martes, agosto 26, 2008

Manuel de Prada, Invisibles

martes 26 de agosto de 2008
INVISIBLES

Unos científicos financiados por el Pentágono han logrado desarrollar por nanoingeniería –que no sabemos exactamente lo que es, pero que suena a ingeniería liliputiense, como la de esos atletas de la paciencia que levantan rascacielos con cerillas— un material que no absorbe ni refleja la luz. Cualquier objeto recubierto por él se torna invisible, o crea en quien lo contempla la ilusión óptica de haberse desvanecido. Los inventores del prodigio se han apresurado a aclarar –excusatio non petita...– que su experimento no tendrá aplicaciones bélicas; así que hemos de suponer que el Pentágono ha patrocinado la investigación para que los gordos puedan pasearse sin complejos en bañador, después de aplicarse una capita del material de marras en los michelines, como quien se aplica una crema bronceadora. Seguramente, la técnica desarrollada por estos científicos aún requiera muchos años de perfeccionamiento –o quizá tal perfeccionamiento nunca se logre–, pero entretanto la revista Science la ha divulgado a bombo y platillo, en una expresión más de esa tendencia sensacionalista que difumina las fronteras entre ciencia y especulación fantasiosa. Recuerdo que, hace algunos años, otra revista presuntamente científica nos informó que unos investigadores habían logrado teletransportar materia; pero todavía estamos esperando el día en que podamos desplazarnos al trabajo en un nanosegundo, evitando los atascos.

¿Quién no ha soñado en alguna ocasión con tornarse invisible? Enseguida nuestra imaginación calenturienta nos propone unas cuantas aplicaciones escabrosas o meramente lúdicas al invento: podríamos espiar los secretos de alcoba mejor custodiados, podríamos entrometernos en reuniones donde se discute el porvenir humano... o siquiera, más modestamente, en esas reuniones de amigos en las que sospechamos que se aprovecha nuestra ausencia para ponernos como chupa de dómine. También podríamos colarnos sin pagar en el cine, mangar en el supermercado sin temor a ser registrados por una cámara de seguridad, evitar encuentros indeseados, pasearnos desnudos entre la multitud... La aspiración de la invisibilidad aparece siempre asociada a nuestros pensamientos más turbios, o siquiera a una vocación gamberra o transgresora; también a un anhelo inconfesable de perdición: tarde o temprano, utilizaríamos la invisibilidad para delinquir, para conocer secretos que nos han sido vedados, para imponer nuestro dominio. Sobre esto ya reflexionaba Wells en su novela clásica, El hombre invisible.

Claro que, mientras aguardamos que estos científicos nos tornen invisibles, podemos seguir fingiendo que los demás lo son, sin necesidad de embadurnarlos de materiales diseñados por nanoingeniería. Una de las cosas que más me sorprendió cuando me vine de mi ciudad levítica a la gran capital es la habilidad desarrollada por la gente para mirar sin ver; habilidad que, en el tiempo transcurrido, se ha extendido también a provincias. Consiste en hacer como que la realidad circundante no nos inmuta; o, más exactamente, en hacer como que nada ocurre ante nuestros ojos. Hace algún tiempo, se divulgó con gran escándalo farisaico un vídeo en el que una muchacha era vapuleada en el metro por un orate mientras otro pasajero permanecía impertérrito; en realidad, aquel pasajero no se comportaba de modo distinto a como lo habríamos hecho la mayoría de nosotros, pero durante unas semanas se convirtió en el chivo expiatorio de un pecado colectivo. Las sociedades enfermas desarrollan mecanismos hipócritas de protección que les alivian la conciencia; y aquella especie de ordalía que se montó contra el pasajero pasivo, que no hizo sino poner a prueba una habilidad adquirida, fue una expresión altisonante de tales mecanismos. Pero existen otras menos paroxísticas, más –digámoslo así— sosegadas y benevolentes, con ese grado de sosiego y benevolencia que requiere el cinismo: una de las más cultivadas en nuestra época es la que podríamos llamar «caridad de lejanías», que a veces propicia auténticas orgías solidarias, consistente en apiadarse de las calamidades que suceden extramuros del atlas, allá donde siempre hay un tsunami o hambruna que estimule nuestra piedad profiláctica, mientras fingimos no enterarnos de la calamidad que aflige a nuestro prójimo más próximo, convertido por arte de birlibirloque en invisible.

Definitivamente, no hacen falta avances científicos para lograr la invisibilidad del mundo circundante. Basta con reprimir la piedad, o en dirigirla por elevación hacia la estratosfera; habilidad que nuestra época ha logrado sin patrocinios del Pentágono.

http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=3387&id_firma=6851

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