martes, julio 19, 2011

Cuentos nacionalistas (es muy largo, recomiendo paciencia)

CUENTOS NACIONALISTAS
Título: CUENTOS NACIONALISTAS
Editor original:
Isidoro Correa Plaza
Vulcano Ediciones
C/Marcelo Usera, 9
28026 Madrid (España)
Teléfono: 909 -10 86 44
Telf y Fax: (34 l)-476 38 93
Colección: Pluma Perdida (20)
© Augusto Mª Bruyel Pérez
© Vulcano Ediciones
ISBN: 84-7828-027-8
DL: M. 16.901-1997
Portada: «Combate». Detalle Crátera Corintia.
Reproducción Louvre. París.
Composición: Jordi Escuer
Impreso en España
Fareso (Madrid)
Si es peligroso vivir en este
mundo no es debido a aquellos que
causan un daño sino a todos aque—
llos que miran hacerlo y no reaccionan.
Albert Einstein
Porque, si no lo cuento, reviento.
Manuel Jardón
ÍNDICE
Prólogo de Aleix Vidal-Cuadras
Prólogo del autor
Argumentatio finalis
Conversos
Psicoterapia
Esquizofrenia
El Arcipreste de ETA
Formación del espíritu nacional
Galeusca
El Celta
Comunidades histriónicas
La víctima era catalana
Love story
Prólogo a los Cuentos nacionalistas de Augusto Bruyel
El nacionalismo puede ser teorizado, vivido o sufrido, pero difícilmente ignorado. Uno de sus
principales tratadistas lo ha llamado «el dios de la modernidad», porque su llamada exaltante y
feroz ha sonado con persistente intensidad sobre los campos de batalla y los grandes movimientos
de masas del mundo durante los últimos dos siglos exigiendo un tributo de sangre y de
irracionalidad hasta extremos en ocasiones apocalípticos.
En nombre de la nación se han alumbrado los más gloriosos heroísmos y se han perpetrado los
crímenes más horrendos, y los pueblos han sido arrastrados al combate o a las urnas con una
eficacia movilizadora jamás igualada en la Historia de la Humanidad.
Los conductores de hombres que se han decidido, consciente o irreflexivamente, a tremolar la
bandera de la identidad para solicitar la adhesión de sus contemporáneos y ganar su obediencia han
liberado fuerzas primordiales, arrolladoras y telúricas que, una vez desatadas, casi nunca han sabido
o querido controlar.
Su inmenso poder les ha emborrachado poseyéndolos hasta la insania, o los ha arrastrado, incluso
contra su voluntad, al triunfo o a la catástrofe.
Renan afirmó con singular acierto que todas las Naciones habían sido construidas con violencia y
destrucción, y que su existencia y perdurabilidad se basaba tanto en la memoria histórica como en el
olvido de ciertos episodios cuya remembranza haría imposible la convivencia de los connacionales
bajo un mismo pabellón. Por eso el nacionalismo, que rastrea continuamente el pasado en busca de
raíces sustentadoras y pretextos justificativos, nunca lo hace con espíritu crítico y objetivo, sino de
manera parcial y selectiva, desechando los materiales pretéritos que lo debilitan, e intensificando o
simplemente inventando todo aquello que le proporciona verosimilitud y legitimación. El
nacionalismo es así una forma de amnesia selectiva y deformante, opuesta por naturaleza al análisis
sereno y generadora de sumisiones rebosantes de convencimiento y ausentes de razón.
Para abordar este fenómeno, a la vez apasionante y sobrecogedor, se han utilizado diversos
instrumentos: el económico, el psicológico, el histórico, el sociológico y el estético. Rara vez se ha
optado, al menos deliberadamente y en España, por el literario.
Recientemente lo hizo Antonio Robles, con su estremecedora novela Extranjeros en su país, y
ahora lo intenta Augusto Bruyel, con una recopilación de relatos cuyo título no sólo no oculta sino
que exhibe su inquietud y su intención.
Estoy convencido de que este tipo de aportaciones intimistas al estudio y a la reflexión sobre el
nacionalismo, externos al debate académico, político o científico, son de considerable valor y
deberían estimularse y frecuentarse.
Examinar el nacionalismo a través de sus protagonistas cotidianos y anónimos e ilustrar mediante
situaciones y vivencias concretas sus consecuencias sobre la vida de seres humanos corrientes sirve
para enfrentarnos con su rostro mas próximo y a veces más inadvertido.
Los personajes que animan los Cuentos nacionalistas de Augusto Bruyel despliegan ante nosotros
su peripecia, tratada siempre con amable ironía, y nos demuestran que el nacionalismo está teñido
de absurdos y de contradicciones que no pocas veces alcanzan una trágica comicidad.
Resulta particularmente impresionante el último de sus relatos, a medio camino entre la ciencia
ficción y al apólogo filosófico, de excelente construcción y de bien administrada intriga, hasta que
el desenlace enciende la luz oscura que nos revela el abismo que separa a los protagonistas,
victimas, como tantos otros, del culto atroz al tótem tribal.
El éxito del nacionalismo radica en su tremendo poder de coacción y en el temor que inspira su
fuerza elemental. Augusto Bruyel, que ha conocido de cerca sus efectos, tanto en Cataluña como en
Galicia, nos demuestra en este libro que la literatura puede combinar admirablemente la lucidez y el
valor.
Aleix Vidal-Quadras
Prólogo del autor
La pérdida violenta de un amigo implicado en aportar su granito de arena en la lucha por la libertad
de expresión me sacudió tan hondamente que consiguió desperezar las últimas desidias y movilizar
las energías suficientes para colaborar en el mismo empeño y contribuir también con eso a rendirle
un último homenaje. Unido a esto, las oportunas correcciones y opiniones de otro amigo sobre los
textos que le iba enviando, junto con los ánimos constantes que su admirada - supongo que también
sentida - aprobación de los mismos me infundía, hicieron posible que algo que, estoy seguro,
preocupa a muchos españoles pueda ser compartido a través de la lectura de esta corta obra.
El libro que en estos mome ntos lees, amable lector, tiene, por lo tanto, una doble pretensión:
denunciar y entretener. Es decir, que pretende enseñar deleitando, como quería Quintiliano. Es así
como desde la elección del título hasta la última frase de cada relato, pasando por las citas que lo
encabezan, todo busca dar un aldabonazo sobre la puerta de la razón.
Es una llamada de aviso, de atención, que contribuya a hacer despertar del increíble sueño en que
parece estar sumida buena parte de nuestra población. Por otra parte, se desea que cada golpe llegue
a sentirse con claridad pero sin estridencias, molestando lo menos posible. A eso aspira el formato
de narración breve y la suave ironía con que se quiere rebozar muchas de las situaciones que se
presentan, por muy irracionales que éstas sean.
Nada impide, por otro lado, que si en algún momento llegaras a encontrarte incómodo, lector atento,
siempre puedas pensar que lo que tienes entre las manos no es más que literatura. Otros, en cambio,
pensarán que lo que están leyendo no es más que un pálido reflejo de una realidad que se les ha ido
convirtiendo cada vez en más incómoda y hasta peligrosa.
La pretensión de denunciar los cuentos del nacionalismo de manera sutil busca la complicidad de un
lector inteligente que sepa ver más allá de la simple anécdota o que sea capaz de ver al vuelo esa
idea que, apenas esbozada, empieza a esfumarse sin tiempo para su completa aprehensión.
De la misma manera que molesta seguir ciertas películas donde todo se explicita sin necesidad y no
se deja sitio alguno a la intuición, al sobreentendido, no parece buen sistema darle todo masticado a
quien lee. Es preferible que ocurra como con muchas de las buenas canciones, modestia aparte: al
principio pueden pasar un poco desapercibidas pero cuanto más se oyen más gustan.
Debe ser el propio lector quien saque sus conclusiones. Para eso cuenta con un buen recurso: la
relectura del texto. Creo que los descifradores avispados poseerán a más tardar después de una
segunda vuelta un cabal entendimiento de lo que entrañan la mayor parte de los cuentos
nacionalistas que se muestran. Existe una cuestión fundamental que no se puede pasar por alto, y es
que todos los comportamientos tienen su explicación. La mayor locura, la conducta más estúpida o
aberrante que podamos imaginar tienen una etiología, unas razones que han llevado a ciertas
personas a comportamientos penosos. Lo que se intenta presentar en estos relatos son una serie de
conductas, a mi entender equivocadas, con las que convivimos a diario y a las que se ha llegado por
múltiples motivos que no impiden que los comportamientos resultantes sean negativos o estén
equivocados, pero que los explican. Si no, no sería posible que se dieran con tanta profusión a
nuestro alrededor.
Se desea evitar, por otra parte, caer en el estereotipo. No es justo presentar a una persona como de
una sola pieza. Si nos fijamos bien nos daremos cuenta, por ejemplo, de que esa persona que
conocemos tan fanatizada por su pueblo, nación o lo que sea, puede ser un buen compañero de
trabajo y con excelentes ideas en otros ámbitos. Estamos hechos de aciertos y de errores. Y, sin
embargo, no creo que las ideas nacionalistas y quienes las sustentan y viven de ellas de manera
burda y fanatizada (cuando no claramente interesada) puedan escaparse de la crítica con que se les
pretende delatar.
Son once los relatos que se presentan. ¿Por qué este cojo, puntiagudo número, y no diez o doce, que
parecen mas redondos y cerrados? Pues porque esta es la cantidad de ideas matrices que surgieron
de manera natural durante algo más de un año y porque, pasado este tiempo, me sentía tan agotado
que pude comprender la sensación que, mutatis mutandis, debió de sentir en su día García Márquez
cuando dijo que «escribir cuentos cansa más que escribir una novela» porque «el esfuerzo de
escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela». Estos once relatos han salido del
alma. Escribir uno más en esos momentos habría sido como escribir por encargo. Había más ideas
en el tintero pero, de momento, han preferido esperar.
Las once narraciones aparecen en el mismo orden en que salieron a la luz. Curiosamente, el
resultado con un primer título en latín y el último en inglés - coincide con alguno de los principios
que han animado la creación de estas historias. A saber: que los españoles tuvimos hace siglos una,
lengua común de la que se derivan todas las lenguas y dialectos de España (el castellano, el gallego,
el catalán, el aranés, los bables, el cheso, el ansotano, el jacetano, etc.), excepto las siete - ¡siete!, no
una - lenguas vascas (vizcaíno, guipuzcoano, alto navarro septentrional, alto navarro meridional,
bajo navarro occidental, bajo navarro oriental y labortano) y sus correspondientes dialectos. Y que
el futuro nos lleva hacia al menos una lengua koiné de comunicación general, lo que demuestra una
vez mas que los hombres han usado siempre el lenguaje para comunicarse, no para darse la espalda.
Aparte de esta casualidad inconsciente del primer y último título envolviendo y dando sentido al
conjunto que se acaba de comentar, los títulos y las citas del principio de cada cuento han sido
seleccionados con sumo cuidado y no pocos desvelos. Su objetivo es poner al lector en situación,
orientarle desde el primer momento hacia donde el relato se encami na. Es por eso que las citas
forman parte sustancial del cuento. Si éste va dirigido sobre todo al sentimiento, aquéllas han sido
buscadas para. actuar sobre la razón.
Quiero señalar también que todas las historias que se narran están basadas en algún hecho real, más
o menos adornado o disimulado. En algún caso es el origen y el centro de todo lo que se cuenta. En
otros son apenas la honda que lanza la piedra.
Tentado estoy en amortiguar algunos de los varapalos que se dan en los relatos y que, como
consecuencia, se puedan recibir, con el argumento cierto de que son muchas las estupendas
personas que he conocido en Cataluña, donde he pasado catorce adorables años y he dejado muy
buenos amigos. Lo mismo podría decir de mi querida Galicia, tierra que me aceptó en adopción y
adonde he vuelto en cuanto he podido; me llevaría unas cuantas páginas escribir solamente el
nombre de los gallegos a los que aprecio y quiero. ¿Y, pues, los vascos? Si no fuera porque me da
cierta vergüenza buscar justificaciones de limpieza de sangre, como de cristiano viejo, tendría que
poner también sobre la mesa el hecho de que mis dos abuelas son vascas, una de ellas - la materna -
con apellido tan convincente como el de Estrataeche.
Puede, por último, que el desarrollo de ciertos cuentos les pueda parecer a algunos ambiguo. No hay
que preocuparse por eso. Los que no quieran aceptar las ideas que se encuentran en estos podrán
hacerlo a partir de una serie de justificaciones que encontraran a determinadas conductas y
continuar viviendo felices. Así, todos contentos. Por una parte, ellos seguirán con su problema
resuelto y, por otra, se habrán confirmado una vez más algunas de las tesis en que se apoyan
bastantes de los presentes Cuentos Nacionalistas.
El autor
Argumentatio finalis
Infiel, adj. y s. Dícese, en Nueva York, del que no cree en la religión cristiana; en Constantinopla, del que cree. Especie
de pillo que no reverencia adecuadamente ni mantiene a teólogos, eclesiásticos, papas, pastores, Canónigos, monjes,
mollahs, vudús, hierofantes, prelados, obíes, abates, monjas, misioneros, exhortadores, diáconos, frailes, hadjis, altos
sacerdotes, muecines, brahamanes, hechiceros, confesores, eminencias, presbíteros, primados, prebendarios, peregrinos,
profetas, imanes, beneficiarios, clérigos, vicarios, arzobispos, obispos, priores, predicadores, padres, abadesas,
calógeros, monjes mendicantes, curas, patriarcas, bonzos, santones, canonesas, residenciarios, diocesanos, diáconos,
subdiáconos, diáconos rurales, abdalas, vendedores de hechizos, archidiáconos, jerarcas, capitularios, sheiks, talapoins,
postulantes, escribas, gurús, chantres, bedeles, fakires, sacristanes, reverendos, revivalistas, cenobistas, capellanes,
udjoes, lectores, novicios, vicarios, pastores, rabís, ulemas, lamas, derviches, rectores, cardenales, prioresas,
sufragantes, acólitos, párrocos, sufíes, muftis y pumpums.
Ambrose Bierce
Diccionario del Diablo
El primer camión respetó el semáforo en rojo. El turismo que le seguía, con cuatro personas en su
interior se detuvo lentamente. El segundo camión, cuesta abajo, intentó controlar los ocho mil kilos
de arena que llevaba de más y... ¡el cielo se vino encima!
Al oír el estrépito, alguien volvió la cabeza.
-¿Qué ha sido eso?
-Ya ves: que un camión le ha dado a otro por detrás.
Enseguida, las sirenas comenzaron a asustar el espacio.
-¿De dónde eres tú, Manuel? -
- Si te digo la verdad, siempre he sido de un lugar distinto al que me encontraba. De chico, en el
Seminario de Orense, era de Vilar de Santos. Mientras estudiaba en Barcelona, me identificaban
como gallego. Si salía al extranjero, era español. En La Coruña dicen que soy de Orense...
-¿Y ahora?
-Pues ahora debo admitir que tampoco soy del sitio en el que estoy.
