Sugestiva visión sobre nuestra política americana
Las impredecibles relaciones entre la metrópolis ibérica y sus antiguas colonias
elmanifiesto.com
24 de agosto de 2008
MIGUEL ÁNGEL BASTENIER/ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
El verdadero imperio español está aún por construir; pero, quizás, estamos ya en camino. En los siglos XVI y XVII España presidía el primer imperio de Occidente. Es fama —pero siempre mala— la fabulosa cantidad de riquezas, sobre todo minerales, que la Corona extraía de América. Pero, a pesar de que estamos hablando de cientos de miles de toneladas de plata —básicamente, de lo que hoy son los Estados de México y Bolivia— y una cantidad mucho menos significativa de oro, esa fortuna apenas sirvió para pagar una parte muy menor de las obligaciones imperiales, que se expresaban en una guerra universal y permanente europea; es decir, que daba para cubrir los intereses de la gigantesca deuda rápidamente acumulada por la monarquía, pero no para evitar varias bancarrotas, y muy notablemente, la de 1575 que dejó a Felipe II tiritando.
Si el dinero, como dijo el clásico, “es el nervio de la guerra”, al gobierno de Madrid nunca le alcanzaba y, en la práctica, esas remesas lo que hacían era renovar el crédito de la Corona para que siguiera endeudándose hasta la extenuación. No en vano Ortega escribió que América había destruido a Castilla. Pero hoy las cosas, aunque complejas, parecen diferentes.
El investigador del instituto Elcano de Madrid, Javier Noya, allega unos datos para la reflexión. El 11% del PIB español se genera en América Latina como consecuencia de las inversiones allí efectuadas en las últimas décadas. Y eso sin contar la aportación de dos o más millones de latinoamericanos que trabajan en España y gracias a los cuales las finanzas de la seguridad social no se encuentran hoy en situación casi tan dramática como el monarca filipino. Y así, desde el restablecimiento de la democracia en España, en la segunda mitad de los 70, se ha venido constituyendo entre la península y América Latina un mercado común de hecho, que abarca todas las potencias del espíritu.
Los gobernantes latinoamericanos han hecho ya reflejo condicionado de la presentación de sus “cartas credenciales”´ en Europa empezando por Madrid, como le cupo hasta al presidente boliviano, Evo Morales, todo menos admirador de España. Hoy, la capital española sólo le cede a Washington en importancia como plaza diplomática para América Latina, y el empalagoso idilio de Íngrid Betancourt con París no pasa de una originalidad de quien quiere reconstruirse como actor político en Bogotá.
Igualmente, en las librerías de todas las capitales de Iberoamérica el porcentaje de libros editados en España es mayor que nunca, sin exceptuar las de Argentina y México, y los autores de ficción en la lengua española de este lado del Atlántico están crecientemente interesados en que los editen en España y presentar sus libros en Madrid o Barcelona, al tiempo que el público español percibe como propios aún sin ignorar de dónde proceden a autores de la talla de Vargas Llosa o García Márquez.
Los grandes divulgadores del arte popular, y me refiero a la canción, triunfan en España y los españoles han encontrado un mercado formidable en América Latina que, como también subraya Javier Noya, es un inmejorable trampolín a Estados Unidos.
En el cine la obra es todavía incipiente y mientras la industria cinematográfica española se empecine en creer que la “comedia madrileña” —o su hermana gemela, la de Barcelona en el aún más incipiente “cine catalán”— es la medida de todas las cosas, no se avanzará demasiado, pese a que las televisiones latinoamericanas programan hoy más películas españolas que hace un par de décadas. La instalación de Antonio Banderas en el cine norteamericano se hizo no por casualidad con personajes mexicanos como El Zorro, y el ‘Desperado’.
Y, para no hacer esta lista interminable, está la agencia EFE, que gracias al español hablado en América Latina es la cuarta del mundo por el número de palabras transmitidas a diario y de periodistas empleados en sus delegaciones internacionales, tras AP, Reuters y France Presse, y aun, a esta última calentándole con el aliento la nuca.
