viernes, julio 22, 2011

Louis-Ferdinand de Touches, ¿Por qué esclavos? ¿Por qué felices? ¿Por qué libres?

Discusión en torno al libro "Los esclavos felices de la libertad"

¿Por qué esclavos? ¿Por qué felices? ¿Por qué libres?

A raíz de la traducción en Francia del libro de Javier Ruiz Portella "Los esclavos felices de la libertad", que publicarán las Éditions David Reinharc, el escritor Louis-Ferdinand de Touches ha mantenido una amplia conversación con el autor. En ella se abordan y condensan los principales retos que plantea este ensayo.


Louis-Ferdinand de Touches

21 de julio de 2011

—Empecemos, si te parece bien, por lo que constituye el meollo mismo de tu libro: todo ese malestar, toda esa desazón que invade al hombre contemporáneo, el «esclavo feliz de la libertad», como lo llamas.

—Sí, pero cuidado… El problema es precisamente que, de esta desazón, el hombre contemporáneo ni siquiera se entera. Se siente mal, desde luego, sobre todo cuando el dinero no le llega… Pero sus males los atribuye única y exclusivamente a la penuria material. Sus ojos están cerrados para cualquier otra cosa. Por eso se convierte en un «esclavo», por eso se siente tan estúpidamente «libre», tan insulsamente «feliz»…

—¿Sería la penuria material un problema baladí?…

—¡Claro que no! Y menos con la que está cayendo, menos aún con esa creciente pauperización de las clases medias, por referirme uno de los aspectos más llamativos de la actual crisis. Nadie se muere aún de hambre, es cierto, pero por primera vez desde que el capitalismo creyó encontrar la tabla salvadora del consumismo generalizado, las estrecheces empiezan a ser importantes. Imagínate que el otro día me indigné (o me escandalicé, si prefieres…) como un «indignado» español cualquiera al enterarme de que un profesor universitario con dedicación plena y un doctorado en su bolsillo, ¡puede ganar al comienzo de su carrera unos miserables 700 euros al mes!

—Y, sin embargo, no hablas demasiado de tales cuestiones en tu libro…

—¿Para qué… cuando tanta gente sólo habla de ellas?

—¡No me vengas con una boutade!

—Mira, tomemos el toro por los cuernos: es absolutamente necesario denunciar, combatir las aberraciones que sufrimos en el ámbito de la economía, o de nuestra sobrevivencia material, como prefiero llamarlo. Es imperativo encontrar una solución. Pero que quede absolutamente claro: jamás será esta solución —así fuera la más excelente de todas— lo que llene de plenitud y belleza nuestras vidas, lo que nos dé sentido, ese sentido cuya pérdida es en realidad lo que nos derrumba —por más que nos empeñemos en ni siquiera verlo.

—El sentido, la plenitud, la belleza de las cosas… ¿Para qué y por qué vivimos? Tal es nuestra cuestión fundamental, ¿no?

—Tal es nuestra cuestión fundamental… y la de todos los mortales que en el mundo han sido y serán. Salvo que los mortales de hoy nos hemos vuelto incapaces, por primera vez en la Historia, no ya de responder a semejante cuestión, sino de siquiera planteárnosla.

—¿Ni siquiera le aportamos un atisbo de respuesta?

—Hombre, un atisbo sí. Pero un atisbo que nos conduce a una respuesta degradante: nos deja encerrados a cal y canto en nuestra animalidad. El sentido de la existencia, creen los esclavos felices de la libertad, consiste en una sola cosa: en comer.

—¿En comer?…

—En comer y en divertirse, en comer y en trabajar para producir comida y diversión. Y luego morirse: sin que quede rastro alguno de nuestro paso por la tierra. «El hombre es lo que come», decía ya Feuerbach. Y Marx, su díscolo discípulo, ahí sí que no le contradecía para nada. Si Adam Smith hubiese conocido a Feuerbach, tampoco le habría contradicho —se habría limitado a sustituir «comida» por «interés».

—Lo cual no significa —me lo acabas de reconocer— que las cuestiones económicas sean un asunto intrascendente.

