Estimado señor Ibarretxe
26.09.2008
J. M. RUIZ SOROA
JOSÉ IBARROLAE stimado señor Ibarretxe. Le leo en la prensa un día sí y otro también ha ciendo frente a las críticas que algunos -bastantes, diría yo- le dirigen -desde dentro y desde fuera de Euskadi-, y alegando como ar gumento definitivo para contrarrestar tales críticas el de que «nadie tiene derecho a exigirme que abandone mis ideas», «nadie puede pedirme que renuncie a mis creencias». Y me sucede, se lo aseguro con toda sinceridad, que estando como estoy totalmente de acuerdo con esa su afirmación básica, creo sin embargo que hay algo equivocado, profunda y fatalmente equivocado, en las consecuencias prácticas que usted deduce de ella. Y como es usted el presidente del Gobierno de mi país, y tiene posibilidades de seguir siéndolo una larga temporada, deseo hacerle partícipe de mis propias reflexiones sobre este asunto de la renuncia a las ideas. Porque, teniéndole como le tengo por persona inteligente, quizás puedan servirle de algo.
Verá, señor Ibarretxe, es total y absolutamente cierto que en un régimen democrático nadie puede exigir a otro, como condición previa para nada, que abandone o renuncie a sus propias ideas. Obviamente hablamos de ideas legítimas, como sin lugar a duda son las suyas particulares: usted es nacionalista y defiende que la soberanía originaria le pertenece al pueblo vasco (aunque por mor de la conveniencia política la llame 'derecho a decidir' no se nos oculta a usted y a mí que se trata de la soberanía de origen); usted defiende que deben ser los votos de los residentes vascos, puros y duros, contados de uno en uno, los que decidan ellos solos el futuro de esta sociedad; usted defiende que el pueblo vasco es un pueblo distinto y separado del español, por lo que este último tiene poco que decir sobre sus deseos y su futuro. Pues bien, creo que, efectivamente, tiene usted razón: nadie le puede exigir que renuncie a esas ideas, porque son totalmente legítimas.
Ahora bien, señor Ibarretxe, la esencia de la convivencia democrática no consiste tanto en una supuesta exigencia de que alguno renuncie a las propias ideas, cuanto en la necesidad real de que todos ampliemos las ideas particulares que tenemos. La democracia no exige a nadie dejar de tener sus ideas, sino tan sólo tener más ideas que esas propias. Añadir, no renunciar, ése es el secreto. Y le pondré un ejemplo para que nos entendamos mejor.
Un ciudadano católico estándar, aquí y ahora, tiene unas fuertes y poderosas ideas particulares en sus circuitos neuronales: cree firmemente que existe un Dios que da sentido a su vida, y que ese Dios ha establecido una serie de verdades inmutables y absolutas a las cuales debe amoldar su vida y su conducta. Algunas de esas verdades en que cree un católico son difícilmente conciliables con las que posee un ciudadano agnóstico, lo cual plantearía un conflicto irresoluble para la convivencia en democracia de ambos. ¿Podríamos exigirle al católico que renuncie a sus ideas? Es evidente que no, que precisamente el derecho a la libertad de conciencia le garantiza en democracia el pleno respeto a ellas. Igual que al agnóstico. ¿Cómo se resuelve entonces la aparente contradicción? Sencillamente, añadiendo más ideas a ésas que posee cada uno como verdad particular. Por ejemplo, en este caso concreto de la religión, se trata de que los ciudadanos católicos acepten una idea de segundo orden, una especie de 'metaidea' si me permite la expresión: la de que por delante de sus verdades particulares está otra verdad, la del respeto debido a la conciencia libre de los demás. Una idea que les obliga a tolerar lo que para ellos es en principio malo e intolerable, por ejemplo el aborto o la eutanasia, siempre que la sociedad lo haya admitido democráticamente.
