jueves, noviembre 03, 2011

Emilio Campmany, 1946-1950, Francia juega sus cartas

jueves 3 de noviembre de 2011

LA GUERRA FRÍA


1946-1950: Francia juega sus cartas

Por Emilio Campmany

Francia fue derrotada en 1940 por su eterno enemigo. En seis semanas, sin apenas oponer resistencia. Su derecha pactó con los nazis y dio a luz un régimen, el de Vichy, que nada tenía que envidiar a la Italia fascista. La mayoría de los franceses se acomodaron a la nueva situación. Sólo unos pocos, capitaneados por Charles de Gaulle, mantuvieron la ficción de que Francia no se había rendido y de que seguiría luchando desde el exilio.

Francia fue liberada por extranjeros, pero la apariencia sostenida por De Gaulle y los suyos permitió a éstos imponer la suposición de que Francia estuvo entre las potencias vencedoras. De modo que De Gaulle consiguió para su país el reconocimiento de ser un aliado más, el estatuto de gran potencia y un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, con su correspondiente derecho de veto.

Hasta el momento de su dimisión, en enero de 1946, De Gaulle trató de impulsar a la vez la recuperación de la economía y del prestigio franceses. Hasta cierto punto, ambas políticas eran contradictorias. Lo primero exigía ser extremadamente solícito con los norteamericanos, que habían de aportar los dólares de que tan necesitada estaba Francia. Y para lo segundo había que mostrar una altanería que casaba mal con andar mendigando millones de dólares. Sin embargo, había un punto donde ambas confluían. Ese punto era Alemania.

La cuestión alemana

Los intereses económicos de Francia exigían extraer del Ruhr y del resto de minas de Alemania Occidental cuantas materias primas fuera posible para ayudar a la reconstrucción del país, primordialmente en concepto de reparaciones. Luego, la política exterior de París, disfrazada de política de gran potencia, exigía mantener a Alemania todo lo débil que fuera posible para evitar su recuperación y que volviera, por tercera vez, a constituirse en un peligro para la propia Francia y para el resto del mundo. Así que fue al otro lado del Rin donde Francia se encontró a sí misma resolviendo parte de sus muchas carencias económicas y desarrollando su política de gran actor internacional.

Pero, a pesar de todo, la política de De Gaulle fue un fracaso. Stalin lo ninguneó cuando acudió al Kremlin, el 2 de diciembre de 1944. El georgiano sólo accedió al establecimiento de una zona de ocupación francesa en Alemania cuando obtuvo el compromiso anglo-norteamericano de que saldría de las zonas adjudicadas a británicos y estadounidenses. En el verano de 1945, los Tres Grandes (el que nunca se hablara de Cuatro denota el fracaso francés) no aceptaron a De Gaulle en Potsdam. Para colmo de males, los envíos de materia prima desde Alemania, por lo que fuera, no eran suficientemente cuantiosos.

Nada más comenzar el año 1946, De Gaulle dimitió; aunque lo hizo por otras razones.

El problema lo puso bien de relieve poco después el ministro de Asuntos Exteriores, Georges Bidault, en confesión al embajador norteamericano en Francia: "Soy consciente de que Francia es un país derrotado y de que nuestro sueño de restaurar su poder y gloria está en esta coyuntura completamente alejado de la realidad".


Los Tres Grandes y Francia

Desde luego, Francia era un país derrotado, pero tenía cartas que jugar. Eso sí, debía mostrar gran habilidad.

Por un lado, Gran Bretaña simpatizaba con la idea de que Francia volviera a ser una gran potencia. No es que Whitehall estuviera atiborrado de francófilos, sino que los británicos tenían sus motivos. Roosevelt había mostrado su firme voluntad de acabar con los imperios coloniales, a los que en parte responsabilizaba del conflicto recién terminado. Londres, como es lógico, quería conservar el suyo. París, que poseía un imperio colonial, era un obvio aliado para oponer alguna clase de resistencia a la política de Washington. Para Londres, bastaba abundar en la ficción de que Francia estaba entre los vencedores.

Sin embargo, la insistencia francesa en esquilmar a los alemanes, estuvieran o no legitimados para hacerlo, chocó con la oposición británica. Los ingleses, como los norteamericanos, acabaron queriendo una Alemania, si no totalmente recuperada, al menos capaz de plantear alguna resistencia a los soviéticos si éstos decidían invadir Europa. Pero lo primordial para los ingleses era que no podían seguir sosteniendo la economía de la zona de ocupación que les había correspondido por la sencilla razón de que no tenían dinero para hacerlo.

Washington podía haber sido relativamente comprensiva con las necesidades económicas de Francia. De hecho, el Plan Morgenthau, diseñado por el Departamento del Tesoro y consistente en convertir a Alemania en un país agrícola, habría gustado en París. Pero al final al otro lado del Atlántico se dieron cuenta de que tal plan habría matado de hambre a millones de alemanes. Además, no estaban dispuestos a dejar que Francia arrastrara a todos los aliados a cometer los mismos errores que se cometieron tras la Primera Guerra Mundial. Entonces, los franceses insistieron en cobrar todas las reparaciones. Los alemanes pagaron con préstamos norteamericanos. La exasperación que provocó en los alemanes el rigor con que fueron tratados tras Versalles llevó al poder a Hitler, y al final quienes se quedaron sin cobrar y con una nueva guerra que ganar fueron los estadounidenses. Es lógico que éstos no quisieran que se repitiera la historia.

