jueves, noviembre 20, 2008

Ana Nuño, Si estos son hombres

viernes 21 de noviembre de 2008
TODO FLUYE
Si estos son hombres
Por Ana Nuño
Un prisionero regresa tras sobrevivir a treinta años de gulag para comprobar que "las alambradas ni siquiera eran necesarias y que, fuera o dentro de ellas, la vida, en esencia, era la misma". En esta sola frase puede resumirse Todo fluye, testamento literario de Vasili Grossman, pero quedarse sólo en ella sería pasar por alto la terrible, incandescente carga de humanidad traicionada, torturada, masacrada que es el corazón de este libro, el mismo que late en Vida y destino. La novela más lúcida y necesaria sobre la forma de esclavitud más perfecta ideada, hasta la fecha, por el hombre: el Estado comunista soviético.

Todo fluye no es sólo una novela inacabada, comenzada a escribir en los cincuenta y que su autor siguió revisando hasta poco antes de su muerte, en 1964, sino que no responde a lo que solemos entender por novela. Es una mezcla de narración, documental y ensayo, en la que su aparente héroe, el deportado Iván Grigórievich, cede la palabra por turnos a varios de sus conocidos, o mejor dicho, conocidas: a su último y compasivo amor, Anna Serguéyevna, y a "la dulce Mashenka", que verá morir su última esperanza y no volverá del campo. Y aunque Iván no lo dice, sin duda por pudor eslavo, y finja seguir hablando, también se la cede a Vasily Semyónovich Grossman por espacio de ocho capítulos, del 18 al 25, para ofrecernos una disección magistral del "mito del carácter nacional ruso" y sus encarnaciones en Pedro el Grande, Catalina II, Lenin y Stalin.

Como también en Vida y destino, el corazón de Todo fluye es la instrucción de un sumario: el de los crímenes masivos perpetrados en nombre de un ente abstracto, el Estado soviético. Los cuerpos del delito, contados por millones, corresponden a diferentes etapas del crecimiento, desarrollo y consolidación del ente: las hambrunas de 1932 y 1933 provocadas por la deskulakización, el traslado y reasentamiento forzoso de los campesinos ucranianos, las purgas de 1937, el complot de las batas blancas. Las consecuencias de la política de castigo y erradicación de los campesinos y agricultores ucranianos, sobre todo, son descritas por Anna Serguéyevna con una mezcla casi insoportable de precisión clínica y piadoso horror. Con razón señala el traductor de Grossman al inglés, Robert Chandler, que
es muy característico [del autor] que Anna, la compasiva narradora de este capítulo, esté implicada, como funcionaria menor del partido, en la implementación de medidas que exacerbaron la hambruna. No podemos evitar identificarnos con Anna, y en consecuencia también nosotros nos sentimos culpables; Grossman no concede al lector el lujo de la indignación. Todo fluye incluye también la sátira de un juicio: el lector es requerido a pronunciar su dictamen sobre cuatro informantes. Los argumentos que Grossman da a la defensa y a la acusación son vívidos y alarmantes; como lector, uno cambia de parecer constantemente.
Riguroso juez instructor (a ver si alguien tiene la bondad de regalarle este libro a Baltasar Garzón; quizás pueda servirle para, al fin, aprender su oficio), Grossman nunca pierde de vista que las víctimas son lo importante, pero sabe que la justicia depende también de una comprensión cabal de los resortes que mueven a sus verdugos. Son magníficos, en este sentido, los capítulos iniciales en los que se establece una tipología de los delatores, esas herramientas indispensables para que el Estado totalitario pueda aplicar sistemática y rigurosamente la ley del terror (una ley que dio plenamente sus frutos bajo el estalinismo, "un sistema en el que la ley es sólo un instrumento de la arbitrariedad y la arbitrariedad es la ley"). De uno de estos tipos, representado por un universitario cualquiera fanatizado por la propaganda del régimen, tan sólo uno de los muchos investigadores mediocres que acabaron colaborando en el arresto o la marginación de sus colegas judíos más brillantes que él, y que su propia condición de judío no salva de la histeria ambiente que lo lleva a declararse dispuesto, para salvar al régimen, a entregar a su familia, resume la eterna condición este impecable epigrama: "Si un hombre está dispuesto a sacrificar a su propia hija, hay que hablarle con clichés".

La delación y sus incontables rostros, las autocríticas arrancadas al miedo a quedarse solo en un universo que ha decretado caducos el individuo y la libertad, el Estado metido a narcotraficante a gran escala de los verdaderos opiáceos del pueblo (antisemitismo, odio a los kulaks, transformación del camarada de ayer en potencial enemigo de mañana) y las precisas descripciones de las torturas físicas y morales del universo concentracionario soviético: todo esto fluye como un agua lustral sobre el cuerpo sacrificado de una Rusia que Grossman ve eterna y eternamente empeñada en traicionar su libertad. No sólo, como sentencia lúcidamente Iván Grigórievich, porque "en febrero de 1917 se abrió ante Rusia el camino de la libertad. Rusia escogió a Lenin", sino porque, así como "el desarrollo de Occidente estaba fecundado por el crecimiento de la libertad", "el desarrollo de Rusia estaba fecundado por el crecimiento de la esclavitud". Lo que fluye sin cesar en Rusia es el río de cadáveres nutrido por la más auténtica pasión rusa: la pasión por la esclavitud. No lo digo yo, lo argumenta Grossman o uno de sus alter egos. Por lo general, no me convencen las explicaciones deterministas, sean genéticas, geográficas o históricas. Pero Grossman no sólo suscribe esta discutible tesis, sino que, al hacerlo, tiene el acierto de convertirla en un espléndido y dolido canto a la libertad, expresado ocasionalmente en perfecta parodia del Diamat, el materialismo dialéctico de Engels:
La historia de la humanidad es la historia de su libertad. El crecimiento de la potencia del hombre se expresa sobre todo en el crecimiento de la libertad. La libertad no es necesidad convertida en conciencia, como pensaba Engels. La libertad es diametralmente opuesta a la necesidad, la libertad es la necesidad superada. El progreso es, en esencia, progreso de la libertad humana. Ya que la vida misma es libertad, la evolución de la vida es la evolución de la libertad.
El lector de Vida y destino también vuelve aquí, agradecido, a lo que Grossman pagó con la deportación y la marginación por haber lúcidamente expuesto: su convicción de que comunismo y fascismo son una misma cosa, de que "la síntesis leninista entre la ausencia de libertad y el socialismo aturdió más al mundo que el descubrimiento de la energía atómica", y que, movidos por la audacia que suponía proponer al mundo la muerte de la libertad como vía de progreso, "los apóstoles europeos de las revoluciones nacionales", "los italianos, y después los alemanes, empezaron a desarrollar, cada cual a su manera, la idea de un socialismo nacional". Y el lector de Primo Levi podrá descubrir, si aún no lo ha hecho, que el autor de Si esto es un hombre tenía en Grossman un alma hermana, capaz como él de someterse a la dura prueba de rescatar la memoria de las más atroces experiencias concentracionarias, pero también, como el químico judío de Turín, de hacerlo sin perder de vista en ningún momento la tan difícil como necesaria compasión. Que lleva a Grossman a una conclusión muy parecida a la lección leviana: "Algo se le puede perdonar al hombre si, en el lodo y el hedor de la violencia concentracionaria, continúa siendo un ser humano".


VASILI GROSSMAN: TODO FLUYE. Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg (Barcelona), 2008, 288 páginas.

http://libros.libertaddigital.com/si-estos-son-hombres-1276235799.html

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