—Claro que son importantísimas. Pero no son, como creen nuestros contemporáneos, el Gran Pilar que sostiene al mundo, la Piedra Angular sobre la cual todo se alza. Hay otras cuestiones —tú mismo las apuntabas— mucho más esenciales. Esquivando o degradando tales cuestiones es como se originan nuestros males.

—Y dentro de estos males —quizá sea esto lo más sorprendente de tu libro— destacas sobre todo uno… con el que nadie esperaría encontrarse.

—¿A qué te refieres?

—Al «arte» contemporáneo (mantengo las comillas que tú siempre le pones).

—Se las pongo porque —al menos fuera de los hospitales psiquiátricos— la fealdad siempre había significado lo absolutamente opuesto a la belleza, lo radicalmente contrario al arte. Ahora en cambio… ¡Ahora hasta hay «artistas» que practican lo que ellos mismos denominan (y ahí sí tienen razón…) «no-arte»! Pero ¡cuidado! Arremeter como arremeto contra la bazofia «artística» contemporánea (y añádele el puñadito de excepciones que quieras) no significa en absoluto que toda esa degeneración pueda identificarse sin más con el conjunto de la gran ruptura vanguardista emprendida hace cosa de un siglo.

—Bien, pero por grave que sea lo que acontece con el «no-arte» contemporáneo, ¿de verdad consideras que es ésta «la más significativa de nuestras desventuras», como, suscribiendo tu idea, escribe Dragó en su prólogo español (magnífico, por cierto)? Algo similar apunta Dominique Venner, el director de La Nouvelle revue d’Histoire de París, cuando afirma que «nadie ha escrito nunca nada tan fuerte y tan verdadero sobre nuestra época: “¿por qué lo feo sustituye a lo bello?”». Mira, Javier, todo esto está muy bien y yo soy el primero en suscribirlo, pero ¿no te has pasado un poco con toda tu obsesión estética?

—No, y por una sencilla razón. Todo lo que este libro emprende respecto a la estética es… un despiadado ataque contra la misma.

—¡Ahora sí que me dejas perplejo!

—Te asombras porque crees, al igual que todo el mundo, que la belleza y la estética van a la par, son términos casi sinónimos… cuando, en realidad, son términos casi antagónicos.

La estética sí que abunda, ¡y cómo!, entre nosotros. La estética: cuando lo que se juega en el arte —se imaginan— es lo bonito en grado sublime, y no lo verdadero en grado desgarrado. La estética: esa cosa tan exquisita como acartonada en la que el arte se queda reducido a análisis, disquisiciones, museos… ¡De todo eso tenemos más que de sobra! De lo que adolecemos cruelmente es de ese desgarramiento jubiloso al que, con una palabra inadecuada (pero no hay otra) llamamos «lo bello» —o «lo sagrado», también podríamos decir si las connotaciones religiosas del término no nos lo impidieran.

Es precisamente semejante sobrecogimiento lo que desaparece cuando la estética se adueña del arte y, apartándolo del fragor del mundo, lo encierra en el sosiego del individuo que contempla «desinteresadamente», como decía Kant, lo sublime.

—¿Tendría el arte que estar sumido en el fragor la calle?

—En la calle desde luego que no, pero en la plaza pública desde luego que sí.

—¿Perdón?…

—El lugar del arte no es la calle. Por una sencilla razón: en la calle no hay ni fragor ni fulgor, sólo el runrún gris de lo vulgar.

Lo entenderemos mejor si recordamos que es en la calle donde se encuentra —literalmente hablando— el no-arte más característico de hoy: «esa auténtica expresión de la creatividad popular que son los graffiti», como diría cualquiera de los alcaldes que, en lugar de impedir que las hordas urbanas nos impongan sus garabatos, hasta montan «exposiciones» con ellos.

No, no es «en la calle», no es entre las cosas anodinas y tristes de cada día, donde tiene que estar el arte, la belleza, lo sagrado… Donde tiene que estar es en la ciudad, en la polis, en el espacio público: informando, alentando desde su altura —inalcanzable por los enanos— el ser propio de un tiempo.

—¿De manera parecida, digamos, a como el David de Miguel Ángel —lo señalas en tu libro— estaba presente en la Piazza de la Signoria de Florencia?

