lunes 13 de septiembre de 2010
Animales de compañía, por Juan Manuel de Prada
ARTE POR EL ARTE
Creo que de joven hubiese defendido con uñas y dientes el «arte por el arte», el arte que se deleita y se regodea en su propia perfección, sin otro fin que exaltar la vanidad del propio artista y suscitar el pasmo de quien lo contempla. Lo hubiese defendido porque pensaba que un arte que aspira a algo más que a prestar una mera satisfacción estética es «arte pretencioso»; hoy, sin embargo, veo con claridad que el arte verdaderamente pretencioso es el que se ensimisma en sus `logros´, en su propia brillantez, convirtiéndose así en un arte coagulado, infecundo, al que no le resta otro destino sino pudrirse en los miasmas de su propio virtuosismo, como se acaban pudriendo las aguas de un estanque. Cada vez tengo más claro que el arte es un movimiento; y lo que define el movimiento –su razón de ser– es el `hacia dónde´, el horizonte que se propone alcanzar. Este movimiento que distingue el verdadero arte tiene, en último término, una vocación ascendente, un deseo de encumbrarse y volar alto, hacia la fuente de la que mana la Belleza (aunque a veces la búsqueda de esa Belleza puede, desde luego, propiciar movimientos descendentes que arrojan al artista a simas de oscuridad y desesperación); pero cuando falta ese movimiento el arte se tumora, se gangrena, se descompone con mayor o menor celeridad, porque le falta su sustento, su razón de ser. Esta tumoración es la calamidad que aflige en gran medida al arte contemporáneo, que se ha quedado sin esa razón de ser y sólo puede aspirar al aspaviento, mientras languidece entre los miasmas de su propia corrupción.
Me asaltaron estas reflexiones mientras visitaba la catedral de Siena, que es una de las más `impresionantes´ que jamás hayan sido erigidas por el hombre: causa pasmo su fachada, como un acantilado de mármol sobre la colina más alta de la ciudad; y causa mayor pasmo aún su interior, con tres naves en las que se hacinan los tesoros artísticos más preciosos, en una acumulación que las franjas de mármol blanco y negro hacen aún más sofocante. En su suelo, se suceden las figuras más diversas –sibilas, alegorías de las virtudes, escenas bíblicas–, taraceadas también en mármol; y, si el visitante alza la mirada hacia la bóveda, pintada de azul y sembrada de estrellas doradas, se tropieza, sobre la altísima arquería, con una hilera de bustos de los sucesivos papas que guiaron a la Iglesia desde su fundación, como un teatrillo de guillotinados. Hay, aquí y allá, capillas atiborradas de piezas artísticas esplendentes, como la llamada Biblioteca Piccolomini, decorada con unos frescos del Pinturicchio que narran la vida del pontífice Pío II. Todo el arte que se concentra en la catedral de Siena es soberbio, de una perfección que arrebata los sentidos; pero, a poco que uno se detenga a saborearlo, no tarda en padecer los síntomas del hartazgo: es un arte que empalaga, una plétora de arte pomposo que acaba provocando hastío, porque le falta ese movimiento –el `hacia dónde´– que constituye su razón de ser. El visitante no tarda en descubrir que a los hombres que construyeron esta catedral, antes que el propósito de adorar a Dios, los animaba el propósito megalómano de adorarse a sí mismos, de celebrar su prosperidad, de deleitarse en la perfección de sus capacidades artísticas; y este regodeo, que es hijo de la vanidad, los llevó a olvidarse del movimiento ascendente que nutre de sentido el arte religioso. Así, la catedral de Siena se convierte en una especie de tumoración hipertrófica del arte que, privado de su movimiento natural, se corrompe y sucumbe, víctima de su propia perfección, como testimonian las remesas de turistas armados de cámaras que por allí desfilan cada día, como podrían desfilar por las atracciones de un parque temático. El arte por el arte acaba engendrando, tarde o temprano, las semillas de su destrucción. Una vez concluida su vanidosa catedral, los sieneses proyectaron construir un megalómano «Duomo nuevo», del que la catedral que hoy contemplamos pasaría a formar parte, como mero transepto de una nave mucho mayor. Pero la epidemia de peste que azotó la ciudad en 1348, sumada a los problemas de cimentación con que se toparon los arquitectos, obligaron no sólo a parar las obras, sino a derribar algunas partes ya erigidas que amenazaban con desmoronarse. Este proyecto fallido, que en cierta manera rememora el episodio bíblico de la torre de Babel, es la mejor metáfora del destino que aguarda al arte que se deleita y se regodea en su propia perfección, extraviando su razón de ser: un destino de pudrición y acabamiento, como el de las aguas de un estanque.
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lunes, septiembre 13, 2010
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