miercoles 2 de noviembre de 2011
Animales de compañía, por Juan Manuel de Prada
Temblor
Qué habrá visto en un tipo tan atrabiliario, gruñón y desportillado como yo? Es lo que cada mañana me pregunto ante el espejo; y, a medida que pasan los días, mi asombro no hace sino crecer. La conocí hace algo más de tres años, cuando mi vida merodeaba los vertederos del hastío y el agostamiento espiritual: yo era un hombre íntimamente aplastado por el estigma de la derrota, tentado por el cinismo, la misantropía y la abulia. Solo el amor consolador de mi familia y la fe en un Dios que guardaba silencio me mantenían en pie: pero mantenerse en pie y echar a andar, aunque sea con muletas y renqueando, son cosas muy distintas; y yo había renunciado a andar, paralizado por la desconfianza, temeroso de despeñarme por un barranco.
Entonces ella me llamó un día, en pleno agostorro madrileño: trabajaba en un canal televisivo del que apenas había oído hablar; y pretendía que participase por la jeta en un programa de tertulia política. A mí el programa me importaba un ardite; pero ella me pareció divertida, chispeante, llena de ese ímpetu juvenil que no es arrogante ni estragador, sino cálido y vivificante; y escondía, entre su locuacidad tumultuosa y atolondrada, remansos de una sensibilidad en carne viva, magullada y a la vez risueña, en los que de buen grado me hubiese acurrucado.
Cuando miré el reloj, descubrí perplejo que llevaba casi una hora hablando con una completa desconocida; pero, extrañamente, aquella desconocida había sabido pulsar la nota secreta de un violín desvencijado (yo mismo) que ni siquiera quienes mejor me conocían habían sabido pulsar nunca. Noté, mientras la escuchaba, que mi sangre exhausta se levantaba de su sepultura; y que su locuacidad tumultuosa y atolondrada iba resquebrajando mi laconismo, que yo creía blindado contra sorpresas y sobresaltos. Inevitablemente, accedí a su petición; y me planté en aquella tertulia política que me importaba un ardite, por la curiosidad de conocerla.
La cortejé abruptamente, insensatamente, chapuceramente, como solo puede hacerlo un tímido que desconoce las maniobras del cortejo. Ella huyó al principio despavorida, como no podía ser de otro modo; pero algo debió de gratificarla en aquel osado patán que buscaba su compañía del modo más catastrófico concebible. Y un día inopinado accedió a tomar un café conmigo, a pasear conmigo, a tomarme de la mano: su locuacidad tumultuosa y atolondrada venció al hombre reducido a escombros que yo era por entonces; y de pronto me vi renacido por dentro, como lavado por un agua bautismal que arrastraba los detritos del cinismo, la misantropía y la abulia.
Y le enseñé mis heridas, que creía incurables; y, mientras se las enseñaba, noté -con incredulidad, con desconcierto, con alborozo- que habían empezado a cicatrizar; y también que el bálsamo que las curaba era la sangre de sus propias heridas, que también empezaban a cicatrizar al hermanarse con las mías. Cuando por fin me atreví a besarla, antes de que tomara un taxi en la Gran Vía, me sentí como debió de sentirse Lázaro después de abandonar la tumba: invulnerable, inmune a los estragos de la edad, habitado de una vida nueva que no se marchita.
Corrí a una iglesia, para dar gracias al Dios providente que había dejado de guardar silencio: porque, al besarla, había sentido que el ser divino temblaba dentro del ser querido, como escribió en cierta ocasión Victor Hugo; y aquel temblor me inundaba de una exultación inédita, como si ante mis ojos se hubiese descorrido el velo de un mundo desconocido. Y ese mundo me pertenecía por completo, y tenía toda la vida -toda la eternidad- para explorarlo.
Han pasado tres años desde entonces; y aquel temblor primero sigue dentro de mí, y dentro de ella, como un pájaro que aletea en su nido, ansioso de brindarse. Hemos pasado juntos algunas tribulaciones y muchas zozobras; hemos aprendido a amarnos también en nuestras miserias e imperfecciones, o sobre todo en nuestras miserias e imperfecciones; hemos vencido escollos y navegado juntos aguas turbulentas; y, como el amor nos llena de una intrepidez un tanto suicida, hasta hemos montado un programa de televisión juntos que hace nuestro amor más indestructible, porque las satisfacciones mayores del amor también se alimentan de penalidades. Y ahora un tipo tan atrabiliario, gruñón y desportillado como yo se une con ella para siempre; y su ímpetu juvenil, su sensibilidad en carne viva, su locuacidad tumultuosa y atolondrada, es la casa que habito, la casa en la que deseo morir y resucitar, la casa inundaba de temblor, con las luces encendidas y vibrantes, que exorciza la noche.
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miércoles, noviembre 02, 2011
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