martes 15 de noviembre de 2011
Animales de compañía, por Juan Manuel de Prada
De ayer a hoy
Taormina, en la costa oriental de Sicilia, a mitad de camino entre Messina y Catania, es el lugar más ajetreado de la isla. Hordas de turistas recorren su paseo principal, el corso Umberto I, en el que se amontonan las `tiendas de marca´, mezclados con la jet society siciliana, que aprovecha la tarde del domingo para aligerar la tarjeta de crédito. Al caer la noche, unos y otros se encaminan al aparcadero monstruoso de las afueras, como una vomitona de hormigón en la ladera de la montaña, donde los aguardan sus coches y autobuses; y Taormina recupera su aire recoleto, entre señorial y pueblerino, mientras los camareros de los restaurantes salen a la calle, en actitud aduladora o mendicante, y merodean a los turistas rezagados, tratando de llevarlos a su redil. Taormina es una de tantas localidades rurales italianas no excesivamente expoliadas por la voracidad urbanística que la pátina del tiempo ha tornado pintorescas: la conjunción de paisaje -un paisaje agreste, salpicado de villas que parecen diseñadas para componer églogas, con el Etna al fondo y el mar Jónico como una balsa iridiscente a los pies- y riqueza artística -con su basílica normanda y su teatro griego muy estudiadamente descangallado- es lo que el lenguaje cursi de los folletos denomina un `regalo para los sentidos´.
Pero lo que ha envuelto el nombre de Taormina en una aureola de glamour es el festival de cine, teatro y música que en ella se celebra, desde hace décadas, en los meses estivales. Por el festival de Taormina desfilaron en otro tiempo las estrellas más rutilantes del Olimpo cinematográfico, como se encarga de pregonar una pantalla gigante en una plaza de la localidad. En el corso Umberto I, un estudio fotográfico de larga tradición familiar exhibe retratos de algunos de sus visitantes más ilustres: en una foto, comparecen Vittorio de Sica, Tennessee Williams y Vittorio Gassman, muy relajadamente dandis y risueños, con trajes irreprochables que se amoldan a sus cuerpos como guantes; a su lado, Audrey Hepburn, rodeada de una multitud de curiosos, luce un modelo de Givenchy y una sonrisa que llena el objetivo de la cámara; en otra, Cary Grant, de esmoquin (pero el esmoquin en Cary Grant es como su segunda piel), bromea con una Sofia Loren imperial y exuberante (pero la imperial exuberancia en Sofia Loren es como su primera piel); una Ingrid Bergmann aristocrática, en vestido de noche, se tapa los hombros con una esclavina de armiño... y así sucesivamente. Para explicarse la subyugación que sobre nuestros padres y abuelos (como sobre nosotros mismos) ejercían las películas de antaño no hace falta sino reparar en la belleza y apostura de quienes las protagonizaban, en su elegancia relajada y olímpica, propia de dioses en día de asueto que se bajan de la nube o el pedestal para darse un garbeo entre los mortales.
Por pudor o caridad, el estudio fotográfico del corso Umberto I no incluye en su colección retratos de las estrellas cinematográficas de hogaño, que cada verano siguen desfilando por Taormina. Pero el paseante curioso puede encontrarlas retratadas en las paredes de los establecimientos del lugar, posando desenfadadamente junto a sus dueños. En un bar donde sirven unas gratinas suculentas, el viajero sorprende un retrato de Joseph Fiennes (o tal vez sea Ralph), con un niqui azulón que parece comprado en el rastro y el pelo rapado al cero (ardid propio del alopécico vergonzante); tiene un aspecto como de limpiabotas graciosete y zascandil. A su lado, Antonio Banderas y Michael Douglas, en mangas de camisa, flanquean al dueño del bar, que confianzudamente les echa los brazos sobre los hombros: nuestro compatriota tiene un aire como de guía locuaz y picarón de una excursión de señoras jamonas; y Michael Douglas parece en plena erupción de almorranas o cura de desintoxicación etílica, con la mirada vidriosa y el mentón desencajado. Ni siquiera el veterano Robert Duvall logra desprenderse de ese tufillo gastado, trivial y subalterno que impregna a las estrellas cinematográficas de hogaño; y en la foto que atestigua su presencia en Taormina no se distingue demasiado de los jubilatas de Wyoming que merodean las tiendas de souvenirs, aplastados por el aburrimiento y la artritis.
Pensar que estos tipos anodinos son los sucesores de aquellos otros que imantaban el aire en su derredor nos permite entender el ocaso del cine. Si Taormina se empeña en seguir brindándoles cobijo, acabará provocando las iras del Etna.
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martes, noviembre 15, 2011
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