Lo que quiero poner de manifiesto con este ejemplo es que la aparente imposibilidad a que nos conduce la afirmación pura y simple de «nadie me puede exigir que abandone mis ideas» sólo tiene una salida en la moderna sociedad democrática: lo que sí pueden es exigirle que 'tenga más ideas' que esas pocas en que funda su ideario particular, que se construya lo que Kant llamaba 'una mentalidad ampliada'. Para lo cual es imprescindible que intente adoptar 'el punto de vista de los otros'.
¿Qué ampliación de ideas le sugiero?, se preguntará. Me arriesgo a que usted me considere un presuntuoso engreído que imparte recomendaciones a quien no se las ha pedido, pero me animo a dárselas puesto que -recuerde- es usted quien dirige el Gobierno que en gran parte organiza mi vida.
ay una idea básica que todo dirigente debe añadir a su ideario cuando actúa en democracia, y es la que los antiguos designaban con el nombre de 'prudencia'. Hoy en día tendemos a considerar que ésta es una virtud moral, algo atinente al carácter de la persona; pero los griegos -pienso en Aristóteles- la consideraban ante todo como un arte o habilidad intelectual, la más importante del buen gobernante. Consiste en algo difícil de definir (es mucho más fácil poner ejemplos concretos) pero que puede resumirse en la noción de que ningún principio político puede ser juzgado en su valor sin tener en cuenta su aplicación práctica. Es decir, que en la vida social real de la contingencia sucede que -a diferencia de lo que pasa en el mundo de la teoría- no se puede juzgar la bondad de un principio ordenador sin tener en cuenta sus efectos probables sobre la realidad social a ordenar. En la teoría dos y dos son cuatro, y punto; en la praxis, no se sabe cuánto son dos y dos hasta que no se hace la operación; y más vale preverla bien, porque pueden ser cinco o tres. Ésta es la prudencia.
Esta virtud -la 'phronesis' griega- está emparentada con la distinción que modernamente hizo Max Weber entre la 'ética de los principios' -hágase la justicia aunque perezca el mundo- y la 'ética de la responsabilidad' -para que no perezca el mundo hágase la justicia posible-. Y ni que decir tiene que, para Weber, el político, a diferencia del profeta mesiánico, sólo podía adoptar como guía de conducta la segunda de esas éticas.
Si usted incorporase esta noción de prudencia a su praxis política, vería sin duda que, aun conservándolos en su mente, sus principios particulares experimentarían una seria y significativa mutación: el ideal de la soberanía del pueblo vasco, el de la independencia, el de la construcción nacional, todos esos principios ideales y abstractos que su mente alberga quedarían transformados al constatar que la sociedad en que pretende aplicarlos reacciona ante ellos con inquietud, con escisión y con desgarro profundos. Porque el ideal de un gobernante democrático nunca podrá tolerar el provocar el desgarro del cuerpo social que se le ha confiado, sino siempre el de intentar dirigirlo hacia las metas que, en cada momento histórico, son congruentes con su propia constitución. Un gobernante -insisto, un gobernante, no un profeta- no puede sacrificar la paz social a su propio ideario, sino que debe anteponer a éste una 'metaidea' -una idea que está más allá de las ideas-: la de que no es tan importante hacia dónde vamos como sociedad, ni a qué velocidad vamos, como el hecho de que vayamos todos juntos, con una razonable convicción común. No se trata de lograr la unanimidad -que sería un imposible frustrante-, pero sí de integrar en la dirección de la marcha a las sensibilidades más generalizadas en la sociedad.
Si no es así, si las propias ideas suscitan la escisión y el desgarro de la sociedad, créame, señor Ibarretxe, el buen gobernante debe revisarlas y, si no hay otro remedio, aplazarlas. O, incluso, dejarlas en el «baúl de las queridas ideas imprudentes e imposibles». Todos nosotros tenemos ese baúl bastante lleno, sobre todo cuando llegamos a cierta edad. Pero un gobernante, si es prudente, debe tenerlo a rebosar. Si no es así, algo muy serio falla en él.
http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/prensa/20080926/opinion/estimado-senor-ibarretxe-20080926.html
viernes, septiembre 26, 2008
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