
abarcándolo todo. No era posible escapar a
ella. Se movía caprichosamente, empujada por las
galerías, las calles, las corrientes de aire, a gran velocidad.
La temperatura subía casi a los mil grados
centígrados. Todo signo de vida desaparecía no ya
a su contacto, sino incluso ante su proximidad. Los seres humanos se desvanecían,
como si jamás hubieran existido, sin dejar rastro.
En algunos barrios del centro, los refugios ni siquiera se habían abierto;
cuando las autoridades accedieron a ellos pudieron comprobar los estragos de la
asfixia. Los ancianos yacían en el suelo, las mujeres apretaban a sus críos contra
el pecho y así se les ofrecían, ya cadáveres. Algunos niños que podían valerse por
sí mismos habían tratado de encontrar una salida, pero se agolpaban en las escaleras,
junto a la puerta, envenenados por los gases y embutidos en sus disfraces
del Fasching, la celebración del martes de Carnaval, la fiesta de los niños.
El Masterbomber de los Lancaster, a los mandos del Mosquito, tras comprobar
visualmente la eficacia de los lanzamientos, conectó la radio para anunciar a
las tripulaciones, triunfante: «Buen bombardeo».
*
Desde los Lancaster de la RAF, los incendios pudieron verse durante las siguientes
dos horas de vuelo. En tierra, los infortunados supervivientes alemanes se protegían
como podían de la Feuersturm sin sospechar que aún restaban dos ataques
más—esta vez protagonizados por la USAAF—a la mañana siguiente, cuando
varios cientos de Flying Fortress de la 8.ª Fuerza Aérea de los Estados Unidos bombardearon
una ciudad de la que ya no quedaba apenas nada más que el recuerdo.
Algunos de los B-17 que sobrevolaron la infortunada capital sobre el Elba llevaban
escrito sobre el fuselaje, junto a distintos diseños eróticos o infantiles, la pretendida
jocosidad Murder Incorporated («Asesinato S.A.»).
EUROPA 34 BAJO LOS ESCOMBROS
Una gigantesca bola
de fuego recorría las calles,
abarcándolo todo
Los primeros en llegar a sus bases en Norfolk fueron los componentes del
grupo n.º 5 de la RAF, justo a la hora del desayuno. Se encontraban agotados,
tras cruzar media Europa y dar la vuelta en una noche. Apenas había huecos en
sus escuadrones. Aquello había sido coser y cantar; simplemente, habían cumplido
una misión más. Y ya restaba una menos para ser licenciados —los pilotos
británicos debían completar treinta vuelos sobre Alemania, una vez efectuados
los cuales concluían el servicio—. Engulleron unos huevos con tocino y se
fueron a dormir.
EnHighWycombe, BomberHarris—informado puntualmente del desarrollo
de la operación— recibía la buena nueva a su estilo. Rutinariamente, esgrimió
un lápiz y dibujó una equis sobre otra ciudad alemana de la lista. Dresde había
dejado de existir.
Más de siete décadas después aún permanece ignorado el número de quienes
perecieron en aquella orgía de destrucción. Es improbable que, al fin y a la
postre, Churchill viera colmado su propósito de matar cien mil seres humanos
en una sola operación. Pero no hay datos precisos —y seguramente nunca los
haya—, sólo estimaciones.Quizá la ciframás aceptable se encuentre entre los cuarenta
mil y los sesenta mil. Es lo de menos. Alcanzadas ciertas magnitudes, los
números pierden su sentido.
MARTES DE CARNAVAL 35
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1 comentario:
Esta claro que sirvieron para destruir parte de Europa. Cualquier acción contra la guerra empezada por Alemania era una pequeña ayuda. Des de el pequeño espía hasta la gran batalla, si lo sumamos todo es pack que sirvió para ganar la guerra
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