Manolo era un racionalista nato. De esos que no aceptan nada, pero que nada, que no haya pasado
antes por el tamiz de la razón. La irracionalidad de mucha gente le ponía enfermo y, armado de
argume ntos casi siempre contundentes, procuraba echar una mano al descerebrado de turno.
- Pero, hombre, si quieres que todo el mundo diga Ourense ¿no deberías tú dejar de decir Xixón, o
Conca? —sentenciaba, más seguro que Aristóteles.
- Mira, non me veñas con contos. O decreto que regula a toponimia galega di ben claro que debe
ser sempre «Ourense», fálese no que se fale, aquí, en «Nova Jorque» en «Moscova» ou en «Bos
Aires».
Y el descerebrado se quedaba tan ancho.
A pesar de tanta incoherencia alrededor, Manolo no lo llevaba del todo mal. Una persistente sonrisa
achinaba aún más sus listillos ojos mientras le dibujaba en diagonal el rostro. Como era persona
cabal, la fuerza de la lógica la aplicaba, en otros ámbitos, cayera quien cayera, incluso él mismo.
Como no podía entender (ni él ni nadie) algunos de los dogmas y misterios que configuran la base
de la doctrina católica, sencillamente no creía.
Bueno, en realidad, no creía ya desde el principio.
- ¿Cómo un Dios podría consentir las muertes tremendas por hambre de tantos niños, o la maldad
generalizada, o que un hombre acabe en lo mejor de su juventud postrado para siempre sin poder
mover más que la cabeza?
- Los designios del Señor son inescrutables, Manuel.
- ¿El Señor? Pero si nadie ha podido ver nunca a Dios, hombre.
- Tampoco ha visto nunca nadie un pensamiento, ni siquiera los neurólogos que operan a diario
cerebros, y no negarás que existen los pensamientos.
Manolo razonaba muy bien. Manolo era inteligente y en asuntos como el de la religión su cordura le
llevaba a rechazar, como en tantas otras cosas, lo que mucha gente a su alrededor admitía sin
reflexionar.
Sólo que entre tanta racionalidad su excelente entendimiento podía estarle jugando la mala pasada
de exclusivizarlo todo, de no percatarse de que, además de razón, también existen los sentimientos.
Y que muchas veces los sentimientos tienen razones que la razón no puede entender.
Poco a poco, la gente se iba acercando desde distintos puntos a la pequeña iglesia románica.
Muchas mujeres oscuras entraban. Los hombres permanecían fuera comentando lo ocurrido. Alguna
joven, de minifalda a juego con el color del acto, decidió también quedarse fuera. Dado lo
intempestivo de la hora - casi las cuatro de la tarde - sólo la plenitud de vida que derrochaba el sol
parecía un tanto fuera de lugar. El cielo estaba despejado y radiante. Entre pláticas, también se
asomaba alguna sonrisa.
A las cuatro en punto llegó el cortejo. Al bajar los ataúdes, los lamentos que se oyeron petrificaron
las bocas.
Con mucho respeto se fue entrando hasta que no cupo un alma en la iglesia. Por el presbiterio iba de
aquí para allá un curita, que no lo era tal de cariño, ni por joven, sino por la estatura. Lo que tenía de
pequeño le sobraba de altas voces y de mal genio. Tanto colocaba unos decoloridos paños sobre el
altar como bajaba a berrearle a un parroquiano. Estaba encendiendo las velas y mangoneaba al
mismo tiempo en derredor, mientras entraba y salía de la sacristía con objetos que distribuía por
todas partes, aderezado todo con el oportuno toquecillo brusco de un hastiado cura de aldea.
Por la destreza con la que se manejaba y los aires de suficiencia que emanaban de él, no quedaba la
menor duda de que se trataba del comandante en jefe de la plaza, aunque esta vez hiciera de
ayudante.
Suerte hubo de que el oficiante mayor era joven (al menos comparado con el otro) y normal. No se
pudo comprobar si además sabía cantar porque, cuando menos se esperaba, el pigmeo se soltaba
con un himno que sólo él debía conocer, a juzgar por la poca gente que le seguía. Claro que, aunque
se conociera, el reverendo lo interpretaba de manera harto irreconocible.
Ya en las primeras preces el hombrecillo le quitó de un salto al primer ministro el misal y le
corrigió en unas cuantas páginas la que había empezado a leer en voz alta. El sacerdote, que era de
capital, se contuvo.
Los que no pudieron contenerse, de la risa, fueron los parroquianos (de fuera, porque los propios ya
estaban curados de espantos) al ver aparecer al maestro de ceremonias, entre las muchas vueltas y
revueltas que seguía haciendo, armado con sendas botellas de litro para servir el agua y el vino.
- ¡Nin que fora para unha festa!
Dentro de la ermita se soportaba con dificultad el calor que provenía de un firmamento luminoso,
cegador. El oficio estaba resultando un dislate. Parecía que el estrafalario clérigo les había
contagiado a todos. El oficiante (el normal) se refería constantemente a Manuel y Carmen, cuando
los difuntos eran Manuel y Josefa. Menos mal que Cármenes había muchas en la iglesia. Aunque la
que fuera un poco supersticiosa...
En el momento menos pensado, mientras se dirigía a cualquier sitio y mirando a cualquier lado para
despistar, como hacen los buenos pasadores de balón, lanzaba al aire nuestro pequeño pobre hombre
un cántico de susto. Empezaba fuerte para que no cupiera duda de que, por decisión suya, ahora
tocaba cantar. Y enseguida escondía la voz hasta que, como buen gallego, se comía las últimas
sílabas de la frase musical. Era un continuo vaivén de desinflos que recordaba mucho al pedaleo
rítmico, sin sentido, de los aprendices del armonio.
Entre los proyectos de canto procuraba el eclesiástico ir ejercitando la voz con berros y reproches a
todo dios. Hay quien jura que hasta oyó un carallo.
Cuando, al acercarse el momento de la Comunión, le dio el sexto manotazo al sacerdote principal
para corregirle cualquier cosa y éste, harto, le arrebató con furia el misal estando a punto de caerse
hacia atrás por el impulso, los más cultos de los asistentes ya creían a pies juntillas que estaban
participando en una película de Fellini.
- Desde luego, este Manolo se ha empeñado en ofrecernos su último argumento de que la religión es
una carallada. ¿Por qué te empeñas, Manolo? ¿Tú crees que un ciego de nacimiento es capaz de
imaginarse los colores o la riqueza de un paisaje?
Muy cerca, Manuel descansaba junio a su mujer. Una sonrisa beatífica y socarrona parecía volver a
cruzarle el rostro. En esos momentos él ya no necesitaba creer.
Conversos
La historia de la humanidad no ha sido dirigida por la malicia sino por la estupidez o, para decirlo
de manera suave, por la irracionalidad.
Mario Vargas Llosa
Diario El País
1. El último día de marzo de 1492 el terror se abate sobre los judíos. En las plazas públicas de los
reinos de Castilla y Aragón retumba en los oídos el edicto de expulsión. En él se les anima «...a
convertir a la fe de Cristo, que murió por todos nosotros. E se llegado el mes de iulio ansi non se
fiziere, vésase privado de sus tierras, animales, aperos e doutras posesiones, así como quemado en
hoguera pública quen ansí osara desobedezer a su Rei e ofendiere tan gravemente a Dios Nuestro
Señor..» Quien no quisiera abandonar el judaísmo, pero deseara seguir vivo, debía vender todos sus
bienes raíces y transformarlos en letras de cambio en ese plazo... y, después, marcharse.
