viernes 1 de agosto de 2080
El Quiosco
Carmen Planchuelo
L A ilusión de María, desde que era niña, fue dar clase, ser maestra. En sus años más jóvenes su modelo fue la señorita Adela que en su pequeña escuelita recogía a un grupo de niños que en verano tenían que “recuperar”. En realidad más que eso, la escuelita de la señorita Adela era el lugar donde los padres depositaban a sus retoños con la confianza de que no sólo estaban recogidos de los peligros de la calle y que así no olvidarían lo trabajosamente aprendido durante el curso, sino que también incrementarían sus pequeños saberes.
El tiempo pasó y con el la escuelita de la señorita Adela fue quedando en lo más lejano de sus recuerdos infantiles. Su paso por el instituto no hizo más que incrementar su admiración por la profesión docente y por don Antonio que con su sentido de la disciplina bien entendida y su manera hábil de estimular las ganas de aprender de sus alumnos, se convirtió en su nueva luminaria. María estaba destinada a ir a la universidad, para sus padres era un autentico reto – reto posible- aportar la primera universitaria a una familia que desde tiempo inmemorial se había ganado la vida vendiendo periódicos.
En el quiosco que poseían sus padres, María había aprendido a conocer el mundo. A lo largo de los años el quiosco se había transformado. De ser una pequeña caseta, graciosa, airosa y bonita que sólo albergaba periódicos, revistas y novelas rosa o del oeste, se había convertido en un pequeño cosmos en el que a la venta de productos tradicionales, se habían ido incorporando todo aquello que los editores consideraban que aportaban mayor atractivo a periódicos y revistas. Al parecer aquellos complementos, incrementaban las ventas.
En el quiosco María leyó las novelas clásicas en colecciones encuadernadas en falsa piel y cantos dorados, también las de nueva hornada que lucían en sus cubiertas escenas de películas. Consultó mapas, atlas y guías de todo el mundo. Con el paso del tiempo, por supuesto videos y discos primero y DVDs, más tarde, convivieron con la producción en papel y a su vez todo tipo de juguetes (¡Mariquita Pérez en miniatura!), muestras de perfumes y cosméticos, indumentarias playeras como pareos, bolsas, sandalias, tomaron por asalto alegremente el pequeño espacio del no menos pequeño quisco.
Sobre todas estas cosas meditaba María cuando al rayar la noche veraniega, iba recogiendo los mil cachivaches que rodeaban el quiosco. Había sido un día largo, larguísimo, en realidad lo eran todos. Al amanecer tenía que recoger la prensa diaria, luego ir abriendo paquetes, colocar todo lo nuevo a la vista, retirar lo caduco, leer los titulares de prensa. Dedicar un tiempo a estar al día de lo que ocurría en el mundo, era para ella vital y la parte intelectual en su trabajo. Gracias a ello podía comentar con sus clientes la actualidad y también opinar sobre libros, discos, películas.
María había llegado a ir a la universidad pero en tercero de carrera, su vida de hija única, mimada y razonablemente acomodada, dio un brusco giro con la muerte de su padre y como su pobre madre fue incapaz de hacerse cargo del negocio de la mañana a la noche, María dejo de asistir a la universidad y se convirtió en la quiosquera más joven de la calle. En los últimos tiempos no sólo la más joven, también la única pues los otros dos quiscos echaron el cierre cuando sus dueños llegaron a la edad de la jubilación. A María le dio pena que estos restos de su infancia y primera juventud fueran despareciendo pero sin embargo, económicamente, se benefició de los cierres. A sus clientes de toda la vida (fieles al padre y luego a la hija) que ella conoció desde que era tan pequeña como un ratoncillo, se unieron los huérfanos de los desaparecidos y con ello su horizonte social se abrió.
Al principio renunciar a sus sueños de ser profesora de universidad, su meta, le dolió. Tantos años pensando en su futuro docente, tantas ilusiones puestas y de repente todo volatilizado por una maldita angina de pecho. Sin embarco, como Maria era positiva y fuerte, pronto otras ilusiones surgieron en su joven vida. El quisco como si fuera una bailarina de harén, fue mostrando sus secretos encantos uno a uno. Primero María descubrió que allí metida, cerquita de la estufa en invierno o del ventilador en verano, podía gozar de un espacio de intimidad y soledad que le permitía dedicarse a sus propias cosas, ajenas a la venta. Que dejara de asistir a la universidad como alumna presencial, no tenia que suponer que dejara empantanada la carrera, simplemente María sustituyó las aulas por unos pocos metros en los que trabajar con su portátil, leer la bibliografía recomendada, hacer sus trabajos de clase. En lugar de acabar sus estudios a la vez que sus iniciales compañeros, ella lo dejó al albur de los tiempos y así la carrera no se convirtió en una obligación (grata, pero obligación), sino en un placer sin fecha de caducidad. No renunció a su meta profesional, simplemente la pospuso.
El quisco se llenó de música, suave, tenue pero constante. En lugar de los interminables programas radiofónicos de tertulianos rabiosos y reiterativos, a los que eran tan aficionado su padre, María se decantó por la música y con ella consiguió que su lugar de trabajo fuera mucho mas placentero. La musiquilla que se deslizaba entre periódicos y revistas, contribuía a atraer al personal a modo de flautista de Hamelin.
Para María, el quisco, también se convirtió en un estupendo punto de observación de la vida de su barrio, de su calle. Desde el pequeño mostrador, atestado de los periódicos del día, fue viendo y conociendo una cara distinta del entorno en el que había nacido pero del que sólo de una forma muy somera había sido parte. Como niña, se había relacionado con los críos de su edad que al igual que ella se convirtieron en adolescentes que soñaban con coger el autobús los fines de semana y “huír” a zonas más jóvenes y animadas de la ciudad. Sólo cuando se encontró al frente del negocio, empezó a descubrir y a sentir cierta curiosidad por gentes en las que apenas había reparado mientras sólo fue “la hija del señor Alfonso, el quiosquero” pero como quiosquera, ella misma, redescubrió la calle en la que durante veintitantos años había vivido tan lindamente.
El quiosco se encontraba en la única plaza de la zona, quizás por eso se había convertido en punto de encuentro. La gente, desde siempre, tenía la costumbre de citarse junto a él. Niños, parejas, madres charlatanas, jubilados y gentes solitarias, ocupaban los bancos cercanos pintados de un intenso color verde y situados, la mayor parte de ellos, bajo los castaños de indias y acacias casi centenarias. En primavera ambos se colmaban de flores y un suave olor se extendía por doquier. En otoño las “castañas locas” se convertían en el instrumento guerrero de los chavales del barrio. A diferencia de otras zonas de la ciudad, aun había pandillas de criaturas jugando en la plaza como si de la de un pequeño pueblo se tratara. La zona poco a poco había se había ido envejeciendo. Predominaban los ancianos: limpios, pulcros y de buen ver. Unos iban con sus parejas cogidos del brazo, otros también- del brazo- pero del cuidador de turno, alguno que otro sentado en su sillita que empujaba un joven venido de allende los mares. Aunque no muchas, no faltaban jóvenes familias herederas de los pisos de sus padres ya fallecidos. A pesar de ser una calle céntrica, por no ser muy larga, por conservar las tiendas de toda la vida y sus preciosos árboles, mantenía cierto ambiente familiar y provinciano.
En este mundo recoleto la llegada de población inmigrante fue lente y de baja intensidad. María recordaba que en su adolescencia, la nota exótica la aportaban las muchachas filipinas dedicadas al servicio doméstico. Con el tiempo, a estas delicadas flores asiáticas, se unieron gentes de otras procedencias: marroquíes, sudamericanos, algún que otro moreno cómo el ébano y con cuentagotas se puedo observar la llegada de alguna familia paquistaní. Sin embargo eran pocos y no generaban demasiado rechazo o al menos eso pensaba María en sus tiempos de “hija del señor Alfonso, el quiosquero”, pero desde que ella era la propietaria había descubierto que sus vecinos de calle no veían con ninguna simpatía esta mezcla de colores, indumentarias y lenguas. En la plaza eran frecuentes las peleas entre grupos de jóvenes latinos entre sí o de estos con los nacionales. Hasta la fecha la sangre no había llegado al río y el quisco no había sufrido ningún percance posiblemente porque la quiosquera se había hecho muy popular entre la juventud del barrio, sin distingos de etnias y costumbres, a los que regalaba discos y revistas de música, por eso era considerada una tía guay y se había ganado el respeto y aprecio para su persona y la inmunidad para su pequeña empresa.
María pensaba que el quiosco era como una atalaya desde la que ver la vida de los demás. Empezó a considerarlo como su particular observatorio. Uno de los primeros en caer en su campo de observación fue el guardia de seguridad de la Caja de Ahorros de la esquina. En un contexto de población que oscilaba entre los extremos de la edad, donde los treintañeros eran minoría y apenas si destacaba algún cuarentón de un buen pasar, el Vigilante de la Caja no sólo no pasaba desapercibido sino que era el foco de todas las miradas femeninas. Serio, firme y atento a cuanto pasaba en su entorno, el guardia de seguridad permanecía impasible bajo los fríos del invierno y los calores del verano. Las chiquillas de la calle se paseaban lo más cerca posible de su persona, mirándole disimuladamente y luego –algo más lejos- estallaban en risas. Apostaban a ver cual de ellas se atrevía de decirle “hola”. Su popularidad no era menor entre las madres, que mientras sus retoños correteaban en la plaza, charlaban animadamente sobre lo bueno que estaba el moreno de la Caja, lo bien que le sentaba el uniforme y algún que otro comentario relativo a sus intuidos atributos. Si el pobre muchacho hubiera oído los comentarios de las dicharacheras mujeres, seguramente hubiera perdido su impasibilidad de estatua y hubiera sentido arder las orejas. El era consciente de ser el blanco de tantas miradas provocadoras pero nunca se daba por aludido. Sólo sus inmensos ojos oscuros y el aletear de sus largas pestañas mostraban, al parpadear, alguna turbación.
María no sólo pensaba como las demás que era un tipo guapo y bien hecho, sino que además, y a diferencia de ellas, podía opinar también sobre su forma de ser. Al principio con timidez y luego mas abiertamente empezaron a charlar de sus propias vidas. Javier, que así se llamaba el vigilante, le contó que le gustaba su trabajo, que estar en la calle todos los días, o casi todos, en el mismo sitio, le permitía ir haciéndose una idea de cómo era la gente del lugar. “Mira –le dijo un día. Yo a veces me entretengo mirando a la gente e imaginándome como son sus vidas”. María, sorprendida, le dijo que ella también lo hacía, que ella se iba montando historietas en la cabeza y que luego, cuando iba conociendo a la gente, podía averiguar si se había equivocado, en que había acertado. Y así, con este tema y con otros que surgieron, fue naciendo una sincera amistad.
Javier se descubrió como un amante de la lectura de misterio, sobre todo de los comics de vampiros como los de Vampirella, Blade, Morbius y otros personajes de la noche. Todo lo que rodeaba lo oscuro, lo extraño y fantástico le gustaba. María siempre le guardaba lo nuevo que de este estilo iba llegando y le dejaba que lo leyera gratis y por supuesto, primero que nadie. Él, por su parte, antes de incorporarse al trabajo a primera hora de la mañana, le ayudaba con los paquetes más pesados y algunas noches la acompañaba a su casa. Javier encontró en María y su quisco el calor humano del que carecía desde que dejó su lejana tierra. Fue difícil pasar de vivir en un lugar donde todo era familiar y no había muchas posibilidades para las sorpresas, a hacerlo en uno en el que la masa te podía engullir y donde lo inesperado era el pan de cada día. Sin embargo no se arrepentía de haber cambiado de vida, de haber volado del terruño conocido que le estaba ahogando. ¿Sería eso la insularidad?... quizás. Maria fue su confidente, su apoyo en los momentos bajos y un día descubrió que los días que no tenia que trabajar la echaba de menos; y así como sin darse cuenta descubrió que la quiosquera se había vuelto para el la ilusión de todos los días, sí, igual que el cupón de la ONCE, sólo que una ilusión posible al alcance de la mano... siempre que la timidez se lo permitiera.
Por el quiosco se acercaba todo tipo de gente y como María se pasaba la vida en el, en muy poco tiempo supo que es lo que quería cada cual sin necesidad de escucharlo de sus labios. Nada mas ver acercarse a Sofía, preparaba el Vogue, Marie Claire, Elle y todas y cada una de las revistas de moda y traperío diverso pues la aspiración de la joven a era ser modelo de pasarela y si eso no era posible, dado que apenas llegaba al 1.65, era de natural redondita y no muy leve, al menos con tanta lectura llegaría a ser experta en moda, cosa que sin lugar a dudas estaba consiguiendo. Sofía llegaba al quiosco en busca de un futuro ilusionante que encontraba en las brillantes páginas del papel couche. Entre unas y otras, María introducía alguna sobre salud, pues la aspirante a modelo cada dos por tres decidía que la única forma de saltar a la pasarela era dejar de comer... así que de alguna manera María era su ángel tutelar. Con el tiempo nuestra fashionista, terminó sustituyendo a su madre en la mercería que junto con la “Peluquería y Centro de Belleza Mabel” eran los focos de reunión femenina de la calle.
Sin lugar a dudas la población que predominaba en la zona era la de los jubilados; la llamada Tercera Edad era amplia, abundante y variopinta: militares, funcionarios, obreros especializados, montones de amas de casa a las que la edad no impedía ser activas, vivarachas e inquietas. Daba gusto verlas perfectas desde el punto de la mañana, con sus bolsas de la compra, deteniéndose en los escaparates, charlando con alguna que otras vecina. A parte de las consabidas revistas “rosa”, de las que las féminas se declararon devotas, María también buscó y puso a la venta muchas publicaciones sobre lectura, manualidades y aficiones en general; de ello se beneficiaron directamente la ferretería de Don Dimas, la mercería de Mercedes, la madre de Sofía, y el pequeño taller de manualidades del Centro de Jubilados.
A lo único que se negó, a pesar de la ingente demanda, fue a vender “chuches”, para nada iba a hacerle la competencia a la tiendecita de pipas, caramelos y chucherías varias que desde tiempo inmemorial se encontraba al comienzo de la calle. María recordaba aquellos tiempos lejanos en los que compraba pipas y cajitas de jalea roja y dulce (se relamía de sólo evocarla). La pipería ejercía también de peculiar biblioteca, era el lugar donde pequeños y grandes cambiaban cuentos unos y novelas del oeste otros. Hubo un tiempo en que los chicles Bazooca y las pipas Facundo convivían tranquilamente con El Capitán Trueno, Florita, Tamar, Mary Noticas a los que se unían la prensa diaria, las revistas semanales y tostadas barras de pan. María jamás la consideró como “competencia” sino cómo algo más que enriquecía la vida de la calle. Eran muchos los momentos felices que ella tenía asociados a la tiendecita de Victoria, en la que ya no se intercambiaban cuentos y novelas y de la que habían desaparecido los héroes de su infancia, ahora sustituidos por otros que a ella no le decían gran cosa.
Cuando María tomó, precipitadamente, las riendas del negocio familiar, se encontró con múltiples problemas, quizás no muy importantes pero sí con dudas, incertidumbres, inseguridades. Le costaba relacionarse con los proveedores, a veces con ciertos clientes, más de una vez descubrió que sin saber como y por supuesto quien, le habían desaparecido productos “tentadores”. Quizás porque María despertaba ternura entre sus vecinos de calle, la mayor parte la habían visto crecer, contó con la ayuda y apoyo de toda la comunidad vecinal sobre la que destacaban Don Manuel y su hermano Zacarías. Curiosamente a pesar de pertenecer ambos al mismo estamento social, en la calle desde siempre fueron vistos de forma diferente, tratados con mucho respeto los dos pero a Manuel nadie le apeaba el Don y en cambio a Zacarías nadie se lo adjudicaba. Los hermanos vivían en el mismo inmueble- propiedad familiar- pero en pisos distintos.
