lunes, septiembre 06, 2010

Manuel de Prada, El hombre que pintó al anticristo

lunes 6 de septiembre de 2010

Animales de compañía,

por Juan Manuel de Prada

EL HOMBRE QUE PINTÓ AL ANTICRISTO

Por tierras de la Toscana persigo la sombra de uno de mis pintores predilectos, Luca Signorelli, que solía firmar sus cuadros Luca de Cortona, orgulloso de la pequeña y hermosa ciudad en la que nació, allá por 1450, y en la que también habría de morir en 1523. Signorelli fue lo que hoy llamaríamos un «pintor provinciano»; pero no en el sentido más ultrajante de la expresión, sino en el más elevado y meritorio, que exige una elección vital a la vez gustosa y sacrificada. Después de hacer carrera en las ciudades más florecientes de la época, Signorelli decidió quedarse en su tierra, tal vez por apego a su familia y a los paisajes que nutrían su inspiración, tal vez porque pensó –con criterio reservón, pero atinadísimo– que es preferible ser cabeza de ratón antes que cola de león. Discípulo de Piero della Francesca, la pintura de Signorelli es más tumultuosa y agitada que la de su maestro, hasta el extremo de que Giorgio Vasari, en sus célebres Vidas de pintores, no vacila en señalarlo como gozne que explica la transición desde la pintura hierática del Quattrocento a la terribilità de Miguel Ángel. Vasari nos ha legado un retrato tal vez idealizado de nuestro pintor, como un hombre distinguido y brioso, lleno de esa bizarría que no se confunde con el engreimiento ni la infatuación; y, en verdad, este temperamento se trasluce en su pintura, que tiene una bravura desenvuelta, a veces casi caprichosamente barroca, que lo distancia de la sensibilidad predominante en la época, representada por sus coetáneos Botticelli, Ghirlandaio o Perugino.

Signorelli tal vez sea más imperfecto o excéntrico que todos ellos; pero también más dramático y borrascoso, más tentado por el `exceso´ o la invención peregrina, por las composiciones rebuscadas o infrecuentes, que hallarán su expresión más apabullante en los frescos que pintó para la capilla de San Brizio, en la catedral de Orvieto, entre los años 1499 y 1502, donde por fin pudo medirse con una empresa a la medida de su talento visionario. Se trataba de pintar una representación de las realidades últimas que rodearán la Parusía o segunda venida de Cristo, tal como se narran en el Apocalipsis, con el Juicio Final como asunto central. Existía una profusa tradición iconográfica al respecto, que Signorelli por supuesto conocía; pero, sobre el legado de la tradición, Signorelli se atrevió a introducir novedades que convierten esta capilla en una suerte de cataclismo donde las convenciones artísticas se trastornan y subvierten, hasta alcanzar nuevas cúspides de terrible y subyugadora expresividad. Signorelli pintó la resurrección de la carne como nunca nadie se habría atrevido a hacerlo antes, con algo de ensoñación primaveral y algo de fantasía macabra; pintó la condenación de los réprobos como nadie se había atrevido a hacerlo antes, envolviéndola en un pandemónium horripilante y abigarrado; pintó la dicha de los bienaventurados como nadie se había atrevido a hacerlo antes, haciendo resplandecer de lozanía sus cuerpos gloriosos; pero, sobre todo, se atrevió a pintar los signos aciagos que precederán a la Parusía con una vividez amedrentadora y desazonante que deja angustiado a quien los contempla. Y se atrevió, incluso, a pintar al mismísimo Anticristo, esa criatura maléfica que, al final de los tiempos, hará creer a muchos que se trata de un nuevo mesías, antes de desatar una persecución crudelísima contra los pocos fieles que para entonces queden. El cardenal Newman escribió que nadie se parecerá tanto al Hijo de Dios como este hombre de iniquidad que engañará «incluso a los elegidos» (Mc, 13, 23); y Signorelli, cuatro siglos antes, se atreve a pintarlo... con los mismos rasgos que la tradición iconográfica atribuye a Jesucristo, sólo que con la piel mucho más atezada, casi socarrada por el fuego del infierno, y acompañado por Satanás, que le susurra insidias al oído y le desliza amorosamente un brazo cómplice bajo el manto, en una escena que hiela la sangre en las venas.

El hombre que se atrevió a pintar de esta guisa al Anticristo habría de pagar cara su osadía. En 1502, a la vez que concluye los frescos de la capital de Orvieto, se declara en Cortona una peste que le arrebata en la flor de la edad a su único hijo varón, que se preparaba para ser pintor como su padre. Signorelli, que ya nunca volvería a pintar con el brío de antaño, muere veinte años más tarde; y sus restos, enterrados en la iglesia de San Francisco, en Cortona, serán luego extraviados para siempre, tal vez mezclados en una fosa común con los restos de otros enterramientos. Y es que nadie que se asome a las realidades últimas sale ileso, nadie que señala al Anticristo sale impune; sobre todo si, como Signorelli, desenmascara su efigie de falso mesías.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola