lunes 3 de marzo de 2008
Inglis pitinglis
La mayoría de los niños de mi generación estudió inglés en la escuela, que ya se había impuesto como idioma utilitario; pero la mayoría de las escuelas de la época, quizá porque no sabían qué hacer con sus profesores de francés, seguía brindando al estudiante la posibilidad de elegir el «idioma de la diplomacia». Sor Amor, mi profesora de francés, era una monja ensoñadora y afable, de preciosos ojos glaucos. En las clases de sor Amor recuerdo que llegamos a leer Eugenia Grandet, la novela de aquel titán de la pluma llamado Balzac. Aunque mi expresión oral en francés siempre ha sido más bien menesterosa y grimosilla, llegué a adquirir cierta habilidad en su lectura; y soy de los que pueden presumir de haber frecuentado a Baudelaire, Verlaine y Rimbaud sin intermediarios (no así a Proust, mi escritor dilecto, a quien aprendí a amar en la traducción de Salinas, porque el original se me atragantaba).
El inglés lo aprendí en clases particulares, primero con un negrito de Sierra Leona llamado Willie que aterrizó en mi ciudad levítica cuando en mi ciudad levítica sólo sabíamos de la existencia de los negros por las películas de Tarzán; más tarde con un zamorano laborioso llamado Benjamín que había emigrado a Londres en su juventud y que con los ahorrillos de media vida montó una academia de idiomas. De Willie recuerdo su rostro risueño (o tal vez la impresión risueña se la transmitiese a su rostro una dentadura que parecía el teclado de un piano sin teclas bemoles) y también las malas pulgas que se gastaba: si montábamos gresca en clase, nos sacudía unos regletazos en los nudillos que nos dejaban tiritando. Benjamín era mucho más bonancible y sufrido, y gastaba unas gafas muy prolijas de dioptrías, gafas de culo de vaso que le transmitían un aire de hurón somnoliento que luego desmentía su incesante laboriosidad. Con Benjamín, al que apodábamos el Tícher, aprendí los secretos de la gramática inglesa; pero tampoco llegué a soltarme verbalmente, porque ya se sabe que para llegar a hablar un idioma hay que pensar en ese idioma, y mi pensamiento siempre ha sido muy hispánico, casi cazurro de tan hispánico. Sospecho que esta lealtad de los españoles a los mecanismos mentales que impone nuestro idioma es la razón de nuestra proverbial dificultad para las lenguas foráneas. Si los apóstoles hubiesen sido españoles, el Espíritu Santo se habría declarado en huelga el día de Pentecostés.
Pero, aunque no hablaba una pija en inglés, había llegado a captar el soniquete del idioma, lo cual me permitía fingir con bastante verosimilitud las letras de las canciones de moda. Esto de cantar las canciones en inglés con una letra inventada, una logomaquia de palabras absurdas disfrazadas por un tonillo como de tío que masca chicle a la vez que hace gárgaras, es uno de los «referentes emblemáticos» de mi adolescencia. ¿Quién no ha entrado en una discoteca y se ha puesto a cantar la canción que suena a toda pastilla en un inglis pitinglis macarrónico y demencial? Yo, por ejemplo, fui un fan devotísimo de Michael Jackson, pero jamás se me ocurrió aprenderme la letra de sus canciones; escuchaba los primeros acordes de Thriller y soltaba, enardecido: «Aquechu zriler, zriler bai, chumorrou in de mornin, güen de pipol in de nait», o cualquier otra sandez que se me ocurriera en ese momento, y la verdad es que daba el pego. Sospecho que los amigos de mi pandilla hacían lo propio; y me atrevería a afirmar que eso mismo hacían en otras pandillas. Ahora todos vamos de modernillos y de políglotas, pero el único idioma extranjero que de verdad hemos manejado con soltura y fluidez es el inglis pitinglis de discoteca.
Hay una secuencia desternillante en Bienvenido, Mister Marshall, en la que, ante la llegada inminente de los americanos a Villar del Río, el alcalde interpretado por Pepe Isbert sueña que es el héroe de una película de vaqueros y habla en un inglis pitinglis superferolítico y magistral. Juraría que es el mismo idioma en el que hablan los políticos españoles cuando posan, sonrientes y orgullosísimos, con sus homólogos de otros países; y los homólogos asienten y también sonríen, señal inequívoca de que el inglis pitinglis es un idioma universal.
http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=2887&id_firma=5631
lunes, marzo 03, 2008
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