Don Manuel merece unas líneas de más pues forma parte de ese mundo que si bien no está en extinción (¿o si?) podemos considerar minoritario. Era todo un caballero español y además iba de ello. Palabras como España, patria, honor, respeto y orden trufaban su vocabulario. Todas las mañanas puntual cómo el reloj de la iglesia, aparecía por el quiosco en busca de “sus” periódicos. Limpio, impoluto y perfumado, con la raya del pantalón planchada casi a tiralíneas, las camisas siempre en perfecto estado de revista y el níveo pelo peinado hacía atrás, Don Manuel hacia su aparición a las once de la mañana, ya cayeran chuzos de punta o un sol vertical. Cada día con su mejor sonrisa o con el ceño fruncido María le veía acercarse dispuesto a hacerse con la prensa pero sobre todo con ganas de compartir un poco de su abundante tiempo libre con la quiosquera, a la cual veía como una joven a la que proteger pero también lo suficientemente preparada – a la par que paciente- para ser su contertulia y merecedora de compartir sus opiniones sobre el estado del mundo. ¿Y que opinaba nuestro amigo sobre el devenir de los tiempos?, pues según el todo iba de mal en peor. No se limitaba a perorar a tontas y a locas, todo lo contrarió. Cada idea, opinión o comentario estaba perfectamente documentado. Podía citar -sin equivocarse un pelo- lo que los periodistas mas respetados plasmaban en sus prestigiosas columnas, se sabía al dedillo los artículos de opinión; y como conservaba una envidiable memoria, cuando un político decía A y con la misma firmeza defendía B en un tiempo record, allí estaba nuestro buen amigo para recordar, a quien quisiera escucharle, como había ido cambiando el prócer de opinión, y ni corto ni perezoso se encargaba de hacérselo saber al resto de los ciudadanos. Escribir Cartas al director era su particular manera de hacer brillar la verdad de las cosas y desenmascarar a tanto Pinocho de carne y hueso. Era raro el acontecimiento de carácter local o nacional que no despertaba en él iras o aprobaciones, pocas cosas le dejaban indiferente. Era tremendamente respetuoso con quien mantuviera la misma actitud, en realidad estaba dispuesto a aceptar casi todo menos las faltas de corrección, los malos modos, el dar las cosas por supuestas. Amaba su barrio, su calle y lo único que lamentaba, y así lo hacía saber sin ningún disimulo, era lo que el llamaba la Babel vecinal.
Zacarías -su hermano del alma-representaba todo lo que él tenía como “plagas”: pendenciero y despilfarrador en la juventud, casado varias veces, infiel muchas más, padre de hijos de relaciones informales, ácrata convencido, ateo y además reacio a la letra impresa pero sin embargo noble, leal, seductor por naturaleza y un amigo, para su ordenado hermano, a prueba de todo como así se lo había demostrado desde la alocada y manchega niñez. Para él nada era absoluto y sí muy relativo menos el vivir bien y según los vientos soplaran. El se definía como un hombre “flexible,” su hermano sin embargo opinaba que simplemente era un tipo veleta y picaflores, cuando no un descerebrado.
Don Manuel y Zacarías, eran la cara y la cruz de la misma moneda, cosa ya patente desde que como potrillos dislocados corrían por las tierras de el Toboso. Entre tinajas de aceite y pellejos vino, sacos de harina de sus molinos, serones y secretos palomares, transcurrió su vida feliz y libre hasta que un aciago día el padre llegó a la conclusión de que los muchachos allí no tenían futuro. El campo cada vez daba menos de sí, las gentes andaban revueltas, apenas si había familias cómo ellos con las que relacionarse, y más tarde emparentar, y a ver con quien se iban a casar esos chicos... Después de analizar todas las posibilidades para una vida familiar mejor, se decidió por el traslado a la capital... y así fue como el existir desbocado de los adolescentes tocó a su fin. Colegio, instituto, comienzos de Universidad para Manuel, primera escapada de Zacarías a ver mundo y... la Guerra. Años inciertos, cambios de vida, proyectos truncados pero al final cada cual encontró su camino. Manuel, como pudo, terminó sus estudios, opositó, se casó casi a la vez, fue padre en tiempo record y ya fue siempre Don Manuel.
Zacarías cambió la tierra adentro por las llanuras del mar y fue el primer marino de la manchega familia. Entre viaje y viaje se casaba, se descasaba, se volvía a casar, se enamoraba de la primera que le sonría a llegar tierra. Cuando la vida activa terminó, ocupó definitivamente el piso que había sido de sus padres y si feliz había sido surcando los mares, feliz siguió siéndolo en su vida de secano, pues realmente era un hombre que como una de las heroínas de Andre Maurois “había nacido para ser feliz”. Melena al viento, buen color todo el año, descamisado por principio, pipa apagada, ofrecía una imagen simpática, familiar de marino en dique seco. Gozaba de las simpatías vecinales y si el “moreno de la Caja” tenía sus admiradoras (todas), él tampoco se podía quejar (y no lo hacía).
