lunes, julio 11, 2011

Juan Luis Gordobil, Tierras de Israel y de Palestina

Invadidas también por las hordas de turistas y de vulgaridad

Tierras de Israel y de Palestina

Juan Luis Gordóbil

8 de julio de 2011

Este que relataré, se trata de un viaje realizado en agosto de 2007 a Israel y Palestina. Han pasado cuatro años, sí, pero en ese minúsculo y conflictivo terruño en el que los dioses y las gentes viven secularmente enfrentados, unido al inmovilismo de los unos, de los otros y de todos los demás, hacen que las cosas, apenas cambien y que esto que me propongo contar, aún tenga su vigencia. Por otro lado, este era un destino marcado en tinta roja en el viejo atlas apergaminado (por el uso y sus muchos años) en el que desde siempre he fantaseado y proyectado futuros viajes.

El trayecto se desarrolló por Tel Aviv, Jerusalén, el Mar Muerto, la Galilea y el mar del mismo nombre, Safed, Nazaret, Haifa…
Mi entrada en la llamada Tierra Santa –no sé si acertadamente o no, tal vez el apelativo de Tierra Tensa le quedase mejor-, no presagiaba una feliz estancia en el país. En el trámite del control de pasaportes del aeropuerto Ben Gurión, la señorita sentada frente a mí y después de un buen rato dando vueltas al documento de marras, me preguntó: “¿cómo se llama su padre?” Se lo dije. “¿Y su abuelo paterno?” Tuve que hacer memoria durante dos o tres segundos –casi ni lo conocí, tenía dos años cuando murió- y se lo dije también. Mi titubeo propició que la jovencita dibujara entonces una mueca sarcástica que evidenciaba un “ya te he cazado”, tomó el teléfono, pronunció unos cuantos vocablos ininteligibles para mí, y al instante apareció un individuo de unos dos metros de altura (a puntito estuve –bromeo, claro– de pedirle un autógrafo, pensando que fuera un jugador del Maccabi) que con muy malos modales me conminó a que le siguiera a una sala en la que seis o siete árabes y una chica belga, muy guapa, por cierto ocupaban casi todos los asientos que allí había. El tipo me arrebató la mochila y me pidió gesticulando como un payaso y a gritos, que guardase el móvil en ella. Arrojó el morral de cualquier manera encima de otros que en un montón se desparramaban y se largó con mi pasaporte en la mano. Durante la larga espera, yo notaba que a los árabes, no les llegaba la saliva a la garganta. La chica belga, a su vez, comenzó a ponerse nerviosa y me confesó con bastante inquietud que había venido a Israel a verse con un amigo palestino. Yo, que tampoco las tenía todas conmigo, traté de serenarla como buenamente pude. Una hora y cuarto después, sin disculpa ni explicación alguna de por medio, el tipo de los dos metros de altura me devolvió mis papeles y permitió que fuera a recoger mi equipaje, que se encontraba tirado en el suelo, junto a las cintas transportadoras, ya totalmente vacías. Los árabes y la guapa belga, sentados en aquella sala se quedaron… aguardando un desenlace a su situación. A la salida del país, por cierto, me sucedió algo parecido, sólo que en aquella ocasión la retención no duró más de cinco minutos.
Una vez en casa, ya finalizado el viaje, envié un escrito a la Embajada de Israel pidiendo explicaciones y me contestaron que no me preocupara, que era una práctica habitual y rutinaria y que en lo concerniente a los malos modos del personal, que… en fin, que no los tuviera en cuenta, que me hiciera cargo de que la situación no es fácil, que viven en un estado de tensión y, bla, bla, bla…
Digamos que este episodio debe de atender a aquello que siempre se ha dicho de los gitanos, que no les gustan los buenos comienzos, porque el resto del viaje fue fantástico y me encontré con una energía y unas vibraciones como en ningún otro lugar las había sentido.
La ruta la comenzamos con un breve y distraído vistazo a la fea, impersonal y con playas de aspecto “benidorniano” Tel Aviv, y acto seguido hicimos rumbo a la histórica fortaleza de Massada, emplazada en pleno desierto de Judea. En este lugar, el rey Herodes y sus súbditos se defendieron “numantinamente” (suicido global incluido) del asedio de las fuerzas partas. Cuenta asimismo la historia que, en otro momento, un diluvio providencial (lo natural en una tierra tan milagrera, pero profundamente antinatural para un paraje en el que jamás llueve), que llenó de agua las cisternas, les salvó de morir de sed.
Desde esta meseta donde el calor seco apretaba de lo lindo, nos dirigimos a tomar un baño en el famoso y fangoso Mar Muerto, hundido a unos cuatrocientos cincuenta metros por debajo del nivel del mar. Poco de atractivo tiene zambullirse en una amplia charca de aguas hiper-salinas, calentorras, densas y pegajosas, a más de cuarenta grados de temperatura ambiente, si no es por el hecho de poder “presumir” de que has flotado en el Mar Muerto. Una vez acabado el ritual, nos encaminamos, ¡por fin!, a la (por mí) deseada Jerusalén.
La ciudad vieja de Jerusalén es extraordinariamente bella y laberíntica y pasar –por ejemplo– de estar en el sobrio y abarrotado Kotel (el Muro de los Lamentos) el viernes a eso de las ocho de la tarde, cuando algunos miles de judíos de las más variopintas sectas, entre cabezazos, danzas y cánticos preparan solemnemente la llegada del Shabat, a encontrarte un minuto después en El Wad, la bulliciosa, colorista y variopinta arteria principal del sector árabe, es como si un hada con su mágica varita, te hubiera transportado instantáneamente de un mundo a otro. La amalgama de, colores, olores y sabores que se concentran en las zigzagueantes y abarrotadas calles de las zonas árabe y cristiana, en las que se ofrecen frutas, pan de pita, zumos, carnes, especias y todo tipo de quincallas, contrasta con la placidez de las encantadoras y sombrías callejuelas desiertas de los sectores armenio y judío. Todo ello unido a la carga ambiental, a la historia y a los incontables mitos y sucedidos que de ella, durante siglos se han vertido, hacen de la vieja Jerusalén una ciudad sencillamente, única.