Los primeros en notar esa “reconquista” han sido nuestros admirados —de los latinoamericanos— anglosajones. En los últimos años, medios del prestigio de las británicas The Economist o Financial Times, y norteamericanas como Wall ST. Journal, han publicado con la mayor contumacia un tipo de artículo, siempre idéntico a sí mismo, cuya intención quedaba ya expresada en un título con escasísimas variantes: The Conquistadors are back. Y bien que los autores habrían preferido que se quedaran en casa.
Este cuadro, potencialmente formidable, tiene, sin embargo, dos enemigos. El menor lo encarna una obra que sería ridícula si no contara con amplios medios para el fraude, de un mexicano de origen centroeuropeo, Illa Stavans, al que El País de Madrid, poco avisado, le ha dado ya tribuna dos veces.
El citado profesor pugna desde una universidad norteamericana —¿dónde si no?— en dar cobertura académica a un complot, el llamado spanglish, en nombre del cual ha patrocinado la publicación de varias novelas y una sacrílega traducción del Quijote, con el propósito transparente de elevar a la categoría de modelo, es decir, de idioma, a un engendro contaminante en el que las señoras van a la “grosería” (grocery) y la gente se “llama p´atrás” (call back). El mayor, pero éste, sí, cuando es democrático, totalmente respetable, es el indigenismo ascendente que aspira a redefinir la imagen del y de lo latinoamericano, y que en la coyuntura cuenta con unas posibilidades de desarrollo muy especiales, porque desde 2010 la celebración de los bicentenarios de las independencias latinoamericanas constituirá para la agitación antiespañola una atalaya mejor aún que la del Quinto Centenario (1992), porque entonces el indígena sólo se desperezaba.
Y el hecho de que el indio americano no tenga motivo para proclamarse especialmente satisfecho por la conmemoración, porque esa guerra no fue él quien la ganó sino el criollo, aún le es más favorable porque las élites blancas para evitarse problemas tronarán todo lo necesario contra conquista y colonización con el objeto de demostrar que a indigenismo no le gana nadie. ¿Tiene España respuesta a lo que pueda significar políticamente esta nueva América Latina? Si existe se halla en el trato que se sepa darle a la inmigración latinoamericana.
Una vez escribí, con lo que pretendía ser ironía autocrítica, que los españoles fueron a América a explotar una mano de obra virtualmente gratuita por derecho de conquista, y que sería absurdo que no aprovecharan hoy la circunstancia de que, a los cinco siglos de aquel viaje, los descendientes de esa misma fuerza de trabajo acudieran a cientos de miles a la Península Ibérica para que allí se les siguiera explotando. La única política ante el problema es, pues, la de arbitrar canales legales para que las necesidades en mano de obra de España que, pese a la crisis económica seguirán siendo considerables, se surtan muy principalmente de los inmigrantes de lengua española, de forma que éstos puedan convertirse, si lo desean y a la mayor brevedad posible, en ciudadanos españoles de pleno derecho. Por ello, la mejor contestación al antiespañolismo de gobernantes, como el venezolano Hugo Chávez y adláteres, seguramente comprensible, pero indeseable si la comunidad de naciones de lengua española ha de tener algún futuro, será que en breve plazo existan varios millones de españoles de tez andina y porte caribeño instalados en la relevancia social y la representatividad política en la España del siglo XXI.
Ese podría ser el nuevo “´imperio español”´, construido simultáneamente a ambos lados del Atlántico, en una doble “reconquista”; en América por los peninsulares que fueran capaces de contribuir a la creación de riqueza para todos, aunque con un beneficio propio, ¿por qué no?, y en España por aquellos americanos que emigraron y como decía Eduardo Caballero, pudieran un día sentir que no sólo llegaban sino que “regresaban”. Esto sería así si algún día se hiciera verdad una aspiración probablemente utópica, pero cargada de posibilidades: que España fuese a la vez todo y parte. Como el todo, que encarnase la idea de una casa común para los hablantes de la lengua castellana, materna o adquirida; y como la parte, que fuese España “provincia de sí misma”, al igual que haría de España una provincia colombiana, mexicana, venezolana etc., a las que los que, con derecho a ello, quisieran irse sumando.
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