Cada uno, a su manera, tomó la responsabilidad de vigilar, en el mejor de los sentidos, a la joven quiosquera. Don Manuel le asesoró en todo lo que tuviera que ver con cuentas, permisos, trámites y Zacarías le enseñó como mantener a raya a los clientes que sólo ojeaban las publicaciones expuestas pero que no las adquirían. “Mira bonita, le dijo, esto es un negocio y aquí estás para vender y hacer unas perras, así que escucha que yo te enseño”... Otras veces le hablaba de sus viajes por el Golfo de Siam, el Mar de China, los tugurios de la antigua Indochina y las rutas que no por ser comerciales y modernas habían perdido exotismo. El viejo marino revivía todo su pasado aventurero acodado en el mostrador del diminuto quiosco, mientras adquiría unas cuantas revistas de viajes, “para ver si las cosas siguen en su sitio” le comentaba a María guiñándole un ojo, entre National Geographic y Viajar siempre, y bien disimulada, se llevaba alguna revista una miaja picante.
Secretamente y en su interior, cada uno- con sus armas- deseaba ser el preferido de María pero ella que lo sabía, jamás hacia distingos ni era más encantadora con un uno que con otro. De forma caballerosa pero abierta, ambos ancianos coqueteaban con la quiosquera pues de alguna manera con ello se sentían “aún en circulación” y no relegados al rincón de las venerables reliquias. Era una especie de gimnasia sensual y sentimental como alguna vez definió Zacarías y que Maria aceptaba como un tierno homenaje a su persona aunque manteniendo una delicada frontera entre ella y sus amables admiradores. Doña Isabel le decía cuando iba a por el Hola “hija, no les animes que se embalan y luego les falla el corazón”. Las dos se reían y comentaban los pavos que eran –en general- los hombres, y lo provocativas que eran también algunas mujeres, puntualizaba Doña Isabel mirando con ojos censores a las camareras de la nueva terraza que alegremente enseñaban enjoyado ombligo y se movían con gracia manifiesta al sonido de la musiquilla caribeña del local.
Comencé este relato hablándoles de los sueños de la pequeña Maria: dar clase, enseñar a otros todo aquello que ella sabía y merecía la pena ser enseñado. Las pequeñas escuelita para los niños del barrio hacia tiempo que habían desaparecido sustituidas por “Centros de estudio y recuperación”. Dar clases en el instituto, según sus antiguos compañeros era lo más parecido a la guerra de guerrillas y en cuanto a ser profesora de universidad le quedaba a años luz pues estando fuera del circuito académico, por muy brillante que fuera, las posibilidades de conseguirlo eran muy remotas. Pero sin embargo latente, quizás dormido pero nunca muerto su deseo de enseñar permanecía agazapado en su interior. La vida da tantas vueltas, se decía que quizás un día encontraría la manera de “practicar” su primera (y única) vocación... y así fue.
Una mañana muy temprano, cuando Maria había ordenado ya los periódicos del día, la gitanilla del puesto flores- a la que siempre compraba alguna plantita para embellecer el quiosco- se le acercó para pedirle que por favor le leyera el papel que el guardia municipal le acababa de entregar, que ella “de cuentas sí sabía y de flores también pero que de letras “ná”, “que ella era muy legal, que su marido le había sacado todos los papeles pero que como ahora no estaba pues que a ver como se enteraba ella de lo que el maldito papel decía”. María se sintió tocada por la dulce mano de la señorita Adela y ante sí vio la primera de las muchas alumnas con que la suerte había decidido premiarla.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4757
viernes, agosto 01, 2008
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3 comentarios:
Hola, Carmen. Soy Francisco Planchuelo (Valencia). He leído tu relato y me ha gustado mucho. ¡Escritora!
Un abrazo.
Hola Carmen,
me gustaría saber si es usted la Carmen Planchuelo que fue redactora jefa de Marie Claire.
Gracias.
hola Carmen! me gusta como escribes! Te he4 seguido desde Marie Claire. ¿donde escribes ahora? Muchas gracias y Un saludo.Carmen Conde
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