En cuanto a la Vía Dolorosa, lo doloroso –valga la redundancia– es la mercadería a la que está sujeta esa travesía presuntamente santa en la que ni se ven los rótulos que guían el recorrido del Vía Crucis, ya que están atestados de boludeces, como decía una simpática chica porteña que conocimos en el camino. Ya en el Santo Sepulcro (de difuminado sobrecogimiento, producto de las hordas de turistas que abarrotan, vulgarizan y en cierto modo desacralizan el templo y sus aledaños) coincidí con dos señoras españolas (ya mayores), que con honda tristeza, encontraban imposible hallar huella alguna de Jesús, “entre tanto jaleo de gente y de chismes dentro y fuera de la iglesia”, dijeron.
El espectáculo de mirar (admirar) el atardecer desde el Monte de los Olivos, es único. Las tonalidades anaranjadas, rosadas, violáceas, que los tejados, torres y cúpulas doradas de la ciudad vieja embutida dentro de sus roqueñas murallas, van tomando a medida que el sol desaparece lentamente por occidente, no sólo estimula los sentidos, sino que hace que el espíritu fluya, libre y feliz.
Hasta aquel momento, en ese núcleo central en el que las tres religiones tienen rigurosamente controlados y marcados a macha martillo sus propios territorios, apenas habíamos percibido tensión entre judíos y palestinos. Otro cantar fue cuando nos internamos en los vericuetos del Estado de Israel. Vi policías, militares, montones de chicas muy jóvenes (de no más de veinte años), fusil en ristre, tanques que se nos cruzaban en la carretera, odio latente a raudales. Tuve también la suerte o la desgracia (pude corroborar lo que conocía sólo de oídas) de pasar por una parte de la Cisjordania –en el trayecto que va, creo, de Belén a Jerusalén- y observar con desagrado, ese vergonzoso mazacote de cemento armado, ese muro gigantesco, espantoso y pavoroso que a ambos lados de la carretera levantan los israelíes para aislar y humillar (no sólo para defenderse, como ellos aducen) aún más a los palestinos, que yo no digo en absoluto que sean hermanitas de la caridad, que todos sabemos que no lo son, y aún menos sus líderes, pero sí (o al menos eso parece) la parte más débil en ese conflicto. No es justo que las barbaries e indignidades que se han perpetrado contra los judíos, ahora, por despecho y a base de poderío militar, las estén volcando contra los palestinos.
El viaje continuó por el Valle del Jordán, la Galilea y los Altos del Golán. De entrada, subimos al agradable y frondoso Monte de las Bienaventuranzas, visitamos y nos dimos un chapuzón con rango de bautismo en Yardenit (este sitio me recordó ligeramente, salvando muchas distancias a las imágenes que he visto de los Ghats de Benarés), lugar donde dicen que San Juan bautizó a Jesús. Arribamos más tarde a Tiberiades, navegamos (a caminar sobre él, no probamos) por el falso mar de Galilea y después comimos el célebre, sabroso, algo escuálido y demasiado espinoso pez de San Pedro. Rendimos una demasiado efímera visita (por desgracia, para mi) a la hermosa, cabalística y mística Safed y nos dejamos caer en Cafarnaún, allí donde nos cuentan que vivió y pescó Simón Pedro, años antes de llorar amargamente.
Por curiosidad, nos acercamos también a Los Altos del Golán, que en puridad no son israelíes, sino sirios y bordeamos la frontera con el Líbano, enclave en el que viven –no tengo ni idea en qué condiciones- los drusos, que lucen en las ventanas, su bandera multicolor. Y llegamos por fin a Nazaret. Gente que es muy mariana, me había dado mucho la tabarra con esa ciudad en la que presuntamente nació la Virgen María. “Vete a verla, es una maravilla”, me habían dicho. Pero lo cierto (y siento defraudarles) es que es muy fea. La iglesia de la Anunciación, a mí me resulta de pésimo gusto arquitectónico y la ciudad tampoco vale nada. Lo único que se salvó fue la contemplación de otro atardecer (son preciosos aquí), esta vez, desde la piscina del hotel en el que nos alojábamos, en lo alto de una ladera.
Los últimos coletazos por Tierra Santa, consistieron en visitar la antiguamente romana Cesarea Marítima, con su mar netamente azul que contrasta con una tierra de un amarillo casi cegador y donde se conserva un anfiteatro en el que se ofrecen conciertos veraniegos. También paramos en Haifa y nos dejamos seducir por el espectacular y muy oriental mausoleo de los Bahai (esa religión, amalgama de muchas religiones) que se alza en progresión hacia el Monte Carmelo y que cuenta en sus jardines, visibles desde el exterior, con una lujosa fuente en forma de flor de loto.
Y de esta manera dimos término a nuestro periplo por Israel y Palestina, tierra de amores y odios, de horrores y grandeza, de dioses (no sé en realidad si son tres, o es uno tripartito), de pasiones y de guerras, pero que sin embargo y a pesar de todo, bien merece una visita.

http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3755

No hay comentarios: