sábado, septiembre 25, 2010

Ignacio Marina Grimau, La crisis de la nacion

Una "democracia" sin pueblo

La crisis de la nación

IGNACIO MARINA GRIMAU

24 de septiembre de 2010

De Pierre Manent, discípulo distinguido de Raymond Aron y catedrático del Centre de recherches politiques en Francia, ya se conocían en español su Historia del pensamiento liberal y su Curso de filosofía política. Su última obra, La razón de las naciones. Reflexiones sobre la democracia en Europa, publicada hace cuatro años por Gallimard, es un análisis esclarecedor de los derroteros que sigue la construcción de la UE, cada vez más polémica.

Y lo es por tres razones: la traición, más que olvido, de sus orígenes fundacionales; su conversión en una gobernanza en la que nada cuenta la soberanía de los Estados ni la representatividad de los ciudadanos, quienes se abstienen mayoritariamente en las elecciones al Parlamento europeo; y, por fin, la pretensión de aceptar en su seno, por mor de un proceso tan inacabable como insólito, naciones que nada tienen que ver con el Viejo Continente. Bien, pero ¿cuál es la razón última de esta tríada nefasta? Según Pierre Manent, el pavoroso fenómeno cifrado en “la desaparición, quizá el desmantelamiento, de la forma política que desde hace tantos siglos ha arropado el progreso del hombre europeo, a saber, la nación”.

Semejante acontecimiento no es un hecho baladí respecto al cual podamos permanecer indiferentes, tampoco una curiosidad para reflexión de eruditos, pues tiene graves implicaciones. Como recuerda el autor, “una forma política –la nación, la ciudad— no es una ligera indumentaria que uno puede ponerse y quitarse a voluntad y seguir siendo lo que es. Es ese Todo en el que todos los elementos de nuestra vida se unen y adquieren sentido”. Hasta tal punto es así que “si nuestra nación desapareciera de manera súbita y lo que lo mantiene unida se dispersara, cada uno de nosotros se convertiría al instante en un monstruo para sí mismo”. Esta reflexión de Pierre Manent recuerda a aquella que hiciera Charles Maurras en el sentido de que “la idea de nación no es una nebulosa; es la representación en términos abstractos de una realidad muy concreta. La nación es el más amplio de los círculos comunitarios que son (en lo temporal) sólidos y completos. Rompedla, y dejaréis desnudo al individuo. Perderá toda defensa, todo apoyo, todo concurso”.

Por supuesto, este fenómeno inimaginable cuando la construcción de Europa empezaba a dar sus primeros pasos después de la Segunda Guerra Mundial tiene un origen: el hecho de que esa “agencia humana central”,
radicada en Bruselas, se ha desvinculado de cualquier territorio o pueblo concreto y se afana en extender paulatinamente el área de “la pura democracia”. Una democracia vacía de contenido, “una democracia sin pueblo”, o lo que es lo mismo, “una gobernanza democrática muy respetuosa con los derechos humanos, pero desligada de cualquier deliberación colectiva”. Ésta es la versión europea del “imperio democrático”; la otra es la americana: Estados Unidos como nación guardiana de la democracia cuya máxima aspiración es, alimentada por la aversión a cualquier Estado-díscolo, “un mundo reunido en el que ninguna diferencia colectiva sea ya significativa”. Por lo tanto, huelga decirlo, el democratismo norteamericano nada tiene de inocente y supone una amenaza a la identidad de las naciones.

La primera versión del “imperio democrático” se empeña en la extensión indefinida de la “construcción europea”; la segunda, en la “mundialización democrática”, con el apoyo de algunos utopistas que, como el francés Philippe Nemo en ¿Qué es Occidente?, acarician la idea no ya de los EEUU de Europa sino de “una Unión Occidental que reuniera a Europa occidental, Norteamérica y [algunos] países occidentales”. Mal está la obsesión antiamericana, pero el de Nemo parece excesivo pro-americanismo. Ambas son dos realidades políticas contra la identidad nacional. ¿Por qué? Leamos lo que dice Manent: “Hace todavía poco tiempo, la idea democrática legitimaba y alimentaba el amor que cada pueblo experimenta naturalmente por sí mismo. En adelante se reprueba y desatiende ese amor en nombre de la democracia. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y cuál es el porvenir de la asociación humana si ningún grupo, ninguna comunión, ningún pueblo es ya legítimo; si sólo la generalidad humana es ya legítima? ¡Qué rápido se ha perdido el sentido de la nación democrática en los parajes mismos en que esta forma extraordinaria de la asociación humana apareció por primera vez: en Europa!”.

La segunda versión del “imperio democrático” también atenta contra la identidad –mejor dicho, contra la nación– porque, acogida al discurso neoliberal, concibe la sociedad civil como mero mercado de proporciones universales y cree que el poder de todos los ciudadanos únicamente admite su traducción en la gobernanza democrática, revival del laissez-faire, cuya principal actividad queda reducida a la protección de las reglas de juego del intercambio.

Mas hay otro hecho que acongoja y al que se refiere el autor de La razón de las naciones: la transformación de la democracia, no en el sentido de Pareto, sino en el antitocquevilliano. Si para Tocqueville la democracia es la igualdad de condiciones –una igualdad de condiciones siempre mayor–, en la actualidad nos alejamos de tal presupuesto, cuyas pautas eran institucionalizar la soberanía popular y reducir la distancia social. Mala cosa porque, so capa del unanimismo democrático, también por su culpa, en Europa se cuestionan las condiciones “de posibilidad de la democracia”, es decir, el Estado soberano y el pueblo constituido, “más conocido por el nombre de nación”. Dos fenómenos estrechamente ligados, pues “el Estado soberano es la condición necesaria de la igualdad de condiciones”. ¿Por qué? Porque “soberano” quiere decir que su legitimidad es superior a toda otra legitimidad que aparezca en el conjunto social.

Pierre Manent cree, como otros autores pero por distintas razones, que el 11-S inauguró una nueva época. El ataque a las Torres Gemelas ponía en evidencia un hecho impredecible por los optimistas de toda laya, tanto ultraliberales como socialdemócratas: “[…] la impenetrabilidad recíproca de las comunidades humanas, pese a la prodigiosa y siempre creciente facilidad de las comunicaciones”. Puede decirse, pues, que el 11-S fue un fracaso del logos que echaba por tierra la certidumbre que se deriva de aquella convicción de Montaigne según la cual “sólo somos hombres y nos parecemos los unos a los otros por la palabra”. Las buenas intenciones se habían visto arruinadas, ya que, según Manent, “no es la palabra la que produce la comunidad, sino la comunidad la que produce y mantiene la palabra”. Bien, ¿pero qué relación establece el autor del ensayo entre la importancia de la palabra y la progresiva negación del Estado-nación? La siguiente: “[…] nuestras lenguas europeas […] son los admirables destilados del gran sintetizador de la vida europea que fue el Estado-nación”. Y éste y la ciudad (la polis griega) constituyen las dos únicas formas políticas capaces de llevar a cabo –“al menos en su fase democrática”– la unión de la civilización y la libertad. ¿Cómo se unieron? Gracias a la soberanía del Estado y al gobierno representativo, pero hoy el acontecimiento es sorprendente: el Estado es cada vez menos soberano y el gobierno, menos representativo.

Los culpables de tan desagradable sorpresa son dos artificios: la construcción europea, que es una finalidad sin fin exenta de sentido político, una extensión indefinida e irrefrenable, y el Estado-providencia, que se muestra solícito a atender todo tipo de necesidades sociales, por sorprendentes que sean. Así las cosas, aparece la gobernanza democrática, que se parece a un gobierno representativo pero ni representa ni gobierna; hemos vuelto, pues, al tiempo del despotismo ilustrado gracias a los superdemócratas que ni creen en la democracia ni en la nación.

La última cuestión que aborda Pierre Manent es la religión, a cuyo respecto realiza atinadas reflexiones acerca del Islam y su incompatibilidad con un concepto democrático de la sociedad, acerca del judaísmo y los orígenes del Estado de Israel, así como acerca del cristianismo y Europa. Muy pertinente es la reflexión sobre el carácter absurdo de esa afirmación tan frecuente en boca de algunos políticos que sostiene que Europa no es “un club cristiano. “Está claro que la Unión Europea es originariamente un club; que los miembros fundadores se cooptaron a la manera de un club”, dice Manent. Y añade: “no hay ni puede haber ‘club cristiano’: los nuevos miembros de la Iglesia no son cooptados, sino recibidos en comunión. Si la Unión Europea fue originariamente un club y si no podría haber club cristiano, ¿qué se significa cuando se dice que Europa no es un club cristiano? Se quiere significar sin ninguna duda –concluye— que Europa no es cristiana, pero no se puede decir. Algo impide decir que Europa no es cristiana: que en efecto lo es.”

Ahora bien, y a sabiendas de que Europa ya no confundirá la nación con la Iglesia, la UE no puede vivir de espaldas al cristianismo. “no se trata de poner el nombre cristiano en los estandartes. Se trata de continuar la aventura europea, cuya larga frase inacabada persigue anudar lo más estrechamente posible la libertad y la comunión, anudarlas hasta que se confundan.”

http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3541

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