Samuel Leví decidió quedarse. En su resolución pesó tanto el recuerdo de muchas generaciones
asentadas en el mismo sitio como el miedo a lo desconocido y a perder lo que era su vida: los
amigos, las posesiones, la inercia de lo habitual... En realidad, al quedarse perdía también amigos y
parientes que se exiliaban. No es que fuera tampoco rico, pero su rostro se afilaba aún mas cuando,
después de sopesar los pros y los contras, deducía que era mucho más lo que tenia que perder si no
aceptaba los requerimientos cristianos.
Pero había un problema, pensaba. - todos me han visto siempre acudir con asiduidad a la sinagoga
y descansar escrupulosamente los sábados. Mis ropas, mis costumbres, mis conversaciones... ¡todo!
me delata como judío. ¡Y me conocen desde siempre!
Una sensación de vértigo, de ahogo, de aniquilación.., se apoderaba entonces de él. Y sólo
empezaba, a reaccionar cuando su desarrollado instinto de supervivencia le apuntaba el disimulo
como la mejor solución.
Fue, quizás, un exceso de agudeza por su parte desconfiar de que los cristianos se creyeran una
conversión tan súbita. Tenía tres meses para demostrarlo, y se afanó con ahínco. Tuvo acceso a un
rápido catecumenado y preparó su bautizo a conciencia, con banquete para casi todo el pueblo.
Cuando salió convertido de la iglesia, lloraba con gran predicamento y a cada pobre que se iba
encontrando (ellos le encontraban a él) le soltaba, despacio y de manera que sonasen, tres o cuatro
monedas. Había calculado que, bien repartidas y a las horas de mayor presencia, repetir esa práctica
durante los trece domingos siguientes le podía reportar a la larga sus buenos beneficios.
Para escapar del fuego, treinta mil familias comenzaron el éxodo en pleno estío. Insultados por la
gente, caminando en plena calina, asediados por las víboras del camino.., se dispersaron hacia
Portugal, Túnez y el Mediterráneo oriental, dominado por los turcos. La llegada a Berbería fue tan
terrible que muchos retornaron pidiendo el bautismo a gritos. Tantos que la pragmática del 5 de
septiembre de 1499 prohibió bajo pena de muerte la entrada a España de cualquier judío «aunque
digan que quieren ser cristianos».
Entre quienes recibieron la inspiración divina después de los ataques indiscriminados de las tribus
africanas se encontraba Zaqueo de Toledo, primo de Samuel. Aunque había malvendido buena parte
de sus posesiones, pensó que aún estaría a tiempo de recomponer su vida y salvar su alma.
Soportando nuevas penalidades y pagando a buen precio comida, bebida y protección, la familia de
Zaqueo desanduvo lo andado.
- Aguantad un poco más. En cuanto lleguemos a nuestro pueblo los muchos amigos y parientes que
allí dejamos nos ayudarán.
Si no fuera por el pasado demasiado reciente de Samuel Leví, cualquiera diría que se trataba de un
cristiano viejo, a juzgar por la decrepitud sobrevenida a causa de tanta oración y penitencia pública
como practicó. Había logrado méritos no ya para ser judío converso sino para ser llevado al
quemadero por el excesivo ardor con que hablaba de Cristo y recriminaba a los demás lo poco
cumplidores que del Evangelio eran.
Efectivamente, Samuel ayudé a su primo.., pero a caer. Lo acogió en su casa más no pudo soportar
verle cantar los salmos a pesar de que se lo hubiera prohibido desde el primer día. En una casa en la
que había al menos un crucifijo de gran valor en cada habitación las rapsodias hebreas constituían
un horrendo sacrilegio. Vio peligrar su alma, con lo que le había costado salvarla. No le quedó más
remedio que avisar a los inquisidores del peligro que suponía para la buena hierba una sola brizna
de cizaña.
Una noche lo prendieron (a Zaqueo sólo, pues Samuel había desarrollado tanto la virtud de la
caridad que no consintió en que se llevaran también a la esposa y a los hijos). El día del Auto de Fe
al convertido le asaltaron sentimientos contradictorios. Por una parte, se mostraba tranquilo; él sólo
había cumplido con su deber. Por otra, notaba cierta desazón interior porque a partir de ahora
debería cuidar de una nueva familia con los haberes de su primo que, en justicia, le correspondían y
que consideraba no del todo suficientes para carga tan grande.
2.
Septiembre de 1939. Las tropas nacionales señorean por la ciudad y los campos de Gerona. Hace ya
cinco meses que, desarmados y hambrientos, los últimos rojos han cruzado la frontera.
¿Los últimos? No. Cientos, miles, decenas de miles de ellos se encuentran presos en cualquier sitio,
a la espera del juicio fatal, o libres y temerosos, desparramados por toda España.
A pesar de que la tramontana empezaba a hacerse notar, un fuerte azul dominaba el horizonte.
Gracias a esa época del año, en la que dominaban los ocres, se disimulaba algo la total desolación
de buena parte del campo.
Acurrucados en el dormitorio principal de una masía lloran con amargura una payesa y sus hijos.
- ¿Qué va a ser ahora de nosotros? - Ellos no habían hecho nada malo. Ni tampoco el seu home.
Destrozar a golpes la cabeza de varios santos en unas cuantas iglesias no podía compararse con
haber abierto la cabeza de verdad de muchos compatriotas con el tiro de gracia. Como mucho, él
solamente había hecho compañía (siempre obligado) en los paseíllos. Y tampoco tenían culpa de
haber tenido como lengua materna el catalán. Luchar para que Catalunya fuese lliure era un dret y
no se les podía acusar de insolidaridad, como pretendían el resto de españoles centralistas.
Tapándose lo que podía con un desvaído abrigo de color violento y una bufanda amarilla
(combinación que había venido usando con asiduidad en los años anteriores per fer país, y que
podía pasar ahora - pensó- por los colores de la bandera nacional) la mujer pasó de despacho en
despacho entregándose en cuerpo y alma a la tarea de pedir clemencia. Le costó lo suyo pero, fruto
de la relación entre enseñar y aprender, logró liberar a su marido, no sin antes haberse cambiado a
un nuevo abrigo azul marino, que llamaba menos la atención, y una bufanda negra, más apropiada
para esos momentos.
La canalla fue también aleccionada convenientemente. Si querían que el seu pare volviera tendrían
que hablar siempre en español e ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar. Les costó també
Dios y ayuda. Al principio les producía mucho corte que mientras estaban cantando a sus amiguitos
las excelencias de una España unida, se les escaparan palabras en catalán, y en la iglesia no sabían
muy bien, a qué santo estaban rezando porque ninguno tenía cabeza.
Pero tan bien se aplicaron todos y tanta costumbre habían dado con los nuevos hábitos que cuando,
por fin, el padre salió de la cárcel pareció no costarle demasiado acomodarse al cambio. Algo se les
debió pegar de la vehemencia paterna porque un día el hijo mayor se lió a tortas con un niño que les
había llamado fills de la seva mare a unos soldados nacionales. La chica se convirtió en fervorosa
militante de la sección femenina, a la que logró afiliar a la mayor parle de las mujeres del pueblo. Y
el hermano pequeño - piadosísimo monaguillo - no consentía de ninguna manera que los demás
compañeros tomaran en su presencia ni medio trago del sabrosillo vino de misa.
Ante tamañas muestras de lealtad a la causa no pudo extrañar a nadie que el maestro quisiera
preparar al hijo mayor para el ingreso y el señor cura bendijera la decisión. Eligió unos estudios
rápidos -Magisterio - que le permitieran ayudar en casa cuanto antes. Pero no se quedó ahí. Se afilió
a la Falange Española y de las JONS, donde desplegó una incansable actividad, y fue un fervoroso
impulsor de la adoración nocturna entre los universitarios. Pocos años después se atrevió con una
licenciatura, la que le dio oportunidad de acceder a una plaza de Inspector de Educación. Para
entonces ya se había convertido en un cielo de persona que practicaba con asiduidad (más en
público que en privado) los nuevos principios. Y cuentan las buenas lenguas que no hubo mejor
impulsor en las escuelas españolas de las virtudes de una España unida, la reciedumbre de nuestra
raza y de los primeros viernes de mes.
3.
Invierno de 1995. En un centro público de la marina occidental lucense está don Gil, un profesor
natural de Valladolid, redactando muy ufano para sus alumnos:
«Cabe-me a honra de vos apresentar o primeiro receituário que sai, cos pratos ainda quentes, das
cozinhas de Hotalaria do Instituta de Formaçom Profissional de Foz.
Umha carta chea de sabor e saber: o sabor da cozinha galega mais enxebre e o sabor desses
aprendizes de cozinheiro que, assessorados polos seus mestres, cozinhárom estos pratos.
Aprendizes, e nom de bruxos, chamados a ser os vindoiros alicerces da nossa cultura
gastronómica.
Nom vos caiba dúvida, a Escola de Hotalaria de Foz é o viveiro no que se terám que nutrir os
profissionis mais qualificados da restauraçom galega.
Ide aló: o bem fazer, a amizade e a boa mesa serám a vossa companha».
Podía haberlo firmado como El de las calzas verdes pero él prefirió el seudónimo Xesús do
Breogám. No obstante, los alumnos, siempre tan perspicaces, supieron enseguida que aquella joya
de la literatura lusista había sido obra de don Xil.
Don Xil no sólo había nacido sino que había sido criado y educado en Valladolid. Lo pilló la
democracia cuando él iniciaba la juventud y ella la vida, lo que les produjo una relación mutua de
euforia, de excitación y también de inmadurez. Un día oyó no se qué de los Reyes Católicos y él,
autoconsiderado como progre, comenzó a desarrollar un claro sentimiento de culpabilidad por lo
que le contaron que había sucedido hace quinientos años. Y decidió que debía restituir parte de lo
que sus lejanos antepasados habían destruido.
Empezó a odiar la lengua castellana, esa imperialista, a la que jamás volvió a llamar española (esto
no le venía de los Reyes Católicos sino de bastante mas acá). Cuando debió trasladarse fuera de su
tierra porque ella, era tan pobre que no tenía, ni de lejos, puestos de trabajo para todos los
castellanos recaló en Galicia, una Comunidad de las denominadas históricas (bien es sabido que la
historia se puede cortar por donde a cada cual le interese), que recuperaba a marchas forzadas algo
de aquello que le habían contado sobre los Reyes Católicos. Sus compañeros de instituto fueron
muy comprensivos con él cuando advirtieron que tanto se había afanado don Xil en demostrar lo
mucho que se autoodiaba que se pasó de estación y llegó también a odiar el gallego. Lo suyo era
ahora el portugués.
- ¿Y no te parece que sales de un imperialismo para caer en otro?
Pero don Gil no estaba para exquisiteces retóricas. Se encontraba muy afaenado en encontrar
palabras para los ejercicios de Ética del día siguiente. Escribía:
Temas de ética. Cançöes
Questiöes gerais. 1.
Attiude ética das pessoas perante situaçoes diversas.
Assinalem-se os temas e/ou subtemas, relativos ao genérico «attitude éática das pessoas», que
suscita a leitura atenta destas duas cançóes de Carlos Cano:...
Cuando el profesor vallisoletano afincado en Galicia acertaba con las palabras lusistas sentía una
felicidad casi orgásmica. Por la noche, con la conciencia ya más tranquila, conseguía dormir a
pierna suelta.
A veces, sin embargo, se le metía en el alma cierta desazón cuyo origen no conseguía descifrar.
Esas noches se las pasaba en un duermevela incómodo, enfermo y cruel.
Psicoterapia
Mecanismos de defensa del yo.
Término del vocabulario psicoanalítico. Se entiende por tales todo procedimiento utilizado por el Yo en su lucha contra
las pulsiones del Ello. El proceso defensivo se desencadena automáticamente cuando surge la angustia; la
representación displacentera (y la pulsión correspondiente) se encuentra con la oposición del Yo, que pone en juego uno
de los mecanismos de defensa de los que dispone: la represión, la formación reactiva, la regresión, el aislamiento, la
anulación, la proyección, la introyección, la vuelta contra sí mismo, la trasformación en lo contrario, la sublimación, el
desplazamiento, la identificación proyectiva...
Ana Freud
El yo y los mecanismos de defensa
(extractos)
La vida en la aldea no se andaba con bromas. Cuando nevaba, nevaba en serio. Si tenía que hacer
calor cuando menos falta hacía, durante la siega calentaba de veras. Y si empezaba a llover, ¡cielo
santo!, llovía muy, pero que muy en serio.
La vida allí era realmente dura. Había que trabajar como bestias no sólo de sol a sol sino también
cuando estuviera, nublado y hasta encapotado del todo. Y siempre a mano. Nada de maquinitas que
te aliviaran la tarea, que ahora ni son labradores ni son nada. Cada. palmo de tierra, cada espiga de
centeno, cada gota de leche tenía que haber sido impregnada con el esfuerzo del propio cuerpo
Dado tamaño esfuerzo para conseguir tan poco, el señor Aquilino Moure y la señora Pepa Castro
decidieron ser unos adelantados a su tiempo y sólo tuvieron dos hijos: un niño y una niña.
Un día aparecieron por allí unos frailes mercedarios. No es que se hubieran perdido, sabían muy
bien lo que querían. Buscaban chicos duros como crollos, sin remilgos, de piedad curtida... Y a fe
que ahí los encontrarían. Ni el señor Aquilino ni la señora Pepa, que sufría de frecuentes migrañas,
se hicieron insistir demasiado. Les prometían educación y cuidado; pero, sobre todo, que su hijo
podría salir del monte. Realizadas las mínimas comprobaciones necesarias, al cabo de pocos meses
Eugenio Moure cambiaba prados, castiñeiros y colinas por cereales, carrascas y llanura.
No le costó en exceso adaptarse a la nueva vida. Es más: a pesar de su tierna edad, o quizá gracias a
ello, el chaval se sintió pronto mejor que peor. El contacto con la naturaleza y los animales no sólo
le había endurecido sino que le había espabilado en algunos aspectos. Mientras algún compañero
de ciudad se encontraba aún en el limbo, él sabía desde siempre qué había que hacer para traer
niños al mundo. ¿Y trabajar? ¡Huy, trabajar! Como se trataba de un internado con suficientes
tierras, granja de cerdos, gallinero, criadero de conejos, enorme huerta..., que se autoabastecía de
casi todo, no faltaban momentos en los que Eugenio pudiera demostrar la capacidad de trabajo que
atesoraba.
- Que venga el gallego, que venga el gallego gritaban tanto los demás niños como los superiores
cuando se hacía necesario enfrentarse a una tarea especialmente dura o desagradable.
Y llegaba el gallego, que venía entrenado para aquello y mucho más, se quitaba la chaquetilla o el
jersey, se arremangaba la camisa y... ¡zis!¡zas!, entre la admiración de todos, dejaba bien alto el
pabellón de su tierra.
Así continuó durante mucho tiempo. La vida en el internado discurría, monótona y segura día tras
día. Mas ocurrió algo que no es que tuviera mucha importancia en si misma pero que a él, sin saber
muy bien por qué, le afectó de manera especial. En uno de tantos rifirrafes habituales entre niños,
Moure discutía una situación de juego con otro compañero cuando éste, inopinadamente y sin venir
a cuento (no era una situación de tareas del campo) le espetó: ¡gallego!