Desde el punto de vista francés, el problema de la primera posguerra no obedecía a un exceso de rigor para con Alemania, sino a la ausencia del mismo. Pero no lograron convencer a sus aliados anglosajones.

La Unión Soviética compartía con Francia muchos intereses en lo relacionado con Alemania. Ambos querían resarcirse de sus pérdidas económicas cuanto fuera posible a costa de los alemanes y tenían un miedo atroz a que el gigante centroeuropeo se recuperara y los atacara de nuevo. Sin embargo, la soberbia algo abotargada del dirigente soviético y la falta de flexibilidad de la política exterior francesa impidieron que llegaran a acuerdo alguno. Stalin decidió que nada positivo cabía esperar del apoyo de un socio tan débil. Y luego los franceses no supieron ver, ni mucho menos exponer a los soviéticos, cuántos intereses comunes tenían en Alemania.

Así pues, la doble política francesa de explotar económicamente a Alemania para acelerar su recuperación económica y mantener a ésta débil militarmente no encontró eco entre los Tres Grandes. Dimitido De Gaulle, se imponía elaborar una nueva política exterior.


La revolución diplomática francesa

Los socialistas llevaban tiempo atacando la inflexible política exterior gaullista. Tras la dimisión del general, los gobiernos de coalición que se sucedieron trataron de imponer cierta flexibilidad, pero no supieron definir unos nuevos objetivos. Es decir, los problemas seguían siendo los mismos: la necesidad de contar con las materias primas alemanas para la recuperación, el temor a que Alemania volviera a ser fuerte y la imposibilidad de imponer los puntos de vista propios a los aliados por falta de poder militar y económico. Como dijo Bismarck de los italianos, Francia tenía mucha hambre, pero muy pocos dientes.

Con todo, las relaciones con los aliados anglosajones se fueron dulcificando. Por una parte, la política exterior francesa, sin renunciar a sus objetivos, se fue haciendo más amable, siquiera en las formas, con un Robert Schuman de modales menos bruscos. Por otra, los anglosajones, conforme iban siendo conscientes de las ambiciones de la Unión Soviética, sentían más necesario tener a los franceses de su lado, para presentar a los rusos un bloque occidental compacto, lo cual sólo sería posible dando a los galos satisfacción en algunas de sus exigencias.

El punto de inflexión llegó en 1948. Dos cosas ocurrieron ese año que supusieron dos tremendas bofetadas para París: en marzo, los rusos bloquearon Berlín; en junio, británicos y norteamericanos acordaron en Londres impulsar el nacimiento de lo que luego fue la República Federal de Alemania.

El bloqueo de Berlín representó para París el temor al resurgimiento del nacionalismo alemán, mucho más peligroso si contara con la simpatía de las dos grandes potencias anglosajonas. La creación de una Alemania occidentalizada –fruto de su división– implicaba el peligro de la emergencia de un gigante económico al que Francia no pudiera hacer frente.

No obstante, en el Quai d’Orsay supieron jugar sus cartas. El bloqueo de Berlín reflejó claramente que ya no habría entendimiento entre anglosajones y soviéticos. Francia tendría que estar en el lado occidental, pero podría obtener algún precio por su lealtad. Alemania Federal sería un rival económico formidable, y podría llegar a serlo también en lo militar, pero los estadounidenses y los británicos serían los primeros interesados en que se mantuviera en el mismo bando que Francia.

Luego, cuando Stalin se vio obligado a levantar el bloqueo y quiso plantear la posibilidad de una Alemania unida, militarmente débil y políticamente neutral, fue demasiado tarde. Podría haber contado con el apoyo de Francia para lograr ese objetivo en 1945 y 1946. Pero en 1949 Francia se había visto obligada a dar un giro de ciento ochenta grados a su estrategia. Europa Occidental era ya un bloque en el que había dos grandes naciones, Francia y la Alemania Federal. La única posibilidad que tenía París de conservar alguna influencia en el continente pasaba por convertir al viejo enemigo en estrecho aliado.

Esta nueva estrategia habría de tener un interesante padrino, los Estados Unidos. Para éstos, lo esencial era que la nueva Alemania fuera un valladar contra una posible invasión soviética. Que Francia se dispusiera a colaborar para que su nuevo aliado prosperara económicamente lo necesario era una magnífica noticia que Washington saludaría.

Los perdedores fueron los británicos, que por no querer oír las reclamaciones francesas acabaron empujando a éstos a abrazarse con los alemanes, lo que permitió a ambos hacerse con la supremacía en el continente. Es verdad que fue, y aún hoy es, una supremacía compartida, pero no deja de ser una supremacía. O sea, Londres dejó que ocurriera en la segunda mitad del siglo XX lo que había estado impidiendo desde los tiempos de Luis XIV y tras haber combatido media docena de guerras, empezando por las napoleónicas y terminando con las mundiales.

Con todo, este nuevo giro diplomático necesitó un ulterior impulso para cristalizar. En junio de 1950 estalló la Guerra de Corea. Pareció que comunismo y capitalismo iban finalmente a enfrentarse abiertamente a lo largo y ancho del mundo. Era necesario consolidar el bloque occidental. Francia intentó sellar su nueva amistad con Alemania con dos instrumentos nacidos en la cabeza de ese gran hombre que fue Jean Monnet: el Plan Schuman, que dio lugar a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, y el Plan Pleven, que tendría que haber dado a luz la Comunidad Europea de Defensa pero que fue vetado por la Asamblea Nacional francesa. Pero todo eso son ya otras historias.



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