—O de manera parecida a como, en Grecia y en Roma, los dioses estaban presentes en sus templos y estatuas; de manera parecida a como la Iliada,la Odisea, las tragedias… eran obras fundacionales del ser colectivo de Grecia; de manera parecida a como las catedrales del Medioevo, o los cantares de gesta, o nuestros Romances y Autos Sacramentales eran…

—Perdona que te interrumpa. Bien, de acuerdo, es una enorme desgracia que se haya perdido todo ese papel fundacional del arte. Pero ¿por qué sería ésta la mayor de nuestras desgracias? ¿No conocemos, no sufrimos cosas infinitamente peores? ¿Por qué ves en semejante desaparición la causa última de nuestros males?

—Cuidado: la degeneración del arte, la desaparición pública de la belleza, no es en absoluto la causa de nuestros males. Es su efecto, su síntoma: probablemente el mayor, y para mí el más significativo. Sucede ahí como cuando se tiene un cáncer. El mal es el cáncer, no las fiebres, no los vómitos a través de los cuales se manifiesta el tumor.

—¿Y cuál es nuestro tumor? ¿Es el materialismo? ¿Es esa «muerte del espíritu y de la tierra» que da título al manifiesto que, con el apoyo de Álvaro Mutis, publicaste hace unos años?

—No exactamente. La muerte del espíritu (y de la tierra, o de la carne, sin cuya base no hay ni puede haber espíritu alguno), tampoco es la verdadera causa de nuestros males.

—¡Ah!

—Tomemos estos males que constituyen otros tantos síntomas. Tomemos la muerte del arte, pero también estas otras catástrofes cuya denuncia resulta muco más habitual: la sumisión de los hombres «autoesclavizados» al reino del dinero, del trabajo, de los objetos; todo el sinsentido, en fin, de esas vidas nuestras que lo podrían tener todo (ahí están nuestro saber científico, nuestra maestría técnica, nuestra libertad de pensamiento, nuestra libertad de costumbres…), pero que en realidad no tienen nada —nada grande, nada bello, nada sagrado.

Poderlo tener todo y, sin embargo, no tener nada… ¡Hace falta ser imbéciles! Ahora bien, no basta con reconocer tal aberración. Hay que preguntarse: ¿de dónde procede tanta imbecilidad? Procede, desde luego, de la muerte del espíritu: de la desaparición de ese aliento que, a través del arte, de la religión, de la identidad de los pueblos arraigados en la historia, siempre había impulsado a los hombres más allá de su inmediatez de bestias que comen, se cobijan, se visten…

—Muy bien. Pero ¿por qué muere el espíritu, por qué se desvanece ese aliento que nos llenaba el alma?

—¡Ah, ésta es precisamente la cuestión! Por eso te decía que no podemos detenernos en la muerte del espíritu. Si lo hiciéramos, nuestra comprensión de la modernidad sería totalmente correcta, pero se quedaría corta. Se parecería a lo que han hecho y hacen tantos y tan destacados detractores de la modernidad: esos grandes maestros ante los que me inclino con respeto y fascinación. Denunciando lo que ellos han sido los primeros en denunciar, han destilado en nuestra sangre su fértil, su corrosivo veneno. Pero se han quedado ahí: en la exposición de nuestros grandes síntomas. Y al quedarse ahí, al no ir más lejos, no han conseguido ver la colosal paradoja que se abre ante nuestros ojos alucinados.

—¿Cuál paradoja?

—En seguida llegaremos a ella, pero antes déjame retomar la anterior pregunta.

¿Por qué, cuándo el saber, la libertad y el bienestar son o podrían ser más grandes que nunca, los hombres se complacen en chapotear en parecido lodazal? ¿Qué es lo que nos lleva a revolcarnos como cerdos en el fango? En una palabra, ¿por qué pudiendo ser tan libres somos tan libremente esclavos?

—Y a esta pregunta, ¿respondes diciendo…?

—Diciendo, expresando la gran paradoja de la que hablábamos. Una paradoja que constituye la espina dorsal del libro, pero cuyas articulaciones me permitirás que no desvele aquí del todo.

