domingo, noviembre 02, 2008

Manuel de Prada, Halloween

lunes 3 de noviembre de 2008
HALLOWEEN

Un año más, hemos comprobado cómo la celebración de Halloween se extiende entre los españoles; sobre todo entre los niños, pues de siempre los corruptores han preferido sembrar su veneno en quienes le prestan el abono de la ingenuidad. Aquí habrá quienes piensen que mi rechazo a esta patochada lúdica es de índole religiosa; y que, en el fondo de mis entretelas, me gustaría ver a los niños vestidos de luto y lagrimosos, con un ramo de crisantemos en la mano, visitando los cementerios donde yacen los restos de sus abuelos, como ordenaba la práctica tradicional católica. En realidad, esta práctica siempre me ha disgustado mucho, pues la considero una traición (a veces las tradiciones también se pueden convertir en traiciones, cuando no beben del manantial originario) al espíritu originario de la festividad. Siempre he mirado con recelo esa especie de regodeo en el dolor que caracteriza la celebración de Todos los Santos; regodeo que es contrario al espíritu de la festividad, en la que se nos recuerda que aquellos a quienes amamos en vida disfrutan de una vida mejor y desde el cielo velan por nosotros. Ciertamente, la ausencia de esas personas amadas que en otro tiempo compartieron nuestros días –con sus júbilos y sus desolaciones– nos deja un hueco insustituible; y es natural que ese hueco lo vivamos como una pérdida dolorosa. Pero convertir el dolor de esa pérdida en una especie de culto funerario no creo que sea del todo cristiano. «Dejad que los muertos entierren a los muertos», dijo Jesús; frase que interpretada literalmente puede parecer hasta inhumana, pero que esconde un meollo de humanísima esperanza: no debemos enterrarnos en vida (es decir, no debemos caer en la tristeza), pues esos muertos a los que hemos enterrado están más vivos que nosotros mismos, disfrutando de una dicha que empequeñece todas las dichas terrenales. A los muertos, según una visión cristiana, hay que honrarlos, preservando la memoria de los días que nos acompañaron y de los afectos que a ellos nos unieron; pero hay que honrarlos, sobre todo, compartiendo el gozo del que ellos ya disfrutan. Y en la propensión plañidera o luctuosa que rodea la conmemoración de Todos los Santos me parece descubrir a veces una semilla de desesperación que no se concilia demasiado bien con una concepción esperanzada de ultratumba.

Así que nada más acorde con la verdadera tradición cristiana que celebrar con alegría a nuestros muertos. La patochada de Halloween no me parece, pues, una práctica irreverente ni parecidas zarandajas; entre otras razones, porque le falta categoría para ello. El fastidio que me produce es de otra índole. Algunos antropólogos nos recuerdan que la celebración de Halloween es una subsistencia o infiltración del paganismo ancestral en el calendario cristiano; y aducen que su origen remoto debemos buscarlo en el folclore celta que los inmigrantes irlandeses introdujeron en los Estados Unidos. No entraremos a discutir aquí estos extremos; pero, más allá de cuáles fueran sus orígenes, lo que a nadie se le escapa es que, en su formulación actual, la patochada de Halloween es una expresión del colonialismo cultural que nos llega de allende el Atlántico, exactamente igual que el borrachín llamado Santa Claus o las franquicias de fast food desde las que se conspira para que nuestros hijos padezcan obesidad crónica. Y, como todas esas expresiones de colonialismo cultural venidas de allende el Atlántico (‘americanadas’, en fin), la patochada de Halloween no puede entenderse completamente sin su trasfondo de consumismo compulsivo y su aderezo grimoso e infantiloide. El folclore autóctono ya incluye sobradas oportunidades para la expansión festiva; convertir a nuestros hijos en zascandiles del tío Sam, aparte de una claudicación cultural vergonzosa, se me antoja una horterada de tomo y lomo.

A la postre, la aceptación de intrusiones tan ajenas a nuestra tradición, lejos de revelar un talante favorable al mestizaje, denota una mentalidad lacayuna. No me extrañaría, sin embargo, que entre los partidarios de la patochada de Halloween figuren furibundos detractores de la política americana; a veces, la fijación antirreligiosa favorece estas paradojas humorísticas. Es cierto que el vitalismo de una cultura se demuestra a veces en su capacidad para asimilar elementos de culturas foráneas; en otras, en cambio, ese vitalismo se revela a través de una resistencia granítica a la asimilación. A la patochada de Halloween hay que darle con la puerta en las narices; y a los niños que reclamen disfrazarse de bruja piruja castigarlos sin buñuelos.


http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=3587&id_firma=7470

No hay comentarios: