jueves, agosto 28, 2008

Miguel Martinez, Hacer -o no hacer- lo que toca

jueves 28 de agosto de 2008
Hacer –o no hacer- lo que toca

Miguel Martínez

A NDABA quien les escribe paseando a su perrita, cuando reparó en la presencia de un chaval, de unos diecisiete o dieciocho años, con los auriculares de su mp3 a volumen solidario –para que lo escuchara todo el barrio-, también paseando a un chucho. Me llamó la atención una especie de bolsito con forma de hueso que llevaba colgado del asa de la correa con el que el perro iba sujeto, y de la que sobresalía una bolsita de plástico para recoger las deposiciones del animal. Un servidor consideró muy práctico el ingenio portabolsas, habida cuenta de las ocasiones en las que, en ausencia de kleenex o de la socorrida bolsa de Mercadona doblada en el bolsillo por si se diera el caso de deyección imprevista, este columnista ha tenido que improvisar algo con lo que recoger las cacas de su perrita, ora con hojas de árboles, ora con el papel resultante de destrozar el paquete de tabaco –con el consiguiente desbarajuste de cigarrillos sueltos por los bolsillos de la camisa-, ora con el concurso de varias tarjetas de visita, hábilmente dobladas y dispuestas para formar un recogedor de emergencia, y todo tipo de cachivaches artesanales que los humanos fabricamos de forma espontánea cuando nos vemos en semejante apuro.

Pasó por la cabeza de un servidor preguntarle al chaval –por mor de esa complicidad que se genera entre los paseantes de perros- dónde había adquirido tal artilugio, pero frené en seco la idea al ver que el animal aproximaba al suelo sus cuartos traseros y procedía a evacuar lo que en otro tiempo fuera pienso perruno, por lo que cejé en mi intención de preguntar por aquello de no cortarle el rollo fisiológico al chucho. Tras siete u ocho segundos de apretón canino, ambos prosiguieron su camino sin detenerse a recoger la caca.

- Perdona, chaval –le indiqué-. Te olvidas de recoger la caca.

Me miró de arriba abajo y, sin mediar palabra, escupió al suelo, giró sobre sus talones y, acto seguido, los dos animales -el perro y el cerdo- deshicieron lo andado y traspusieron rumbo a la esquina, camino de su cochinera.

Les mentiría si les dijera que encajé el desaire y el desafío con resignación, pues lo que le pedía el cuerpo a un servidor era agarrar por la oreja al niñato y tironeársela hasta restregarle los hocicos sobre la deposición de su perro, sin otra intención –Dios me libre- que la pedagógica de recordarle su obligación cívica y legal de retirar de la vía pública lo que su perro evacuaba, pero tras contar hasta diez y repetirme compulsivamente lo de “ataraxia, Miguel, ataraxia”, conseguí aparentar cierta imperturbabilidad, le solté un “felicidades, chaval: tus padres estarán orgullosísimos de ti”, y logré circunscribir para mis adentros los gruesos calificativos dedicados al más alto de los dos animales, a su padre, a su madre, e incluso a toda su ascendencia difunta. En cualquier caso, gorrino y chucho siguieron su ruta sin girarse y sin mostrarse aludidos por mi irónica felicitación.

De vuelta a casa, pasé todo el camino recriminándome no haber hecho lo suficiente, diseñando la actuación perfecta encaminada a que al niñato le hubiera quedado claro que no cumplir con sus obligaciones le ocasiona consecuencias. Podría haberle amenazado con llamar a la policía si no recogía lo que debía, pero él podría haberse ido antes de que llegaran los guardias, en cuyo caso me hubiese obligado a retenerlo –no tenía media bofetada- y en esa situación haber llegado a un enfrentamiento físico a todas luces desproporcionado en relación a la falta cometida; o podría haber facilitado la descripción de chucho y amo a la policía por teléfono; o podría haberlo seguido hasta su casa, lo que pudiera haber ocasionado un enfrentamiento con él, o quién sabe si con sus padres; o podría haber hecho un discreto seguimiento a cierta distancia para, una vez verificado el domicilio, volver al lugar de la deyección, recogerla con la bolsa de Mercadona –ésta vez sí la llevaba- y dejársela en el buzón con una notita: “Esto es de su perro. Hoy lo he recogido yo. Otro día, por favor, hágalo usted”, a ver si de esta manera el chaval se llevaba, al menos, una regañina; pues se supone que si lleva colgado de la cadena el chisme dispensador de bolsas, es porque alguien en su unidad familiar sí las recoge.

Y es entonces cuando a uno le viene a la cabeza el pobre Jesús Neira, que se debate entre la vida y la muerte por ayudar a una mujer que estaba siendo maltratada por su pareja, o José Luis Pérez Barroso, el señor de Esparraguera que murió tras ser golpeado por tres menores a los que, según parece, recriminó alguna gamberrada.

Y no es que fuera el miedo lo que impidió que un servidor no fuese más allá con el cochino del perro, que ya les digo que aquel criajo era un alfeñique que no tenía ni media guantada, fue la comodidad de no implicarse en las responsabilidades de otros, la pereza de sacar el móvil y llamar a la policía, la fatiga de pensar en tener que relatar por teléfono lo que había ocurrido, el imaginar que suficiente trabajo tendría la poli con cosas realmente importantes como para darles más faena con minucias y la desgana de entrar en un previsible enfrentamiento… Excusas, en definitiva.

Total, que el que no recogió la caca se fue a su casa tan pancho mientras que un servidor se llevó toda la mañana dándole a la cabeza por lo que hizo el chaval y por lo que no hizo quien les escribe.

Desde luego que si servidor de ustedes vuelve a ver por el barrio a ese niñato paseando al perro, pienso seguirlo, esperar a que el animal haga sus cosas y ocuparme de que su amo las recoja, aunque me cueste perder media mañana y alguna que otra complicación, porque, si no, como me está ocurriendo ahora, me lo voy a estar reprochando durante todo el día. Además, se lo debo –se lo debemos todos- a Jesús Neira y a José Luís Barroso. Suerte al primero y mis condolencias a los seres queridos del segundo. Ellos sí hicieron lo que tocaba.


http://www.miguelmartinezp.blogspot.com/

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