Baste señalar que esta paradoja tiene que ver con cosas tales como nuestra moderna ansia igualitaria, nuestra desmedida hinchazón del yo, nuestros incontables miedos y flaquezas: nuestro desvalimiento, en suma, ante la muerte… Cosas todas ellas que remiten a lo esencial: muerto Dios —desvanecido como principio vertebrador del mundo—, desaparecido tanto el Dios de la Revelación como el de la Razón, enfrentado el mundo a la indeterminación misma que lo lleva, los hombres nos vemos abocados tanto a nuestra azarosa libertad como al pálpito misterioso y maravilloso de la verdad.

—Por maravilloso que sea lo que tú llamas el pálpito oscuro de la verdad, ¿de qué nos sirve estar abocados a él si…?

—¡No nos sirve de nada, por supuesto! De nada positivo, quiero decir. Ahí está el drama. Porque tan pronto como el hombre moderno —posmoderno, sería más exacto decir— entrevé la indeterminación de su destino, tan pronto como vislumbra lo misteriosos que son —y lo misteriosos que deben seguir siendo— los resortes últimos que llevan al mundo, le entra entonces la más angustiada de las zozobras. Retrocede aterrado, se agarra a lo que puede, a lo más fantasmagóricamente sólido que se le ocurre. Como se agarró en su día al Progreso y a la Razón. O como se agarró a la Revolución comunista, o a la nacional-racista.

—Y hoy…, ¿a qué nos agarramos hoy?

—Hoy no nos agarramos a nada. Ya no hay ideales, destinos, alientos, principios a los que acogernos. ¿O acaso la gris democracia partitocráticamente degenerada tiene algo que ver con tales cosas?… No nos agarramos a nada, o, si prefieres, es la nada misma la que nos agarra por el cuello. ¿Cómo quieres que no caigamos?

—Pero si caemos envueltos en el sinsentido —pareces decir— es precisamente porque hemos entrevisto, como nunca había ocurrido, la luz —la «claroscura luz», creo que la llamas— que ilumina al mundo. ¿Es así?

—Así es, y ésta es toda nuestra paradoja. Porque lo que acabas de decir, fíjate bien, implica lo siguiente: en últimas, la verdadera causa de nuestros males radica… en nuestras propias virtudes. ¡Son ellas: es esa libertad, es esa indeterminación… quienes engendran nuestro desquiciamiento! Son esas virtudes nunca asumidas —éste es el problema— las que, al no serlo, nos obligan a combatir a esa época miserable, incapaz de hacer suyo todo lo que de fuerte, grande y arriesgado ella misma pone sobre el tapete.

Sobre el gran tapete del mundo: ahí está, ahí lo tenemos todo… Pero es como si no tuviéramos nada, incapaces como somos, hoy por hoy, de hacerlo nuestro.

—¿Hoy por hoy?… ¿Llegará pues un día en que seremos capaces de asumirlo, de hacerlo nuestro? ¿Qué hay que hacer —pasemos al campo de las cosas concretas — para que llegue semejante día? ¿Qué hay que hacer para que, de los dos rostros contrapuestos de la modernidad, acabe imponiéndose el que hasta ahora se ha visto arrinconado?

—¿Qué hay que hacer?… ¡Ah, la eterna pregunta! La eterna angustia, mejor dicho… Mira, no tengo ni propongo, como comprenderás, ningún recetario, ningún plan de acción, nada que tenga que ver con algún tipo de «¡Adelante, camaradas, a las barricadas ya!»… Cualquier cosa en tal sentido estaría en este momento absolutamente fuera de lugar. Nos encontramos hoy en una encrucijada absolutamente decisiva en la que se han roto todos los esquemas habidos y por haber. Y cuando todos los esquemas se hacen trizas, lo primero que hay que hacer es recomponer otros nuevos, repensar el mundo, imaginar sobre nuevas bases sus cosas y sus hombres, sus esperanzas y sus anhelos. Y hasta que tal cosa no se haya hecho… Resumiendo: nuestra tarea primera no consiste, hoy, en hacer, en actuar. Nuestra tarea primera consiste en pensar, reflexionar, debatir…

Y en hacer cobrar conciencia. Sólo en la medida en que todo un malestar como el que estamos aquí evocando acabe arraigando en mentes y conciencias, en afectos y sensibilidades, sólo en esta medida podrá llegar a producirse el gran vuelco de cosmovisión que requiere nuestro destino.

