viernes, julio 01, 2011

Pepe A. de las Asturias, Juez permite a maltratador y asesino vivir con su víctima

viernes 1 de julio de 2011

EL MALECÓN

Juez permite a maltratador y asesino vivir con su víctima

Ahora, el asesino, maltratador, torturador y secuestrador vive feliz y libre con su última víctima. Hasta que él decida matarla.

¿Y si las mujeres son víctimas del terrorismo? ¿Y si no son mujeres? ¿También valdría este mensaje o sería políticamente incorrecto?

A lo largo de 50 años asesinó a quince mujeres; todas ellas habían sido antes compañeras sentimentales, amantes ocasionales e incluso esposas del asesino; y todas ellas, durante su relación con el asesino, habían sufrido vejaciones, palizas, insultos, humillaciones, amenazas, torturas, secuestros… todo tipo de maltrato físico y psicológico (violencia de género lo llaman ahora); algunas trataron de rehacer su vida, lejos de él, en otras ciudades, con otros nombres; con otros hombres, formando incluso una nueva familia, pero el asesino siempre las encontraba, volvía a convertir sus vidas en un infierno y finalmente las asesinaba o las dejaba mutiladas de por vida. A veces la cosa era rápida: un disparo a bocajarro, una docena de puñaladas o un degüello limpio; a veces, cuando le daba el punto sádico, las quemaba vivas o adhería una bomba a su coche y la hacía estallar desde la cobarde distancia, viendo cómo volaban por los aires los restos ensangrentados de su ex y, si había suerte, también de sus bastardos y del hijoputa que se la había robado. Y de quien pasara por ahí.


Quince mujeres, cuatro niños y cinco hombres asesinados; tres mujeres mutiladas, otras dos abrasadas vivas (que aún sobreviven de milagro) y varias más que se salvaron de morir tal vez porque no convivieron con la bestia el tiempo suficiente, aunque sí conocieron su infierno. 50 años de muerte y tortura que habían sido castigados con condenas esporádicas en prisión, nada importante, y disfrutando de incomprensibles privilegios carcelarios (permisos que aprovechaba para sus "asuntos"); tuvo sus órdenes de alejamiento, sí, pero las incumplía reiteradamente con previsibles consecuencias. Y además, cuando salía de la cárcel, lo hacía con el odio renovado, bien cargado de energía asesina; y con una sensación de impunidad que potenciaba su avidez de sangre. Bastante alejado de la pretendida reinserción.

Cuando el último caso llegó hasta el juez, la sentencia parecía clara. La Policía y la Guardia Civil habían aportado pruebas más que suficientes (y más que contundentes) de su amplia variedad de crímenes, incluyendo algunos de los quince asesinatos. Su última compañera, que vivía con identidad falsa, lo había denunciado por tortura psicológica, maltrato físico, secuestro e intento de asesinato. Su testimonio en el juicio, oculta tras un biombo, fue espeluznante. Mientras, el (presunto) asesino sonreía. Testificaron también otras mujeres que le habían sobrevivido, y algunos familiares de las que no; y también diversas asociaciones de víctimas. Al finalizar el juicio, todo parecía apuntar a que, al fin, se iba a hacer justicia. Pero la Justicia no debía estar presente en la sala aquel día.
Incomprensiblemente, el juez declaró inocente al asesino (le llamó incluso "hombre de paz"), en contra de la opinión de la policía, de las pruebas, de los testimonios y del sentido común; en contra de la más mínima compasión. Y no sólo eso, también le otorgó una cuantiosa pensión a cuenta del Estado, por daños y perjuicios; le permitió acceder a los datos censales y fiscales de sus anteriores (presuntas) víctimas y de sus familiares; y, lo más cruel, obligó a su última compañera a permitir el libre acceso del (inocente) asesino a su vivienda, y a su vida.

En la actualidad, el (inocente) asesino, maltratador, torturador y secuestrador vive feliz y libre –y legitimado- con su última compañera, con su última víctima. Maneja el dinero que ella gana y no la deja salir de casa salvo para ir a trabajar; la humilla y la veja mañana, tarde y noche; le da palizas terribles con cualquier pretexto y se jacta de ello en la taberna; y si abre la boca, le recuerda que su vida está en sus manos. Aún no la ha matado, no hace falta (por ahora): el juez no permite que escape más de él. Los vecinos lo saben, y sus compañeros de trabajo, y sus familiares, que imploran piedad; y la policía también, que sigue aportando pruebas; y el fiscal, que se desentiende. Y los políticos, aunque algunos defienden al asesino, y otros incluso lo ensalzan. Pero no pueden –o no quieren- hacer nada. El juez lo ha declarado inocente y le ha devuelto a su hogar, de donde nunca debió ser expulsado. Y el (inocente) asesino se ríe, con sorna, con desprecio. Y piensa, mientras patea a su compañera y le roba su dinero, que esta sociedad democrática en la que vive es realmente fabulosa.

Al leer estas líneas, más de una persona habrá sentido clavarse un puñal en su propia dignidad; y tal vez hasta se pregunte en qué sociedad vivimos, qué clase de democracia es ésta que promete impunidad a un asesino al tiempo que condena a sus víctimas al infierno. Todos estamos concienciados con la violencia de género, con el maltrato machista. Y a todos nos repugnaría un caso así. No se preocupen, es una historia ficticia. Pero, ¿y si fuera real? ¿Y si el juez no fuera uno sino seis? ¿Y si los políticos no sólo defendieran al asesino sino que además lo ayudaran y subvencionaran? ¿Y si las personas huidas fueran más de 200.000 y la amenazada toda una sociedad? ¿Y si las víctimas mortales fueran 880 en lugar de 15 y unas miles más las mutiladas, torturadas o marcadas de por vida? ¿Y si, incluso, le pusiéramos cara y nombre al asesino? Por ejemplo, ETA. O Bildu. ¿Cambiaría la historia? Y lo que es más, ¿cambiaría nuestra percepción de la historia?

http://www.elsemanaldigital.com/blog.asp?idarticulo=115532&cod_aut=

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