Eugenio, a quien siempre le había parecido que le recordaban el gentilicio con cariño, se quedó
anonadado, sin habla. Cuando más tarde tuvo ocasión de volver a comprobar el matiz insultante con
que se le recordaba su origen, el espacio que los asuntos sexuales habían dejado libre en su
inconsciente lo empezó a ocupar esa maldita palabra y todo lo que al parecer significaba, para él y
para los demás: entre otras cosas, aislamiento geográfico y retraso cultural. Y ese soniquete en el
habla que le parodiaban de vez en cuando y que tanto empezó a odiar. Tanto, que se esforzó en
sustituirlo por otro ajeno, seco y áspero, con sonoridad más fuerte en la última sílaba de cada frase,
justo lo contrario de su querencia natural. Pero tenía la virtud del disimulo y contribuía a rebajar la
tensión interior. Notaba algún problemilla y sentía ciertas sonrisas y miradas sarcásticas y hasta de
rechazo durante el único mes de vacaciones que pasaba en su aldea pero, a pesar de esto, creía que
le compensaba.
Así fue tirando, entre libros, azadas y algunos desvelos que le retorcían de cuando en vez el alma.
No entendía muy bien lo que le pasaba, pero tenía la sensación de un cierto desarraigo interior. No
era de aquí ni de allí. Y aquellas cosas que había conocido desde niño con las que se había
identificado y a las que había llegado a querer, se le volvían inexplicablemente contra él. La carne
de cerdo, tan buena se mirara por donde se mirara, y alimento básico de su aldea, era ahora la causa
de esas figuras rechonchas y de esos coloretes que delataban a sus paisanos, al mismo tiempo que
claro síntoma de la poca variedad en su dieta alimenticia. Aquella gaita de sonido tan poderoso que
el rebufo de una de ellas era suficiente para hacer brincar a todos los mozos en la fiesta del patrón se
había convertido ahora en el sonido estridente e insoportable de un instrumento que le llegó a
parecer estrafalario. Donde vivía ahora daba gusto; no estaba siempre lloviendo y los caminos no se
encontraban constantemente embarrados ni había necesidad de ponerse aquellas incómodas y
pesadas zuecas para caminar por ellos.
Y así casi todo ¿Qué podía hacer para soportar esos desgarros?
Al cabo de bastantes años fuera de su tierra y de la sociedad laica un día dejó los hábitos tirados
sobre un diván. Se trasladó a Salamanca para continuar estudios de letras. A sus padres no les
importó: el Euxenio ya iba bien encarrilado; no tendría que trabajar la tierra. En la aldea decían
algunos con soma que era un desertor do arado pero ¿y qué, si lo era?
A Salamanca se fue con algún otro compañero desertor del arado (tirado por mulas en vez de por
vacas) y desertores todos de la sotana. La verdad es que eran un poco raros y se comportaban de
manera un tanto extraña. Iban como tolos detrás de las chicas y caían enamorados en cuanto una de
ellas se veía obligada a pedirle a alguno de ellos los apuntes de una semana de clases a las que no
había podido asistir. Menos Eugenio Moure Castro, que se mostraba bastante más natural con las
personas del otro sexo. Lo que le tenía ocupada la cabeza al gallego eran otras cosas. Se encontraba
muy harto de tener que intentar ganarse siempre el favor de los demás, para lo que debía mostrarse
habitualmente sumiso y con gracejo. Y, allá donde fuese, le perseguían sus dos apellidos, de los que
no podía escaparse. El segundo aún tenía un pase, pero anda que el primero..
Sintió las garras de la depresión. Los demás no le dieron mayor importancia.
- Es natural en los ex-seminaristas, Eugenio, al menos al principio.
Tú tranquilo. Pero, al cabo de unos meses, acuciado por la necesidad y apoyándose en el conocido
comentario de que el mismísimo hijo de Cela plantaba con toda naturalidad a sus contertulios en
medio de una conversación de café para acudir a la consulta habitual con su psicoanalista, buscó
secretamente ayuda para sacar del atolladero a su abatido Yo.
Era la década de los setenta y la Universidad se debatía en un hervidero de ideas, de panfletos
escritos en papel de embalar que aparecían de repente colgados en las paredes de los pasillos y que
había que leer deprisa antes de que desaparecieran tirados por el suelo; de asambleas, de carreras
con la muerte en los talones, de noticias esperanzadoras, de siglas que se creaban y que producían
un gran reforzamiento interior y social entre quienes se acogían a ellas...
Un poco por tanto ajetreo, y otro poco por las visitas al psicoanalista y la lectura diaria del periódico
en la segunda mitad de la década, lo cierto es que Eugenio se empezó a encontrar algo mejor. Cierto
día, mientras leía con avidez El País en la consulta del psiquiatra, sus ojos dieron con tres letras. No
era mas que tres letras (eso sí, con mayúsculas) pero que daban nombre a un medicamento má gico.
Sus poderes curativos eran tan poderosos que, conforme iba leyendo el prospecto, empezó a sentirse
mejor, mucho mejor, pero que muchísimo mejor. Se sentía salvado.
Un ese momento tomó la decisión seguramente más importante de su vida: se levantó y le dijo a la
enfermera, o recepcionista o lo que fuese, que se había acordado en ese momento de que tenía un
recado muy urgente que hacer y que lo sentía mucho pero que no podía quedarse a su hora de
psicoterapia. Se marchó corriendo al piso que compartía con otros chicos, cogió toda la
documentación personal que pudo y se plantó en la secretaría de su Facultad. Realizó los trámites
que le dijeron al objeto del traslado de su expediente a la Universidad de Santiago y, pocos meses
después, se encontraba, feliz de la vida, en su tierra.
En la capital localizó enseguida los locales de UPG (Unión do Pobo Galego) y se afilió con la
emoción de un neófito. Rebuscó léxico y giros en su infancia y empezó a comunicarse en galego;
siempre, incluso con aquellos que le contestaban en castellano, como era el caso de su propia
hermana. Adelantó un paso y se hizo llamar por todos Uxío; al principio le sonó un poco raro y no
se daba por aludido cuando le interpelaban con ese nombre, pero acabó acostumbrándose. Y en el
futuro le pondría a un hijo suyo Brais. Poco a poco Uxío se convirtió en un hombre nuevo. Atrás
fueron quedando las visitas al psiquiatra y su desdoblada personalidad. Con su nuevo medicamento
no las necesitaba para nada. Iba de asamblea en asamblea y de reunión en reunión, en las que se
manifestaba emocionado o exponía sus ardientes razones con voz trémula y ojillos húmedos.
Empezó a hablar de autoodio (perdón, autonoxo) y se lo restregaba a cualquiera por la cara, así
fuera su mismo padre. Todas las mañas de predicador que le habían enseñado y que no pudo haber
ejercido antes las empezó a utilizar ahora con enorme profusión y sentimiento. Lo mismo se
inventaba una anécdota para atraer la atención de los oyentes como descubría sus (de ellos) ocultos
pecados antinacionalistas o enarbolaba los terribles castigos económicos y de retraso permanente
que se podían derivar por eso. Tumbado un día sobre el sofá, con los brazos cruzados detrás de la
cabeza y los ojos mirando al techo, tras una agotadora pero fructífera jornada en la que su grupo
había aprobado esixi-la ga1eguización urxente de tódolos topónirnos da Galiza, Uxío pensó que
¡por fin! se encontraba en su salvación y en la cumbre de toda buena salud.
Esquizofrenia
...Entre los síntomas más importantes se observan: un trastorno fundamental de la noción de lo real, la falta de
coherencia entre el pensamiento y su expresión, y la ambivalencia efectiva. A estos trastornos se les añaden
sentimientos de despersonalización...; el mundo exterior se percibe como amenazador.
Diccionario de Psicología
Enciclopedia de la Psicología y laPedagogía
El día 3 de diciembre de 1992 nadie habla de otra cosa en la ciudad. Desde las primeras horas de la
mañana una gigantesca nube de humo y llamas sube desafiante desde la costa dejando muy
empequeñecido el gran faro alzado en lo alto de una colina, símbolo de la urbe. Encallado contra las
rocas, el gran monstruo marino, partido en dos, expulsa de sus entrañas una sangre negra, negra y
muy espesa. La catástrofe es inmensa. Se contamina el aire y se echan a perder sobre todo las aguas
y su ya esquilmada riqueza en bivalvos, crustáceos y peces.
Los periódicos acaban de enviar hacia los quioscos la edición del día y lo único que pueden hacer
ahora es acumular datos para el día siguiente. Pero la radio y la televisión escupen de continuo a las
ondas noticias cada vez más alarmantes.
TVE en Galicia organiza en pocas horas un programa de urgencia en el que un marino mercante y
un biólogo marino del Instituto Oceanográfico van a ser entrevistados con el fin de que los
atemorizados ciudadanos puedan conocer más detalles del siniestro y sus posibles consecuencias.
Aunque don José Iglesias es de Ferrol y don Eduardo Gómez madrileño, ambos han sido
convocados por su situación de expertos, no por su lugar de nacimiento.
- Ustedes no se preocupen gesticula sonriente la gentil locutora-. Son quienes más saben de esto y
no tienen más que expresar sinceramente lo que piensan. Antes de conectar cámaras y micrófonos,
La presentadora y sus ayudantes repasan el guión y hablan entre ellos.
- Yo creo que antes de que empiecen a hablar los entrevistados se deben ofrecer algunas escenas
del accidente.
- Hombre, si, estaría bien. Aunque también se podría presentar primero al marino y al biólogo y,
según fueran hablando, ofrecer en pantalla imágenes de la catástrofe.
¡Vamos a hacer una prueba!- grita el técnico de sonido.
La locutora se pone en situación, se concentra durante unos instantes y lee entonces las primeras
líneas del guión:
«As novas seguen a ser preocupantes. As lapas chegan a dez metros, e o fume negro ás veces non
deixa acercarse ó buque. Segundo as opinións dos expertos, é posible que aínda quede crú
nalgunha adega do barco..»
¡Ya puedes parar, el sonido está bien!
La locutora se relaja y dice:
-Caramba, en mis tiempos las lapas nunca llegaban a los diez metros... y se echaban a la paella, ¡ja,
ja, ja!
La conversación informal sigue en castellano, hasta que anuncian que faltan diez segundos para
grabar. En el momento en que se enciende la luz roja, la locutora cambia inmediatamente de
registro idiomático y se pasa al gallego normativo. Después de hacer un resumen de la situación
comienzan las preguntas a los invitados.
- ¿Ata que punto pensa vostede, don Eduardo, que van afecta-los vertidos no litoral coruñés e
ferrolán?
Ciertamente, de manera muy grave. Si no se toman medidas de inmediato para impedir que se
extienda la mancha de petróleo, allí donde llegue, el ecosistema marino quedará muy afectado
durante varios años.
- ¿E cales serían, segundo vostede, as medidas maáis urxentes para reduci-lo vertido: queimalo,
disolvelo con deterxente ?
-Yo creo que habría que compaginar una serie de medidas, tales como...
Deste xeito continuó desarrollándose la entrevista, joya del bilingüismo, y todos tan contentos. Lo
que estaba ocurriendo ese día no era más que el reflejo de lo que había sido el contradictorio año
1992. Dinero a espuertas para algunas Comunidades y miseria para el resto; conmemoraciones de
fastos y gestas pasadas contra manifestaciones de pública vergüenza y arrepentimiento por los
mismos hechos; construcción de puentes y embellecimiento de puertos frente a petroleros a los que
no se les ocurre otra cosa que venirse a destripar a nuestras costas.
Un año tan loco no podía terminar de otra manera que como terminó. A siete días de su remate, el
Presidente de la Xunta se encuentra a las diez de la mañana dispuesto a grabar para la televisión
autonómica un breve discurso que sirva al mismo tiempo de colofón al año y de preludio para el
siguiente, el gran 1993, en que se habrían de celebrar el Xacobeo compostelano y nuestro Quinto
Centenario, que también lo teníamos.
Tras el obligado pase por las manos de la maquilladora, y las pertinentes pruebas iniciales, don
Manuel hace un gran esfuerzo para desfruncir el ceño, se cala unas honorables gafas y lee lo más
despacio que puede las frases escritas con grandes letras sobre unos paneles situados al lado mismo
de la única cámara que iba a grabar el discurso.
- Queridos e queridas galegos e galegas. Moi boas noites. Atopámonos hoxe celebrando unha das
festas máis familiares e agarimosas...
El cámara, profesional donde los haya, no en vano había conseguido el título de especialista en
Imaxe e Son en el moderno centro de Someso (La Coruña), al cabo de un tiempo empezó a aplicar
lo que le habían enseñado. Para romper la monotonía comenzó a describir (lentamente, eso sí) un
semicírculo alrededor del Presidente.
-... que existen no noso contorno... ¡Bueno, yo así no puedo hablar! ¡Si se mueve la cámara tan
deprisa yo no puedo leer! - se oyó tronar.
El profesional hizo una mueca de disgusto y asentimiento, paró en seco el paseo, y se prepararon
todos para empezar de nuevo. El Presidente esbozó una sonrisa.
- Queridos e queridas galegos e galegas...
Todo parecía ir bien ahora. Es cierto que a don Manuel, brillante Catedrático de Derecho
acostumbrado a desgranar largos y profundos discursos, y a mitinear improvisando fogosamente, le
resultaba humillante tener que leer un discursillo de sólo quince minutos que le mostraban, además,
delante de todos, en inmensas letras para niño cegato.
Habían transcurrido ya unos minutos de solemne verbo enriquecido por las aportaciones de la Real
Academia Galega da Lingua y del Instituto Padre Sarmiento, cuando el realizador, que tenía
decenas de miles de tomas a sus espaldas y que, por hallarse un poco más apartado del plató, no
había percibido tanto el primer síntoma de enfado del Presidente, consideró que eran demasiados
minutos sin haber cambiado ni siquiera de ángulo de plano.
- Muévete un poco, Pepe - le ordenó al cámara.
Éste lo hizo poco a poco, con muchísimo cuidado.
-...non son poucos os atrancos que se a topan no camiño para intentar conqueri-lo
desenvolvemento axeitado ás capacidades do noso pobo, cun orzamento tan axustado como ó que
se nos obriga...
¡Esto no puede ser! ¡Si este señor se sigue moviendo yo me voy para casa! ¡Esto es intolerable!
El hombre estaba descompuesto. Sudaba y se echaba mano al cuello para aligerarse un poco la
opresión de la camisa. Llevaba en los estudios de televisión casi dos horas para leer unas pocas
líneas que él habría sido capaz de comérselas de memoria en un santiamén. Pero los asesores de
imagen le habían aconsejado que no, que podría acelerarse o dudar aunque fuera sólo un poco y, en
cambio, con el pase pausado y al mismo ritmo de cada una de las frases el mensaje le quedaría de lo
más lucido. Uno de ellos se levantó solícito a acomodarle el nudo de la corbata.
- ¡Quítese de ahí!— bramó el prohombre, apartándolo bruscamente con la mano.