—¿Vislumbras alguna luz en tal sentido?

—Para serte franco, aquí entre nosotros, en España, no consigo vislumbrar nada significativo. Pero en otros países de nuestro entorno europeo —en tu misma Francia, por ejemplo— sí estamos asistiendo a toda una eclosión de pensadores, artistas y escritores —de ellos se ha hecho eco El Manifiesto— cuya sensibilidad y cuyas inquietudes van por tales derroteros.

Algo, en cualquier caso, es indudable: el marxismo ha dejado de ser «el horizonte espiritual de nuestro tiempo», como decía Sartre (y cuando lo decía, era por desgracia totalmente cierto). El liberalismo —ese hermano enfrentado, pero en tantos puntos gemelo del materialismo marxista— sigue desde luego estando ahí. Pero sólo factual, empíricamente. Sin despertar la menor ilusión, el menor entusiasmo. Sin que la huera cantinela de «¡democracia, democracia!» ­constituya para nadie, empezando por quienes la entonan, horizonte espiritual alguno.

El mundo está hoy navegando a ojo, sin proyecto ni horizonte. Cuando algo así ocurre es cuando las puertas de lo nuevo, de lo nunca imaginado, de lo que ayer mismo parecía absolutamente imposible, empiezan a abrirse de par en par.

Es hora de precipitarnos, con las armas de nuestra mente y de nuestro corazón, por el boquete que de tal modo se abre.

(Traducido del francés por Alejandro Salvatierra.)

Pulse aquí para leer el primer capítulo del libro.
O para adquirirlo.

