lunes 11 de julio de 2011
Fallecido a los 98 años Otto de Habsburgo
En la muerte del Emperador
Rodolfo Vargas Rubio
6 de julio de 2011
Acaba de morir a los 98 años el decano de los varones de la realeza europea: Su Alteza Imperial y Real el archiduque Otto de Habsburgo-Lorena, emperador de iure de Austria-Hungría y, como tal, jefe de la Casa de Habsburgo entre 1922 y 2007. Era el último eslabón viviente de Austria y algunos otros actuales países y regiones europeos (Hungría, Chequia, Eslovaquia, Croacia, Eslovenia, Bosnia, Serbia, la Alta Silesia, Galitzia, Transilvania, el Bánato, Trentino-Alto Adige) con el pasado que les fue común y que quedó liquidado en 1919 con el Tratado de Saint-Germain-en-Laye, que consagró la desmembración de la monarquía danubiana. En efecto, el archiduque Otto había nacido cuando ésta aún existía, bajo el reinado de su tío bisabuelo el káiser Francisco José I, y fue, de hecho, el último kronprinz (heredero) y príncipe real de Hungría.
Hijo de Carlos de Habsburgo y de su esposa Zita, nacida princesa de Borbón de Parma, vio la luz en el castillo de Wartholz en Reichenau an der Rax (Baja Austria), el 20 de noviembre de 1912. En ese momento no era el padre de Otto el heredero directo del Imperio, sino su tío el archiduque Francisco Fernando, hijo de un hermano menor del Káiser, el archiduque Carlos Luis. Sin embargo, Carlos estaba llamado a la larga a reinar, pues la descendencia del kronprinz Francisco Fernando estaba excluida de la sucesión austrohúngara en razón de provenir del matrimonio desigual de éste con la condesa bohema Sofía Chotek (creada duquesa de Hohenberg por Francisco José I), la cual, aunque aristócrata, no pertenecía al círculo de princesas de rango soberano o mediatizado. Las balas de Sarajevo el 28 de junio de 1914 colocaron de golpe a Carlos en el peldaño más próximo al trono.
Es curioso considerar cómo, a su vez, Francisco Fernando había visto cambiar radicalmente su vida en 1889 a raíz de una tragedia: el presunto suicidio en Mayerling del archiduque Rodolfo, el infortunado hijo de Francisco José y de Sissi, hecho que lo convirtió en kronprinz. A despecho de la inutilidad de especular sobre lo que pudo ser y no fue en la Historia, resulta, con todo, curioso pensar en cómo habrían sido las cosas de no haber sucumbido Francisco Fernando al atentado perpetrado por Gavrilo Prinzip. El archiduque era un hombre de ideas decididamente reformistas y partidario de la paz. Como emperador probablemente se hubiera esforzado en hacer evolucionar el Imperio hacia una especie de federación bajo régimen de libertades y, desde luego, habría evitado a toda costa hacerle el juego a Alemania, la cual no se habría atrevido a lanzarse sola a la aventura de una guerra europea. Carlos, por su parte, habría subido al trono a una edad más madura, lo que le hubiera permitido continuar la obra de su tío con mayor y mejor preparación, con lo cual hoy quizás estaríamos dando el último adiós a su hijo convertido en el emperador reinante de una potencia de primer orden…
Desgraciadamente las cosas sucedieron de modo menos propicio para la dinastía de los Habsburgo y para el Imperio austrohúngaro. El 21 de noviembre de 1916, el viejo emperador Francisco José, convertido prácticamente en un personaje de leyenda y una reliquia del pasado envuelta en un uniforme, se extinguía apaciblemente, casi sin percatarse de la dramática realidad de aquellos días de Apocalipsis. Mientras sus huesos descendían a la cripta de los Capuchinos, su sobrino bisnieto se convertía en Carlos I de Austria y IV de Hungría, el cual se apresuró a hacerse coronar como rey magyar en Budapest con toda la pompa tradicional: era tal vez una manera de exaltar el espíritu patriótico en los tiempos particularmente difíciles de la Gran Guerra mediante el rico simbolismo del rito. En esa misma ceremonia, compareció el pequeño archiduque Otto –que acababa de cumplir los cuatro años– como nuevo príncipe heredero, revestido también con los atributos de su investidura, bajo la atenta y solícita vigilancia de su madre la enérgica emperatriz Zita.
Otto fue el mayor de los ocho hijos de la pareja imperial, familia que puede parecer numerosa, aunque no tanto si se la compara con otras que aparecen en su ascendencia, por ejemplo: la de María Teresa de Austria (que dio dieciséis vástagos a su esposo Francisco I de Lorena) y la del padre de Zita, el duque Roberto I de Parma (un prolífico Borbón que tuvo la friolera de veinticuatro retoños, habidos sucesivamente en sus dos mujeres: María Pía de Borbón-Dos Sicilias y María Antonia de Braganza). Su infancia habría podido transcurrir, como la de esos Habsburgos y Borbones, en medio de una placentera y bulliciosa felicidad burguesa, de no ser porque coincidió con el turbulento fin de una época y de un modo de ver las cosas y de vivir. A una edad en la que se imprimen fuertemente las impresiones de la vida en un niño, Otto fue dejado la mayor parte del tiempo al cuidado de gobernantas, pues sus progenitores casi siempre estaban ausentes: el padre viajando a través del Imperio para intentar recomponer una unidad ya prácticamente perdida y la madre dividida entre su deber humanitario, visitando hospitales y refugios para dispensar consuelo e infundir entereza a los combatientes austrohúngaros y a las víctimas de la guerra, y sus manejos secretos –que fracasarían– para conseguir la paz separada de Austria con los Aliados a través de sus hermanos Sixto y Javier de Borbón-Parma.
Después vino el destierro. Al día siguiente del Armisticio, es decir el 12 de noviembre de 1918, fue proclamada la República de Austria Germana (que sería sucedida al año siguiente por los nuevos Estados resultantes del ya mencionado Tratado de Saint-Germain-en-Laye). Carlos I hubo de salir del país con su familia, a pesar de su intención de quedarse a vivir en Viena después de que delegara el poder (que no abdicara). Se dirigieron a Suiza, desde donde él y la emperatriz viajaron a Hungría. Allí en dos ocasiones (marzo y octubre de 1921) intentaron recuperar el poder. El país, tras un primer ensayo republicano fracasado y la efímera revolución bolchevique de Bela Kun de 1919, había vuelto a ser un reino bajo la férrea mano del almirante Miklós Horthy. Éste, que ejercía como regente (contrariamente a la tradición nacional, que atribuía tan trascendental cargo al arzobispo de Esztergom y príncipe primado) se opuso a la restauración de los Habsburgo, en parte por imposición de los Aliados y en parte por ambición personal. Desposeída de sus bienes en sus antiguos dominios y no habiéndose llevado nada de su fortuna consigo, la familia imperial partió para el exilio en la isla de Madeira, donde se vio sumida en la mayor estrechez material.
Carlos de Habsburgo se extinguió en Funchal a los cinco meses de su llegada a la isla portuguesa. Su organismo, probablemente acabado por las tensiones acumuladas en los últimos cuatro años, no pudo superar una neumonía. Zita, a quien le sobraba coraje y determinación, se hizo cargo de sus ocho huérfanos y dedicó a partir de entonces su existencia a salvaguardar los derechos que heredaba su hijo Otto. Sobre los hombros de este niño de nueve años, que pasó de golpe a la edad adulta, recaía así la formidable carga de una tradición densa y milenaria. Ya desde entonces tomó conciencia de lo que representaba para la Historia y puede decirse que hasta el fin de sus días fue fiel a los valores de su vocación dinástica. Su madre se encargó de que nunca olvidara quién era y sus hermanos, aleccionados por ella en la disciplina y sentido de familia habsbúrgicos, observaron siempre hacia él una obsecuente deferencia que no se desmintió nunca. Ningún sacrificio fue ahorrado con tal de dar a Otto una buena preparación para la eventual asunción de sus supremas responsabilidades.
