viernes 8 de agosto de 2008
Reflexiones desde mi ventana
Félix Arbolí
E L verano, con la soledad en las ciudades, la ausencia de ruidos ante los escasos coches que circulan y la inutilidad de encontrar o ponerse en contacto con alguien, ya que los teléfonos disparan sus contestadores y los sitios habituales de encuentros se hallan cerrados, es estación propicia para renovar las pilas y dejar en libertad la mente para que se ejercite con el recuerdo y la nostalgia de tiempos pasados o los proyectos de un futuro que no sabemos asegurado, ya que las energías corporales están muy disminuidas.
Los que por algún motivo de fuerza mayor, piensen lo que quieran, no abandonamos nuestras calenturientas residencias y nos trasladamos a lugares más frescos y descansados, sufrimos el mes de agosto como un anticipo de lo que serán los calores del infierno con demonios incluidos, porque el mal y los perversos no tienen vacaciones, o hacemos méritos de obligada resignación para que el que Todo lo puede perdone nuestros errores y los compense con nuestros sudores.
Mis hijos están en las playas del Mediterráneo y el Cantábrico, los vecinos han desaparecido y han dejado sus ventanas cerradas y persianas corridas y los amigos se hallan donde les han llevado las circunstancias, olvidándose de todo lo que le recuerde a La Cibeles, el Metro y la Castellana. Agosto es el mes de las ausencias y soledades. Para los que nos quedamos en este gruyere urbanístico de Gallardón, significa un paréntesis tedioso y difícil de soportar en el que los días parecen transcurrir lentamente entre los obligados soliloquios a los que nos enfrentamos por falta de interlocutores u oyentes.
Desde mis tiempos prehistóricos de la infancia en los que agosto significaba vacaciones, playa, campamentos o viajes, a la triste realidad en la que vivo desde que pasé el Rubicón de mi existencia, ha llovido, clareado, granizado y sucedido todo lo inimaginable porque es un tiempo que se eterniza en el recuerdo y se aferra a nuestros pensamientos con más penas que alegrías.
Es martes y hace un calor insoportable. Estoy asomado a la ventana de mi tercer piso contemplando el ir y venir de un hormigueo humano constante y variopinto. Veo desfilar a un conjunto multicolor en piel y vestuario, camino de ninguna parte y sin demostrar prisa alguna. En verano todos andamos cansados, nos movemos casi por inercia y huimos de las prisas y compromisos. Los comercios que no han cerrado este año están haciendo perder el tiempo miserablemente a los infelices empleados que han de continuar desempeñando sus funciones, aunque no tengan con quien. Están más vacíos que el bolso de una señora al salir del mercado. Otros años el cese de toda actividad comercial era generalizado y los cartelitos anunciando el “cerrado por vacaciones durante el mes de agosto”, una consigna que todos hacían suya, porque era más rentable el cierre que la apertura. Este año con la crisis que se está padeciendo en todos los sectores, los optimistas, y también los desesperados de turno, esperan el milagro y han abierto sus puertas pensando en ese mirlo blanco que por un golpe de fortuna le pueda dar un achuchón a la caja. Pero en los tiempos que corren los mirlos han desaparecido buscando mejores sombras y el blanco es un color que cada vez se hace más difícil apreciar, sobre todo en los barrios periféricos y meses estivales.
He visto pasar a muchas mujeres con bombos más abultados que el famoso de Manolo en los grandes partidos de fútbol. Estamos en la época de los embarazos, fruto de las frías noches del invierno. El mundo, por lo visto, no se termina y la raza humana no se extingue viendo el panorama. Pero me he dado cuenta de que las embarazadas de mi calle, en un porcentaje de ocho a diez, proceden de más allá de nuestras fronteras. Es decir, que lo que parece que está en peligro de desaparecer es la imagen del españolito de nuestra raza, de nuestro color y de nuestras creencias y costumbres. Y ese pensamiento, ajeno a fobias racistas, me apena y preocupa porque desaparecerá una cultura y una manera de vivir que heredamos de nuestros abuelos, tatarabuelos y muy pretéritos antepasados. Lo que con tanto esfuerzo y sangre derramada conquistamos palmo a palmo, para dejar a las futuras generaciones un país libre de trabas y yugos impuestos por un conquistador, del que solo deseamos conservar algunos monumentos en nuestras ciudades y palabras en nuestro vocabulario, pero no sus fanatismos y adoctrinamientos sangrientos. Tampoco deseamos regresar a ese pasado de atavismos, supercherías y maneras de ser que ya creíamos superadas. Incluso el retorno de enfermedades ya desaparecidas en nuestro entorno. La vuelta atrás de un concepto de vida que en nada nos beneficia, y mucho menos a nuestras generaciones precedentes, que se van a encontrar en una minoría nada tranquilizante y la duda de poder seguir considerándose europeos. Prefiero y me duele decirlo, viendo el resultado actual, un país menos poblado pero más civilizado, que uno con mayor densidad de población donde abunde el fanatismo y la intransigencia religiosa de doctrinas que no son nuestras e individuos que no saben comportarse y estar a la altura de nuestras circunstancias y nuestra manera de vivir.
Aunque, como siempre gusto resaltar, existan numerosas y magníficas excepciones.
Sé que muchos me tildarán de antisocial, falto de solidaridad y poco amante de lo que viene de forma fraudulenta de más allá de nuestras fronteras, pero no me importa. Ya que no puedo evitar esta invasión incontrolada y nefasta, déjenme al menos el derecho al pataleo y a mostrar mi disconformidad con ese equivocado proceder. Y el que piense de otra manera, tiene fácil hacer realidad su postura. Acoja a uno de sus defendidos y manténgalo cerca de donde reside. Pronto cambiará de opinión, se lo garantizo. Es más fácil predicar que dar ejemplo. En “Plácido”, una película de Berlanga protagonizada por mi inolvidable y desaparecido amigo Cassen, una serie de señoras de la alta sociedad y simulados sentimientos, proclamaban como eslogan navideño el de “Siente un pobre a su mesa”. Algo que ocurrió en la realidad e intentaron poner de moda en los años sesenta, con no muy buenos y eficaces resultados. Iban en caravana de coches con altavoces por calles y plazas, incitándonos a que esa noche tuviéramos un invitado tan especial compartiendo nuestra cena. La realidad era que del dicho al hecho había un largo trecho y las pródigas familias se veían negras para soportar su caridad, ante los desaguisados, exabruptos, exigencias y faltas de composturas de los comensales seleccionados, que más que agradecer el detalle alardeaban de su grosería. Buñuel reflejó algo parecido en su famosa y polémica película “Viridiana”. No quiero con ello dar a entender, Dios me libre, que todos sean iguales a la hora de dar y recibir. He sido testigo de ejemplares muestras de generosidad, sin publicidades ni propósitos farisaicos y no menos significativas muestras de agradecimiento sincero y emocionado.
¿En qué acabará todo eso? No puedo, ni quiero imaginármelo. Ya sé que muchos no pensarán igual. Yo tampoco pensaba así, cuando no se padecía esta constante y nada conveniente invasión, ni los tenía que soportar en el día a día, tras la simple protección de una débil pared.
http://www.vistazoalaprensa.com/contraportada.asp?Id=1732
viernes, agosto 08, 2008
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