http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3767



Capítulo I
Donde después de haberse celebrado los orígenes de la modernidad
empieza a cundir cierto desaliento
Nos encontramos en la incrucijada entre dos épocas.
Ernst Jünger
Todo empezó, hace más de doscientos años, con aquel sueño, aquella embriaguez… «¡Somos libres! ¡El hombre es libre! Él solo decide su destino», resonó de pronto de una punta a otra de Europa, y su eco llegó hasta el otro lado del Atlántico.
«El hombre es libre; y si aún no lo es, pronto lo será», decían todos.
Y los reaccionarios, los que no lo decían, los que no lo creían, se callaban como muertos (las cabezas corlos
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tadas en la guillotina no suelen hablar), o se limitaban a reaccionar pasivamente (de ahí les viene el nombre), como si no se dieran cuenta de que, junto con sus cabezas, lo que se estaba arrancando era el ancestral orden de siglos; como si sólo se tratara de que amainase el temporal, de que volviera aquella bonancible tranquilidad —creían— de unos tiempos ya idos para siempre.
Nunca el mundo había conocido nada parecido.
Sí, es cierto, algunos filósofos —Descartes, Leibniz, Locke…— habían colocado los primeros cimientos; luego otros —Voltaire, Diderot, Kant…: los Ilustrados, se llamarían— habían rematado el edificio.
Nunca, sin embargo, unas ideas habían llegado a cuajar de aquella manera. Nunca una voz exigiendo libertad e igualdad había corrido como aquel reguero de pólvora.
No había quien lo parase. Parecía (siempre pasa así cuando mudan los tiempos) como si de una punta a otra del mundo todos los hombres se hubiesen dado la voz, concertado en secreto. Como si de un día para otro aquella idea —«¡Libertad! ¡Igualdad!»— les hubiese golpeado a todos en la frente.
¿Quién golpea?
¿Quién lanza las ideas? ¿Qué es lo que provoca las grandes sacudidas sísmicas que lo estremecen y trasforman todo: pensamiento, sentimientos, creencias…?
¡Ah, la gran pregunta! ¿De dónde surgen las ideas? ¿Las forja cada cual en su cabeza y entre todos vamos luego y las juntamos? ¿O son las ideas las que, llegando a nuestro encuentro, nos vienen a la mente, como tan bien se dice?
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¿Y por qué, una vez venidas, acaban yéndose? ¿Por qué mueren las ideas? ¿Por qué nacen otras? ¿Por qué cambian, en definitiva, los tiempos?
A nadie se le ocurrían entonces tales preguntas —y a nadie se le ocurren hoy. Pero hoy es más grave. Entonces, al menos, todo estaba como imantado de emoción, espoleado de riesgo: los de todo gran comienzo.
Aquellos hombres: los Voltaire, los Rousseau, los Hume, los Tocqueville (éste al menos comprendió en América que la cosa —la de la democracia, la llamó— es mucho más complicada de lo que parece); y los que por primera vez se pusieron a pensar la economía, los Adam Smith, los Ricardo, los Jovellanos (alguno corría también por nuestros lares); y los que se lanzaron como locos a la acción: los revolucionarios franceses cortadores de testas, y los que no cortaron ninguna, un Franklin, un Lincoln, tan pacíficos ellos hasta que se pusieron a combatir a los Confederados; y los Philippe Égalité (sin algún traidor esas cosas nunca funcionan), y los Napoleón (el tío y el sobrino), y los Garibaldi, y los nuestros, los Castelar, los Cánovas, los Sagasta; sin olvidar los grandes capitanes de industria, los Henry Ford, por ejemplo, el más emblemático de ellos: todos aquellos titanes —a su lado hoy sólo hay enanos— actuaban movidos por el más poderoso de los impulsos, por la embriaguez de estar transformando las cosas, de ir recomponiendo el mundo desde sus cimientos. Como si hubiera regresado todo al primer día de la Creación.
El primer día, los albores de un tiempo nuevo, áureo. El tiempo —seguía diciendo la voz que corría como un
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reguero de pólvora— en el que los hombres se liberarán de los fantasmas que desde siempre los han perseguido.
Los fantasmas denominados Dios, Patria, Rey, Religión, Tradición, Poder…, los fantasmas que desde el inicio de los tiempos los tenían sometidos al más férreo orden. Peor, los fantasmas que marcando a los hombres con el sello infame de la desigualdad, los mantenían a todos encadenados entre tinieblas y opresión.
Y contra las tinieblas, luz.
Todo empezó con la luz. Luz de la Ilustración, y luz que transformada en energía se puso de pronto a iluminar casas, fábricas, garitos, hospitales…
¡Que se haga la luz! Y la luz se hizo. La de la razón y de la ciencia, la luz que ha hecho que en los dos últimos siglos se hayan descubierto más inventos que en todos los siglos de toda la historia de la humanidad; la luz que, transformada en energía, acciona máquinas, impulsa herramientas, promueve progreso, engendra riqueza, hace trabajar a los hombres, humear las locomotoras, correr los automóviles, despegar los aviones…
