Olvidar al criado Lampe
.Obstinarse con Lampe no conduce a nada: lo suyo es recordar no recordarlo.
Que bastante tendremos con tratar de ir lampando
TOMÁS CUESTA
Día 19/07/2011
AL criado Lampe, que sirvió en casa de Kant durante más de cuarenta años, le pusieron de patitas en la calle al comprobar que, además de meter mano en la caja, no en exceso provista, de su anciano amo, había llegado, incluso, a levantársela. Sin embargo, el impecable pensador de Königsberg (un hombre que, cual es fama, había convertido la rutina en un arte) no alcanzó a acostumbrarse al novedoso «statu quo» que, sobre salvaguardar su hacienda, le liberaba del espectro de los malos tratos. De ahí que, en su cerebro, en esa luminosa ciudadela que antaño diera albergue a lo divino y a lo humano, no cupiese otro fámulo, a la postre, que el antedicho y tenebroso fámulo. «Verba volant, scripta manent», afirma la sentencia clásica. La palabrería se la lleva el viento y la escritura permanece mientras la tinta aguante. Lo suficiente, al menos, como para que el «magister» Kant esbozase el esquema de su última lección en el cuaderno de bitácora de un naufragio estático: «Recordar, ante todo, que, a partir de esta fecha, el nombre de Lampe ha de ser olvidado».
Si el vetusto país ineficiente («algo así como España entre dos guerras civiles…»; susurra, «de profundis», Gil de Biedma, aliñando la asonada en asonante) intercambiase, al fin, la vena cainita por el venero moral del apunte kantiano, no lograríamos, quizá, forjar la paz perpetua, pero los cementerios —o las necrópolis, o los camposantos: cada uno en su nicho y que Dios, o Natura, nos coja confesados— no se parecerían tanto a un campo de batalla. Por suerte, y mal que les pese a muchos que insisten en vivir al filo de la sangre, nuestro criado Lampe lleva una eternidad criando malvas. Así debe ser y así nos luce pelo: lustroso y aseado, limpio de tiña y caspa. Cosa distinta es que, cuando hay que sacar ventaja de los descabellados desvaríos de un pretérito infame, a nadie le repugne que la ocasión la pinten calva. En vez de recordarnos que urge olvidar a Lampe, los muecines del rencor llaman al aquelarre. La desmemoria, al parecer, es un delito de lesa iniquidad contra los descarnados, un escarnio blasfemo, un salivazo por la espalda.
«Quien aspire a construir la historia ha de olvidar la historia». Ernest Renan, hace ya siglo y medio, nos regaló una fórmula que, en las presentes circunstancias, se antoja tan vigente que ni hecha de encargo. Entonces se trataba de rescatar a Europa de una ciénaga cafre en la que los nacionalismos acabarían, al poco, empantanándola. Ahora, la advertencia, sin ser el pregón de un drama, aún sigue siendo hermosa, todavía es exacta. Al cabo, ¿qué es la historia —o sea, las historias, lo mismo las pequeñas que las grandes— sino un interminable memorial de agravios? Pervertida por el resentimiento o la venganza —escribirá Pascal Bruckner glosando el horror balcánico— la memoria es un cepo, una liturgia obscena, un toma y daca agusanado. El olvido es, en cambio, lo que posibilita el porvenir ya que, sin imponer la amnesia, inhibe las algaradas contumaces.
Total, a lo que íbamos y, de paso, nos vamos. Obstinarse con Lampe no conduce a nada: lo suyo es recordar no recordarlo. Que bastante tendremos con tratar de ir lampando.
http://www.abc.es/20110719/opinion-colaboraciones/abcp-olvidar-criado-lampe-20110719.html
martes, julio 19, 2011
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