Estudió Ciencias Políticas en Lovaina, lo que le franquearía en el futuro las puertas de la vida parlamentaria. El difícil peregrinar del destierro le sirvió para conocer países, regiones, lenguas, mentalidades y gentes diversas: España, Francia, Bélgica, el Quebec, los Estados Unidos, Suiza, Baviera, el País Vasco… Hizo honor a su apellido al protestar formal y enérgicamente contra el Anschluss. Ver a su Austria natal subsumida en el Reich hitleriano era demasiado como para que el heredero del Imperio danubiano guardara silencio. Desde entonces, fue malquisto al Führer, que, aunque austríaco de nacimiento, se consideraba más bien depositario del nacionalismo prusiano. Otto veía en el nacionalsocialismo la lógica consecuencia de la disolución del Imperio austrohúngaro, factor secular de equilibrio en el avispero de la Mitteleuropa, y la incomprensible preservación de Alemania, la verdadera causante, sin embargo, de la catástrofe de 1914-1918. Pero le horrorizaba igualmente el totalitarismo marxista, en el que veía la negación siniestra de los valores fundamentales de la Civilización europea. Por eso, fue un convencido anticomunista, lo que no le impidió prestar su atención y apoyo a los países de la órbita soviética que habían sido otrora parte de la monarquía habsbúrgica.
Como superación de los deletéreos extremismos totalitarios, el Archiduque hizo suya la idea paneuropea que en 1923 había lanzado el aristócrata austríaco Richard Nikolaus Graf Coudenhove-Kalergi, verdadero padre de la Unión Europea (aunque su figura se ha visto injustamente opacada por la de otros próceres, ciertamente meritorios de reconocimiento pero posteriores, como Emanuel Mounier). Cosa, por otra parte, natural tratándose del heredero de la tradición universalista de los Habsburgo expresada en su divisa, que reza: “Austria est imperare orbi universo” (el famoso AEIOU), lo que no significa en modo alguno una voluntad avasalladora, sino una vocación integradora en el contexto del ideal de monarquía universal, teorizado magníficamente por Dante y encarnado sucesivamente en personajes clave como Carlomagno, Otón I, Federico II y Carlos V. Y aunque la Guerra de los Treinta Años lo había liquidado definitivamente en el siglo XVII y las Guerras Napoléonicas habían forzado la disolución del Sacro Imperio (que era su concreción), el emperador de Austria (posteriormente de Austria-Hungria) seguía siendo visto como el sucesor nato de los Césares romanos y de los emperadores cristianos. En la liturgia de la Iglesia Católica se conservó hasta 1955 la oración solemne “pro Imperatore” de Viernes Santo, que expresa el papel unificador y civilizador asignado al supremo monarca: “Oremus et pro Christianissimo imperatore nostro [Nomen] ut Deus et Dominus noster subditas illi faciat omnes barbaras nationes ad nostram perpetuam pacem” (Oremos por nuestro cristianísimo emperador N., para que Dios nuestro Señor le someta todas las naciones bárbaras para nuestra paz perpetua”).
Es claro que Otto de Habsburgo no pretendía la resurrección ni del Imperio de Occidente ni del Sacro Imperio Romano Germánico, ni se hacía ilusiones sobre una eventual restauración del Imperio que aún rigió efectivamente su padre. Pero rescató lo esencial de la idea imperial para propulsar el europeísmo, un europeísmo no basado principalmente en la economía (como desgraciadamente sucede hoy), sino un que hunde sus raíces en la Historia y en la tradición, que aprende del pasado y que, gracias a esa valiosa experiencia puede proyectarse hacia el futuro con seguridad. No era sino la puesta en práctica del sabio lema romano: “ex praeterito praesens prudenter agit, ne futura actione deturpet”. Fue el olvido del pasado el que condujo y conduce a Europa a la catástrofe. Ni mucho menos entraba en la visión política de Otto propugnar nuevamente el autoritarismo de su tío Francisco José I. Al contrario, siguiendo las huellas del archiduque Francisco Fernando, vio en la democracia occidental un instrumento valioso e imprescindible de unión y concordia políticas. Por eso entró en el juego democrático y en la carrera parlamentaria, tribuna privilegiada desde la que pudo hacerse oír, concitando el respeto de sus interlocutores.