Despegar, correr, progresar. Cada vez más, mejor, más lejos… ¿Para ir adónde, para llegar a qué?
Lleguemos adonde lleguemos, vayamos adonde vayamos, ¿cómo no alborozarnos ante semejante sueño de luz y libertad?
¿Cómo no festejar la más alta esperanza jamás desatada entre los hombres?
¿Cómo no saludar la audaz aventura que Prometeo y Fausto emprenden juntos —ya no en el mito, sino en la realidad?
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¿Cómo no admirar, en una palabra, al hombre que, intrépido, se lanza a afirmar su destino, a asentar su lugar en la Tierra?
Pero llega la soledad. Y la muerte
Miremos a ese hombre. Por debajo de su apariencia altiva, mil dudas atraviesan, sin embargo, su espíritu. Mil incertidumbres se mezclan con las certezas que le aporta su razón, esa razón que le dice —los descubrimientos de las nuevas ciencias son implacables— que el hombre se encuentra irremediablemente solo en el Universo.
Ya nada guía desde lo alto sus pasos, ya nadie toma de la mano a este ser pequeño, ínfimo: ínfima mota de polvo que por primera vez tiene clara conciencia de que lo es.
Y sin embargo…
Polvo sí, «mas polvo enamorado», exclama Quevedo en uno de los mayores sonetos de nuestra lengua. Polvo sí, mas polvo amante y pensante.
La mota de polvo no sólo habla y siente: sabe que sólo ella lo hace en el Universo entero.
Está solo, se sabe pequeño, incierto… y mortal, ese hombre cuyo mundo deja de estar alumbrado por el espejismo de la eternidad.
Es y se sabe mortal ese aventurero intrépido, ese hombre que experimenta, como nunca nadie la había experimentado, la desvalida desnudez de los hombres ante la muerte.
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Diversos ropajes han ido recubriendo, a lo largo de los siglos, nuestra desnudez. Diversos camuflajes…, pero ligeros, transparentes: ninguno, en últimas, ha podido encubrir la verdad.
Por eso los ropajes se han ido desgarrando. Y han acabado unos tras otros desapareciendo.
Como desaparecieron aquellos dioses lares del paganismo, encarnándose en los cuales los muertos de una familia mantenían viva su presencia —espiritual, simbólica— en el espacio privado del hogar.
También del otro espacio —el público— ha desaparecido hoy el otro suntuoso ropaje: el que el cristianismo aportó durante siglos al mundo.
Ha desaparecido de nuestro ámbito público —ha quedado reducida a las conciencias privadas— la creencia en el Más Allá que, celeste o infernal, acogía a los hombres otorgándoles eterna recompensa o sempiterno castigo.
Enfrentados cara a cara con su suerte, definitivamente desnudos ante la muerte, ¿cómo van a reaccionar ahora los hombres?
¿Se van a quedar paralizados por la angustia, petrificados por el terror?
No, sucede todo lo contrario —a primera vista, al menos.
Es la acción, es la iniciativa lo que se ha adueñado de la humanidad. En un infatigable quehacer, los hombres de los nuevos tiempos, los que en la tierra y sólo en la tierra buscan la luz, se lanzan a indagar, inventar, avanzar…
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¿Cómo no emocionarnos ante tanto arrojo? ¿Cómo no celebrarlo, si no fuera…?
De las aventuras a las desventuras
de la modernidad
Si no fuera lo que nos rodea hoy, aquí, desde hace ya tantos años: algo que nos obliga a invertir por completo el rumbo, la orientación seguida hasta aquí por nuestras páginas.
No será la única vez. En más de una ocasión deberemos cambiar bruscamente de rumbo a lo largo de nuestro recorrido por las aventuras y desventuras de la modernidad. Unas aventuras que, dando espectaculares bandazos, nos obligarán a agarrarnos con fuerza a las páginas para evitar caernos cada vez que nos veamos obligados a saltar de una cosa a su contraria.
Como ahora, en que después de haber saludado el gesto fundador de la modernidad, nos vemos obligados a considerar el espectáculo que ofrecen, dos siglos después, los aguerridos retoños —parecía— de Prometeo y Fausto reunidos.
Ningún buitre devora, es cierto, ningún hígado. El castigo que los dioses infligieron a Prometeo es hoy más refinado: los conquistadores de la luz y la libertad se devoran, risueños, a sí mismos. Apacible, suavemente, sin convulsiones. Como suceden las cosas en el rosado reino de la posmodernidad.
Contemplémoslos.
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Veamos en qué se han convertido aquellos hombres que se lanzaban, mortales y desnudos, a afrontar intrépidos su destino.
Sólo un destino afrontan hoy: el de sus vacaciones y viajes organizados.
Parece, es cierto, como si aún les guiaran las mismas metas del sueño fáustico al que se lanzaron hace dos siglos. Pero no, todo se ha transformado. Sigue resonando, es cierto, la voz que exige ¡más luz!, ¡más progreso!, ¡más riqueza!, ¡más libertad! La voz suena…, pero a hueco, como un sonsonete vacío.
