Boy Dylan: ese jovencito sigue al frente
Juan Luis Gordóbil
19 de julio de 2011
Bob Dylan, setenta años en las alforjas, cincuenta de los cuales dejando su impronta y su garganta en los escenarios de todo el mundo, sigue (y que sea por muchos años) en activo.
Precisamente hace ahora un año, tuve la oportunidad de verlo (por primera vez) en directo al arrimo del Azkena Rock Festival. Bob apareció en el escenario caminando despacio, luciendo un sombrero claro, levita oscura, corbatilla de predicador protestante, guitarra eléctrica en bandolera, un sujeta armónicas ajustado al cuello y la sonrisa puesta, quizá algo forzada, una especie de mueca que recordaba algo al Joker de Batman y que no se le borró durante todo el concierto. Bob, bajo un cielo que presagiaba tormenta pero que respetuosamente aguardó a que “su eminencia” concluyera el recital para descargar el aguacero, bailó mientras percutía los teclados, rasgueó con talento y oficio su guitarra, hizo trinar con ritmo endiablado su armónica virguera y cantó (no muy bien, como siempre, es su talón de Aquiles, alguno había de tener este ídolo al que no le brillan los ojos como al de su Jorkerman,), con esa voz cavernosa y punto cazallera que día a día se está varando (como un barco en arenas secas) debido a unas cuerdas vocales que ya (sospecho) no deben de dar mucho más de sí. El repertorio que ofreció incluyó muchos de los temas de siempre, o de nunca, ya que no hay quien los reconozca. Bob los reinventa, les da la vuelta (entiendo que por no aburrirse y repetirse a sí mismo), les invierte el compás y los vuelve tan camaleónicos como él mismo lo es. Y así, durante hora y media, Bob Dylan encandiló (pero menos) a un público atípico, cargadito de años, en su mayoría escaso de pelo o con las sienes plateadas por las nieves del tiempo (como en el tango), un público al que a veces se le aguaban los ojos, yo entiendo que no tanto por lo que estos veían en ese momento, sino (supongo) por el recuerdo de aquella década más o menos prodigiosa y de bendita protesta, en la que todos se las prometieron muy felices por lo que pudo ser, y sencillamente, no fue.
We shal overcome,
We shall overcome,
We shall overcome some day.
Oh, deep in my heart,
I do believe,
We shall overcome some day.
Eso cantaba Dylan (y otros artistas) hace más de cuatro décadas, y en muchos de aquellos escenarios lo hacía junto a su entonces compañera de andanzas y amores, la sensual Joan Báez. Sentían y creían en lo más profundo de sus corazones (y luchaban con ahínco por esa utópica meta), que algún día vencerían, y con ellos, millones de jóvenes que aspiraban a cambiar un mundo que para ellos, ya entonces daba evidencias de estar bastante gastado y caduco. También profetizó (luego se vio que sin demasiado acierto) y encandiló a los jóvenes (y jóvenas, que diría alguna progre venida muy a menos) de entonces, cuando proclamó que los tiempos estaban cambiando, y también que la respuesta estaba en el viento, o que el arte es el perpetuo movimiento de la ilusión.
De Bob Dylan se ha dicho, entre otras muchas cosas, que es un héroe, un genio, un rebelde, un agitador de masas, el mejor compositor contemporáneo. Y también, un tipo mesiánico y atormentado, aquél que llamó a las puertas del cielo.
Pero hace un par de meses salió publicado en la prensa que ese mismo Bob Dylan contestatario que luchó con ahínco contra los poderes establecidos, cuarenta y tantos años después se había plegado a las exigencias del gobierno totalitario chino y accedió a suprimir de su repertorio un par de canciones, precisamente dos de las más emblemáticas de aquel Dylan inquieto y luchador. Se trata de las ya citadas The times they are a changing, y su canción más famosa, reconocida y versionada, todo un himno a la libertad, Blowing in the wind.
Llegado a este punto, confesaré que mi intención inicial era la de cargar (incluso recargar) la suerte, la de regodearme en el hecho de que este mito de la música, este trovador de Minnesota, se hubiera bajado los calzones ante las presiones de los chinos. Pero un amigo mío, (lleva más años escribiendo que Dylan cantando), experto en vida, en literatura, en caminos con corazón y en muchas cosas más, un tipo, que como el propio Dylan, no es del montón (como alguien le susurró al oído en el corazón de la Plaza del Ayuntamiento de Pamplona, cuando entre lágrimas y emociones, el sentido “Pobre de mí” ponía colofón a los Sanfermines) y lo demuestra a diario, me aconsejó, que no juzgara a Dylan (ni a nadie), que nunca se saben las razones que pueden impulsar a una persona a cambiar de parecer, de idea, de rumbo, que no hay que erigirse en juez de nuestros semejantes, que en la vida, con caminar, basta, porque al final, antes o después, todos nos iremos (y como decía Juan Ramón Jiménez en uno de los poemas favoritos de mi amigo) “Y se quedarán los pájaros cantando”.
Y como mi amigo tiene razón (a lo que él dice tal vez podría añadirse que “nunca debemos ser lo que los demás esperan que seamos, sino lo que verdaderamente somos”), me aferro a lo bueno (que no es baladí) de Dylan: a sus letras, cargadas de poesía y filosofía (y que por sí mismas, merecerían el Nobel de Literatura), y a sus canciones, y a lo que quede de su aura luminosa. En la habitación en la que escribo, suena al azar un tema cualquiera de la larguísima lista de los de Dylan, Absolutely sweet Mary, que contiene un “solo” de su armónica virguera que dura un minuto eterno. Hago mío el mensaje de rebeldía y que a modo de profecía Dylan nos propuso en aquellos malos tiempos, y que sirve a la perfección para estos aún peores que hoy vivimos, y en los que, si es que ya no estuviéramos lo bastante mal, “es tan jodida, tan, pero tan jodida la lluvia que va a caer…”.
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3765
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario