martes, septiembre 02, 2008

Carmen Posadas, Una segunda juventud

martes 2 de septiembre de 2008
UNA SEGUNDA JUVENTUD

Cada vez que cumplo años (y en esta ocasión, Santa Madona, son cincuenta y cinco castañazos), me da por filosofar sobre el paso del tiempo, la proximidad de la vejez, la proliferación de las arrugas, la caída de las carnes y otras consideraciones igualmente optimistas. Además, el hecho de que estemos en verano empeora las cosas aún más. Se me ocurre que si uno cumple años en noviembre, por ejemplo, lo más que hace al llegar su día es mirarse la cara en el espejo, musitar unas palabras `jorgemanriqueñas´ y circunspectas del estilo «cómo se pasa la vida» y, luego, a otra cosa mariposa. Agosto, en cambio, es implacable. En verano uno anda prácticamente sin ropa y la pequeña sesión filosófica y poética se convierte en toda una inspección inmisericorde para cavilar sobre lo que éramos y en lo que nos estamos convirtiendo. Lo peor de este asunto de cumplir años es que hacerse viejo no tiene, en apariencia, ventaja alguna. En otros momentos de la historia y en otras culturas los viejos eran personas veneradas y de gran predicamento. Ahora, en cambio, la veteranía no es un grado, ni lo es en el plano profesional ni en el personal y no digamos nada del sentimental. Ya, ya sé que el buenismo y la corrección política que nos dominan hacen que nadie lo confiese y menos aún los que peinamos canas; pero una cosa es lo que queda cool decir y otra muy distinta la realidad. Y es que, dicho en palabras de ahora, hacerse viejo no tiene ningún glamour. Por eso todos queremos ser jóvenes, nos vestimos como quinceañeros y vamos por ahí repitiendo esa majadería de «la edad no está en mi DNI, sino en mi espíritu». Y a mí me parece muy bien hacerle ciertas trampas al calendario como un poco de botox aquí o un peeling allá, pero siempre que no se caiga en el patetismo y en la pérdida de la objetividad. ¿Han reparado ustedes en ese extraño fenómeno por el cual las personas que se han estirado la piel hasta convertirse en momias no se dan cuenta de lo que son y se ven a sí mismas guapísimas? Con esos caretos, con esos belfos. A veces pienso qué suerte que así sea y qué sabia es la psique humana que nos engaña cuando las cosas ya no tienen remedio. Pero una cosa es autoengañarse como única forma de no caer en una depresión y otra no tener el mínimo sentido crítico para evitar seguir cometiendo más tropelías contra nuestro propio cuerpo. Por eso ahora, con mis recién estrenados cincuenta y cinco añazos, me gustaría encontrar un sabio equilibrio entre tratar de tener un físico agradable y no caer en el club de los viejos/as confundidos. Porque esta monserga de no querer reconocer la edad no sólo genera casos tan patéticos como los de esas momias felices a las que antes hacía alusión. Si uno no acepta que se va haciendo viejo (sí, sí, viejo ¿qué pasa?) lo único que consigue es ser desdichado. Y la razón es que se crean falsas expectativas en todo. En el plano laboral, en el personal y, peor aún, en el sentimental. Queda, por ejemplo, supercool que una mujer de mi edad se eche un novio de veinte años para –según dice la estulticia reinante– «envidia de todos». Y a lo mejor durante unos años el hechizo funciona, pero, a la larga, es dudoso que le vaya mucho mejor que a esos viejales ricachones que pasean ufanos a una jovencita. Sé que lo que digo no encaja con esa concepción Walt Disney que ahora todos tenemos de la realidad, pero es que uno de los propósitos que me he hecho este cumpleaños es no contarme milongas. Porque a pesar de que conservo la misma talla de hace veinte años y, a lo mejor (he dicho a lo mejor), muestro menos arrugas que mis amigas, tengo la edad que tengo. Además, yo creo que a la mujeres de cincuenta la vida nos ofrece una segunda juventud que nada tiene que ver con el botox, el bisturí o el novio veinteañero. Nosotras somos unas enfermas de la responsabilidad y, durante años, vivimos para la familia y, sobre todo, para nuestros hijos. Ahora, en cambio, con los deberes bien hechos y siendo aún jóvenes, podemos por fin disfrutar de una bien ganada libertad para pensar en nosotras y en todo lo que nos gusta. Por eso me encanta decir: ¡que vivan los cincuenta y tantos!

http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=3407&id_firma=6892

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