En el Archiduque se dieron, pues, de la mano tradición y modernidad. Aunque persona sencilla –con esa sencillez que es virtud de los verdaderos grandes– fue celoso defensor de sus derechos. Sólo flaqueó en 1961, cuando renunció a ellos, cayendo en la trampa que le tendió el gobierno austríaco, con la promesa –no cumplida– de dejarle vivir en el país a cambio de convertirse en un ciudadano cualquiera. Más tarde, Otto denunció lo que llamó “una infamia” y reasumió calidad de representante de la legitimidad histórica habsbúrgica. No volvió a deponerla sino en 2007, cuando, al cumplir 95 años, la transmitió íntegra a su hijo el archiduque Carlos. Y aquí entramos en el ámbito familiar. Otto de Habsburgo, fiel al ejemplo de la familia de su madre y al más lejano de María Teresa, fue un hombre muy apegado a la felicidad doméstica. Casado con la princesa Regina de Sajonia-Meiningen, no tuvo, en cambio, una dilatada descendencia como la de su padre y su abuelo el duque de Parma; tan sólo dos hijos aseguraron su posteridad: el ya mencionado archiduque Carlos y el archiduque Jorge. Estuvo muy enamorado de su esposa, cuya muerte el año pasado parece haber precipitado la suya, cuando todos esperaban poder celebrar su centenario (caso idéntico, por cierto al del príncipe Francisco José de Liechtenstein, que no superó el deceso de la princesa Gina, su consorte, y la siguió a la tumba a los pocos meses en 1989).
Otto pagó su tributo a los nuevos tiempos que corrían para las jóvenes generaciones de la realeza europea: hubo de aceptar como dinástico el matrimonio del archiduque Carlos, a todas luces desigual, con una hija del rico barón Thysen-Bornemisza, siendo así que la Casa de Habsburgo-Lorena había sido tradicionalmente extremadamente estricta en este campo. Cabe preguntarse qué opinan de ello los actuales Hohenberg, descendientes de la pareja archiducal asesinada en Sarajevo y apartados de la sucesión imperial por provenir de una unión considerada desigual. Y pensar que, al fin y al cabo, puestos a olvidarse de las normas, son ellos los Habsburgos primogénitos… El archiduque Jorge, por el contrario, contrajo enlace dentro del círculo de las casas soberanas, con la princesa Eilika de Oldenburgo. Ambos hermanos tienen hijos, que aseguran la continuidad del augusto apellido Habsburgo-Lorena.
Y hablando de Lorena, es significativo que el difunto archiduque haya usado a menudo el título de duque de Lorena y de Bar (que le venían del emperador Francisco I del Sacro Imperio, esposo de María Teresa, nacido Francisco Esteban de Lorena). Y es que la Lorena es la heredera de la Lotaringia (de hecho, el nombre en alemán de esa región es Lothringen), ese Estado intermedio entre Francia y Germania forjado por el Tratado de Verdun de 843, que estuvo a punto de consolidarse, después de muchas vicisitudes, con los Estados Borgoñones y cuya pervivencia hubiera evitado más de un conflicto a Europa. No se olvide, por otra parte, que también fue la cuna del Sacro Imperio. No es casual que Otto se casara en Nancy, la antigua capital del ducado de Lorena, incorporado sólo en 1766 a Francia y que sufriría, junto con Alsacia, los vaivenes del nacionalismo identitario, pasando dos veces a depender de Alemania (bajo el Imperio Alemán y bajo el Reich de Hitler).
El próximo 16 de julio tendrá lugar en Viena una ceremonia de otros tiempos, pero cargada de un extraordinario simbolismo: la tumulación de los restos mortales del archiduque Otto en la Cripta de los Capuchinos, el Panteón familiar de los Habsburgo. En rigor, habiendo abdicado en su hijo Carlos, el augusto difunto no acudirá a ella como emperador de Austria; rey apostólico de Hungría; rey de Bohemia, de Dalmacia, de Galitzia y Lodomeria, de Croacia y de Iliria; rey de Jerusalén; archiduque de Austria; Gran Duque de Toscana y de Cracovia; duque de Lorena, de Salzburgo, de Estiria, de Carintia, de Krajina y de Bucovina, de la Alta y la Baja Silesia, de Módena, Parma, Piacenza y Guastalla, de Auschwitz y de Zator, de Ciesyn, Friuli, Ragusa y Zara; conde de Habsburgo y del Tirol, de Kyburg, Gorizia y Gradisca, de Hohenembs, Feldkirch, Bregenz y Sonnenberg; gran príncipe de Siebenbürgen, príncipe de Trento y Bressanona; margrave de Moravia, de la Alta y la Baja Lusacia y de Istria; señor de Trieste y Cattaro, gran voivoda de de Serbia… Pero ciertamente irá a reunirse con sus antepasados como uno de los príncipes más insignes y lúcidos de una dinastía que, juntamente con la de los Capetos, fue constructora de nuestra civilización. Alteza Imperial y Real: ¡descanse en paz!
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3751
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