lunes 21 de noviembre de 2011
Arenas movedizas
Carlos Herrera
En memoria del gran Joe
No era ni demasiado alto ni demasiado voluminoso para ser un Peso Pesado de la época, pero era un pegador sin contemplaciones. Joe Frazier soltaba su mano izquierda y podía agujerear el aire si era necesario, tumbar sobre la lona a cualquier orangután de los que proliferaban por los cuadriláteros de entonces, dejar seco al más pintado en un simple arrebato de fuerza. Ha muerto hace apenas un par de semanas de un cáncer de hígado a los sesenta y siete años y, aparentemente, en no buenas condiciones socioambientales. Da igual, eso ya importa poco. Para los aficionados al noble arte del boxeo, Frazier fue el hombre que hizo besar la lona al soberbio e incomparable Alí, hasta hacía poco Cassius Clay, el más grande boxeador que vieron los siglos, el bocazas abstruso que podía convertirse en un bailarín primoroso, el negro danzón que practicaba ballet entre las cuerdas, el provocador insaciable que hacía de una pelea una forma de arte. Frazier, que venía de derrotar a Jimmy Ellis por KO técnico, se enfrentó al Más Grande con la determinación de los campeones tozudos y venció después de una de esas peleas en las que, cuando acabas, te mandan directamente al hospital. Los que amamos el boxeo heroico y somos, por lo tanto, políticamente incorrectos, no podemos dejar de lado la épica de unos combates que están inscritos en lo mejor del género. Este que escribe este artículo tuvo la suerte de conocer en el velódromo de Mataró a los más grandes campeones españoles gracias a la mediación de los médicos de entonces: uno, el doctor Cardenal, padre de mi amigo Juanjo, y otro, mi propio padre, médico a su vez de boxeadores y aficionado irredento. Sé que es irracional, bárbaro, inconcebible… pero me sigue produciendo la misma fascinación que entonces, cuando de chaval conocía a aquellos hombres que se partían la cara en el ring y renunciaban a todo porque la nada era todo lo que tenían. He sido seguidor de Velázquez, de Perico, de Tony Ortiz, de Gómez Fouz, de Folledo, de Carrasco, de Pepe Durán (para mí, modestamente, el más grande, el hombre que se quedaba de pie en su esquina en los descansos), de Poli, de Castillejo, de todos. Y de Pepe Legrá, ese gran hombre que era un Clay en pequeñito. Los Pesos Pesados de todo lo que hubo antes de Tyson, esa bestia sin cintura, solo podían emocionar. Frazier era emoción, clase, barbaridad. Le quitó de en medio Foreman, que era un buen hombre, pero que no disponía de un mínimo de teatralidad, de donosura, de plástica. A Foreman se lo merendó Alí en aquella barbaridad africana llena de violencia y provocaciones poco después de haber disputado los dos combates restantes con Frazier. En el primero venció con dificultad en Nueva York, pero en el tercero, en Manila, se escribió la leyenda del boxeo moderno. En el asalto decimocuarto, el preparador de Frazier tiró la toalla cuando el resultado era incierto y ambos tenían los ojos literalmente cerrados por los golpes recibidos («Siéntate hijo, nadie olvidará lo que has hecho aquí esta noche»). No sabemos qué pudo haber ocurrido de haber acabado el combate. Venció Alí por abandono, pero quedó escrita la página más asombrosa del boxeo: «Fue lo más parecido a morir», dijo el campeón único, inmejorable, inimitable y chalado más grande que vieron los siglos.
Cuando muere un boxeador, es cuando evidenciamos que acaba de perder su gran combate. Joe Frazier firmaba algunos autógrafos y vivía en los altos de un gimnasio en el que se preparaban algunos boxeadores de segunda. El cáncer lo devoró con tanta rapidez como los golpes de los dos únicos púgiles que consiguieron vencerlo en vida: Foreman y Alí. Los que recordamos aquellos combates monumentales, a vida o muerte, a todo lo que da la máquina de la pelea, no podemos por menos que sentir una muerte menor en nuestro sentidero.
PD: Este domingo hay elecciones. Es un combate. Pero ni por asomo hay tanta clase. Que gane el mejor. ¡Segundos fuera!
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lunes, noviembre 21, 2011
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