Ni siquiera logran llenarlo los miles de cacharros y cachivaches, cada vez más sofisticados, con los que el hombre de esos tiempos intenta tapar el vacío que se abre a sus pies.
¿Qué ha pasado? ¿Qué ha ocurrido para que aquellos hombres que, retando a los dioses, pretendían igualarlos, se hayan convertido en esclavos? En los esclavos felices de la libertad.
Pasó (entre otras cosas) que la fealdad triunfó
Preguntémoslo abordando en primer lugar un fenómeno que nadie considera como la catástrofe existencial (ontológica es el término exacto) que es.
El asunto no despierta ni encendidas protestas ni enconadas iras. Sólo, acaso, una benevolente conmiseración. «¡Ay, qué pena! ¡Mecachis, mecachis! ¡Qué le
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vamos a hacer!…», es todo lo que se oye decir ante un fenómeno que nadie, ninguna otra época, había conocido jamás: la destrucción sistemática de la belleza.
La entronización, en su lugar, de lo feo, lo anodino, lo vulgar.
Siempre ha habido, es cierto, épocas más yermas que otras. Siempre ha habido períodos —por ejemplo, los cinco siglos que van entre la caída de Roma y la edificación de los primeros templos románicos o góticos— cuya savia vital ha fluido con fuerza más menguada.
Nunca, sin embargo, se le había ocurrido a nadie remplazar el arte por el No-arte. Esto es: alzar, en el lugar de lo bello, lo feo.
El No-arte:
Por un lado, el fenómeno general. La cosa que, promovida por galeristas, periodistas, marchantes y autodenominados «artistas», recibe, desde hace más de cincuenta años, el título de «arte contemporáneo».
Por otro lado, la cosa particular: la corriente que, con claridad expresiva digna de encomio, es definida como No-arte por parte de los propios no-artistas (quienes nunca se autodenominan así…).
Escribe Claes Oldenburg, uno de los más destacados no-artistas:
Una obra está hecha para ser fea, repelente, sin ninguna significación para el espíritu y los sentidos. […]
Las obras no están hechas para ser hermosas, sino para que, al mirarlas, no se entienda lo que relos
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presentan y uno tenga ganas de desgarrarlas y pasar corriendo ante ellas.6
Objetivos plenamente logrados, huelga decir: tanto por parte de quienes reconocen querer destruir el arte como por parte de quienes lo destruyen igual, pero sin reconocerlo.
Y, sin embargo, es cierto, aún quedan entre nosotros, una enorme cantidad de grandes obras de arte.
Quedan: ésta es la palabra. Quedan encerradas, mimadas (ninguna época ha cuidado tanto su pasado artístico) en museos, bibliotecas, yacimientos arqueológicos…
Quedan: ya no surgen, ya no se crean —salvo por parte de una minoría de aguerridos creadores, tan encomiables como marginales.
Es una doble destrucción lo que se produce ante nuestra indiferencia.
Se destruye, por un lado, la gran belleza artística.
Se destruye, por otro lado, la pequeña pero sustancial belleza cotidiana: la que debería envolvernos en nuestro entorno habitual, desde nuestros vestidos hasta nuestras casas.
Ocupémonos primero de ésta.
La vulgaridad o la fealdad de nuestro entorno
Salgamos a la calle de cualquier ciudad, o de cualquier pueblo (total, pocas diferencias quedan ya entre ambos).
6. C. Oldenburg, en Télérama, Hors Série, marzo de 2001.
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Sumiéndose en el habitual estruendo de coches, bordeando fachadas manchadas de graffiti, la multitud deambula atareada, indolente o festera.
Observémosla.
Destaca en la multitud algo que dejaría helado a quienquiera que, habiendo fallecido no hace demasiado tiempo, tuviese la mala ocurrencia de resucitar.
«¡Diablos! ¿Será posible que la gente haya cambiado tanto?», se preguntaría incrédulo nuestro resucitado. «¡No queda en ellos, ni siquiera entre los más ricos, ápice alguno de distinción!», exclamaría antes de regresar corriendo al Hades.
No hay distinción —en el doble sentido de la palabra.
Ha desaparecido, salvo por lo que al éxito mediático o mercantil se refiere, la posibilidad de distinguir a los hombres en función de sus virtudes y méritos.
Y se ha desvanecido la otra distinción, la que era sinónimo de prestancia y elegancia.
Sigamos en la calle y contemplemos a quienes por ella circulan, a los jóvenes sobre todo en noches de marcha y botellón.
Engullidos bajo la uniformidad del mismo desaliño indumentario, que diría Machado, van pasando ante el recién resucitado, quien los mira y se hace cruces, al tiempo que se pregunta si durante su ausencia no habrá estallado la revolución y se habrá realizado el viejo sueño igualitario.
«Los rojos no usaban sombrero», decía, terminada nuestra contienda, aquel anuncio de una sombrerería

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