En los funerales de Otto de Habsburgo, último heredero del Imperio
Sólo el rito y la Historia vencen a la muerte
Javier Ruiz Portella
18 de julio de 2011
Al lado del Carlos V de Tiziano, un presidente de República tiene [...], ¿verdad?, un cierto aire de retorno, no diré que hacia el jefe de tribu, pero sí al alcalde pedáneo o el juez de paz.
José María Pemán
Jamás una dinastía destronada habrá recibido, como el sábado 16 de julio de 2011 lo recibió en Viena la dinastía de los Habsburgo, semejante homenaje por parte de su pueblo. De sus pueblos, en realidad, pues muchos, dispares y entremezclados, eran los pueblos que, en medio de una armonía única en Europa, componían el Imperio austro-húngaro.
Y ahí estaban todos ese sábado: húngaros, bohemios, eslovacos, polacos, croatas, bosnios, eslovenos… Con sus banderas y sus trajes propios. Y con la enseña de todos: con la bandera, el escudo y el himno del Imperio. Sacados del baúl. Resucitados por primera vez desde que los vencedores de la primera parte de la Guerra Civil Europea lo liquidaran todo en aquel aciago año de 1918.
Y ahí estaba el Ejército austriaco rindiendo honores. Y ahí estaban los representantes de las Casas Reales y de los Gobiernos de toda Europa, y los caballeros de la Orden de Malta, y los titulares del Toisón de Oro…
Y ahí estaba el archiduque Carlos, en quien prosigue la estirpe. Y ahí estaban los hijos del Archiduque, que a su vez la proseguirán.
Y ahí estaba el pueblo. Expectante, agolpado en las calles en donde miles de personas se aglomeraban para tributar homenaje a quien, habiendo podido ser su soberano, era llevado en solemne procesión —tocaban a muerto las campanas de Viena, disparaban los cañones veintiuna salvas de ordenanza— desde la Catedral de San Esteban a la Cripta Imperial de los Capuchinos.
Y ahí estaba la muerte —derrotada. No sólo la del Príncipe heredero de la Corona real e imperial cuyo féretro era conducido a la Cripta en la que yacerá junto con los antepasados de su linaje de setecientos años de antigüedad. No, no sólo su muerte: la de todos.
¿No lo veis? ¡Es la muerte, imbéciles, de lo que se trata! La vuestra también, ¡miserables, insignificantes enanos que os rasgáis las vestiduras (suponiendo que las llevéis: hace calor y sólo os importa la comodidad) ante tanto rito, tanta solemnidad, tanta Historia…! Ante tanta grandeza.
¡Moríos, pues! Pasad como el viento. Pasad sin dejar rastro de vuestra presencia en la tierra. Moríos sin pena ni gloria, ya que tanto detestáis la grandeza y la gloria.
Moríos…, si no fuera que, inclinándoos como os inclináis ante la muerte, haciendo como hacéis que nuestros pueblos ignoren todo vínculo, toda continuidad en el tiempo, es a todos nosotros a quienes de tal manera matáis.
Pulse en la imagen para ver el vídeo de las ceremonias (comentarios en inglés)
Pulse para escuchar el himno imperial cantado en la Catedral de San Esteban
Artículo relacionado: Rodolfo Vargas Rubio, "En la muerte del emperador".
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3763
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