jueves, abril 20, 2006

La ilusionada llegada de un nuevo ser

viernes 21 de abril de 2006
La ilusionada llegada de un nuevo ser
Félix Arbolí
L A llegada de Maria Jesús, nos tenía enormemente ilusionados, como a todos los padres que esperan el nacimiento de un nuevo hijo, aunque no fuera el primero y único del matrimonio. Siempre es un acontecimiento que llena por completo nuestras vidas a base de proyectos, sueños y esperanzas. Pasaba exactamente igual que con la de sus hermanos Félix Juan y Maribel. Cada hijo ocupa un lugar en nuestros sentimientos y prioridades sin que ninguno pueda traspasar los límites en detrimento de los que corresponden a los otros. Aunque reconozcamos los posibles errores, egoísmos y carencias de cada uno de ellos, sus vicios y virtudes o su particular manera de ser y comportarse, no lo tenemos en cuenta a la hora de demostrarle nuestro cariño y ofrecerle nuestra ayuda o consejo, según demande la circunstancia de cada instante. Un hijo es parte esencial de nuestra propia vida y nada ni nadie, ningún hecho o causa puede alterar esa autenticidad, aunque tengamos claros en cada caso las particularidades de cada uno. Es algo íntimo y al mismo tiempo natural que no se puede alterar bajo ningún concepto. Era raro el día que no incrementábamos su vestuario, comprábamos nuevos peluches e íbamos adquiriendo esos detalles más o menos útiles que se guardan ante la llegada de un nuevo ser, aunque la mayoría no sirvan realmente para nada. Todo estaba dispuesto y preparado esperando el venturoso aterrizaje de la cigüeña con su preciada carga. Y al cumplirse el tiempo habitual, sin dilaciones ni adelantamientos, se presentó el momento tan ansiado. Los preparativos y disposiciones anteriores al parto habían sido los normales. Sin complicaciones, ni indicios de que algo pudiera ir mal. Cogimos las bolsas donde habíamos ido guardando todo lo necesario y sin prisas, aunque con los clásicos nervios de todos los futuros padres, nos trasladamos a la clínica ya elegida. Los hermanos habían quedado al cuidado de una tía. Cuando llevaron a mi mujer al paritorio iba risueña y feliz, con esa expresión llena de ternura, amor y orgullo de toda madre ante la proeza que sabe va a realizar. El momento más importante en la vida de toda mujer. Yo no quise acompañarla en ese trance. Jamás había estado presente en el nacimiento de un hijo. Me ha parecido un momento tan íntimo, pudoroso y personal que no consideraba oportuna mi asistencia para verla envuelta en sangre, sudores y lágrimas y contemplar por primera vez a ese ser, parte entrañable de mi propia vida, cubierto con la viscosa placenta y ensangrentado. Aunque respeto a los que piensan de forma distinta. Incluso los admiro. Las horas de espera en tales trances se hacen interminables. Fumaba sin cesar. (Aún no había llegado esa famosa ley “velando celosamente” por nuestra salud). Cada cigarrillo no llegaba a consumirse hasta el final y era rápidamente reemplazado por otro. Jugada que nos gastan los nervios. Para colmo de impaciencias y contrariedades, se acabó el paquete y al no fumar nadie a mi alrededor, tuve que soportar la ansiedad por el parto y los efectos del “mono” tabaquero. Luego llegó lo inesperado. El fatídico instante que te comunican con extraños tecnicismos e incomprensibles explicaciones que el asunto no ha tenido un final feliz. La niña había nacido muerta, aunque el parto había sido normal en su gestación y desarrollo. No se apreciaba ninguna anormalidad, ni señal externa que justificara o diera a entender que algo había fallado. No quise verla, aunque me lo propusieron. Los que lo hicieron, me contaron que era una niña rubia, preciosa y con una expresión tranquila, como si en realidad durmiera plácidamente. Quedó toda la noche en la capillita de la clínica, envuelta en las ropas que debía haber lucido en vida. Fue espantoso el tremendo drama que tuvimos que soportar. Un nudo asfixiante y doloroso atenazaba nuestras gargantas con un llanto incontenible, aunque ambos pretendíamos infundirnos un ejemplo de valor y serenidad del que carecíamos. El silencio era angustioso, cortante. ---------------------------------------------------- Iba siguiendo al blanco coche fúnebre, que portaba esa diminuta caja en su interior y aún no podía comprender, ni hacerme una idea de la dura realidad. No era capaz ni de llorar. El trayecto hasta el cementerio fue extraño, trágico y desconcertante. Iba siguiendo al cadáver de una hija a la que no había tenido ocasión de conocer, besar, sentir sus llantos y gorgoritos, contemplar sus muecas, ni aún siquiera saber cómo era su rostro. Ignoraba todo lo referente a ese trozo de mi vida, que se había ido sin haber tenido la oportunidad de gozar un instante con sus mimos y caricias. Era consciente de que haberla visto, me hubiese supuesto mantener una imagen que no se me habría borrado jamás y me iba a estar atormentando el resto de mi existencia. Una simple tarjeta con una fecha y unas indicaciones sobre el lugar donde había sido enterrada, fue todo lo que me entregaron, nada más depositar el pequeño féretro en un hoyo y taparlo con esas paletadas de tierra removida en su entorno que al contacto con la madera de la caja producía un ruido seco y desagradable. Tremendamente duro y cruel. Daban la impresión de que al impactar sobre su caja, pudieran hacerle daño a ese diminuto ser. Cada puñado de tierra caída era como si un trozo de mi propia vida se enterraba y desaparecía en ese oscuro agujero. Aunque me mantenía quieto y aparentando serenidad intentaba disimular, sin conseguirlo, un agudo e inaguantable dolor que se escapaba por cada poro de mi destrozado cuerpo. . Al regreso, mis lágrimas rompieron en un profundo llanto al pensar que acababa de enterrar a una hija desconocida, que Dios me había arrebatado sin darle el más mínimo tiempo de asomarse a la vida. Una inocente criatura, ajena a todos los males de este mundo, que había pagado con su vida, aún antes de experimentarla, las injusticias del destino, emprendiendo un largo viaje hacía ese ignoto lugar donde dicen no hay dolores, ni alegrías, ilusiones y desengaños, ni amores y odios Y aunque sentía una pena muy profunda, algo en mi interior intentaba consolarme al considerar que había pasado a la eternidad sin conocer la maldad y el sufrimiento. ---------------------------------------------- Hoy al recordar esos instantes, inolvidables por supuesto, siento en lo más profundo de mis sentimientos la ausencia de esa hija tan esperada como desconocida que, aunque pasó sin detenerse por mi vida, dejó una huella imborrable. A veces pienso que debí tener el valor de darle un beso y un abrazo, de atreverme a verla muerta. Pero no quise hacerlo para evitar tener que vivir con la terrible y continua pesadilla de ver su rostro dominado por la muerte. Esa noche, estoy seguro, hubo exceso de rocío, pues fueron muchas las lágrimas que se escaparon para acompañarla en su solitario camino hacia el infinito. Un diminuto y brillante punto luminoso me pareció advertir esa noche acompañando a las estrellas.

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