- Es que se le ha descolocado la corbata, don Manuel - se atrevió a balbucir el señorito.
- ¡Ni corbatas ni carallo de La Habana! ¡Está bien como está! ¡Y yo me marcho!
Aquello era de tolos. Los acompañantes del Presidente no sabían dónde meterse. En el mismo
estudio había varias personas revolcándose en el suelo a causa de la risa. Y el cámara dudaba entre
soltar abiertamente la carcajada o mantenerse circunspecto para evitar que le fusilaran allí mismo.
En fin, cuatro horas después de haber entrado en los estudios de San Marcos pudo quedar listo el
discursillo de marras. Unos días más tarde, los ciudadanos pudieron seguirlo, muy mono y
comedido, alejado de todo castellanismo, muy del gusto de la nueva normativa.
Antes de despedirse, Eduardo preguntó a la presentadora si podría tener una copia, como recuerdo,
de la entrevista.
Sí, aunque no ahora. Podrá recoger una copia dentro de una semana. No obstante, si usted quiere
verla antes puede hacerlo - y grabarla, si lo desea - esta tarde a las tres, cuando la volvamos a pasar
por pantalla.
¡Estupendo! A esa hora se encontraría a unos cien kilómetros de casa pero encargaría a su mujer
que conectase el video. Él podría ver el programa tomando un café en cualquier bar.
A las tres menos cuarto entró en una cafetería de la costa norte, buscó un sitio adecuado, pidió un
café doble y se dispuso a ver el especial Mar Egeo repetido.
- Señoras e señores, atopámonos hoxe acougados pola tremenda catástrofe xurdida neste amanecer
na nosa costa...
¡Qué bonita estaba la presentadora! - Mejor, incluso, que al natural. Hay que ver lo que hace un
buen encuadre y la toma del perfil adecuado - pensó el biólogo. No estaba quedando del todo mal el
programa. Habían conseguido un buen juego de contrastes entre la negritud y sobrecogimiento de
las escenas exteriores y la buena luz y serenidad del estudio; entre la tranquila información que
aportaban los invitados y la apresurada palabrería de la periodista (bueno, a lo mejor no era
periodista; casi seguro que no lo era); entre...
Las entrevistas al marino mercante y al biólogo se desarrollaban con cierta placidez tensa. De
repente, en el bar se alzó una voz quejosa, aunque nadie hizo especial caso. Al poco rato, otra vez.
pero ahora con mayor volumen y remachando más las palabras.
- Pero ¿ será posibel? ¿É que essas duas pessoas nao saben falar o idioma proprio da Caliza?
Vaxa atitude chula e situaçao esquizofrénica. ¿Os da tele nao poden conquerir dous expertos que
nao falem num idioma alleo a nós? ¡Haberia que apresentar subtítulos para que a xente se decate
do que din...!
Se trataba de X.M.S., profesor de educación primaria y coordinador comarcal de la Mesa pola
Normalización Lingüística (MNL). La gente lo conocía. El camarero se fue a otro lugar de la barra
a servir. Los más cercanos se hicieron los despistados, y el bar entero pasó de él.
El oceanógrafo no se atrevió a volver la cara, por si acaso. En cuanto hubo terminado la reposición
del especial, abrumado ante semejante manifestación simultánea de trilingüismo, pagó con prisas y
abandonó el local frotándose la frente para ocultarse. Ya en la calle, don Eduardo, Doctor en
Biología, pensó mientras una mezcla de diversión y de disgusto le acompañaba: «¡están locos estos
gallegos!».
El arcipreste de ETA
Se a Virxe Maria vivise hoxe en
Galicia, de seguro que falaría galego.
Manuel Espiña (sacerdote)
Diario La Voz de Galicia
Ese hombre anárquico y humilde que hace centenares de años que pasa hambre y privaciones de todo tipo y cuya
ignorancia natural le lleva a la miseria mental y espiritual y cuyo desarraigo de una comunidad segura de sí misma hace
de él un ser insignificante, incapaz de dominio, de creación.
Ese tipo de hombre, a menudo de un gran fuste humano, si por la fuerza numérica pudiese llegar a dominar alguna vez
la demografía catalana sin antes haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña.
Jodi Pujol
(Presidente de la Generalilad de Cataluña)
La inmigración, problema y esperanza de Cataluña.
Caminaba resuelta la joven moviendo con desparpajo las bien diseñadas piernas que una ceñida
minifalda blanca por encima de unos pantis oscuros se encargaban de resaltar ante la alegría del
mundo. Procuraba además la chica cimbrearse con donaire para que también participasen del goce
quienes fueran cortos de vista, y sólo se orientaran por el bulto. Unos finos tacones la estilizaban
aún mas. En cuanto al medio cuerpo superior, había desistido de abrocharse los primeros botones de
la transparente blusa ante la imposibilidad de tenerlos sujetos más allá de cien metros de andadura.
Con sus carnosos labios rojos, su deliciosa naricita y sus ojazos negros aún más resaltados por el
arte del lápiz, la muchacha no tenía desperdicio.
Al cruzarse con ella, los hombres ensalzaban la naturaleza y daban gracias a Dios, mientras que las
mujeres mascullaban algo ininteligible. La acera se quedaba estrecha. Se pudo oír algún frenazo.
Pero la bella continuaba impasible arrasándolo todo a su paso. Camuflado en unos pantalones
grises, una camisa insulsa y un jersey marrón de cuello redondo, avanzaba en sentido inverso un
sacerdote cuarentón. Andaba absorto, viéndolo casi todo pero sin fijarse en nada. Súbitamente, el
blanco de la falda se le clavó en el cogote. Intentó defenderse mirando hacia abajo de la minifalda
pero aun fue peor. Al levantar la vista, comprobó con horror cómo dos baterías tierra-tierra
apuntaban directamente a la castidad que tantas energías le costaba mantener. No había escapatoria.
Si no quería chocar con la gente que se agolpaba al retrasar el paso, debía mantener los ojos bien
abiertos. Se acercaba a su ruina a pasos agigantados. Estaba atrapado. En el último momento,
cuando la gloria estaba a su alcance, con un esfuerzo sobrehumano logró mirar hacia otro lado. No
se dio de cabeza contra el tronco de una camelia, de milagro. De momento, se había salvado.
Mientras entraba en la sacristía aún recordaba la visión. Al abrir un enorme cajón y toparse con el
blanco de la casulla, notó un sobresalto. Rezó entonces una jaculatoria.. La recia voz de unos
feligreses saludando desde la puerta contribuyó a desplazar la atención. Se trataba de un encargo
sencillo; rutinario, casi: unas misas en honor de no sé qué mártires. Poco a poco la iglesia se fue
llenando. A la hora justa el delegado del obispo se dirigió hacia el altar, dejó el cáliz sobre el ara,
hizo una genuflexión y comenzó: En el nombre del Padre..
Aquí se encontraba seguro. El pudor (más o menos) de los vestidos, el recogimiento del ambiente y
los cánticos espirituales divinamente - nunca mejor dicho - cantados por esos paisanos suyos con
gran tradición coral le ayudaban a dominar la situación. Le distrajo un tanto y le produjo cierto
gesto involuntario de disgusto aquella entonación extraña del lector de la Carta de San Pablo a los
Tesalonicenses. Pero eran cosas que no quedaba más remedio que aguantar.
Cuando le tocó a él leyó el Evangelio con marcado acento de la tierra para compensar la lectura
anterior. Al terminar, desplegó unos papeles ya preparados sobre el atril, se recogió las anchas
mangas, carraspeó ligeramente y afrontó con decisión la homilía. El tema evangélico era lo de
menos. El arcipreste tenía un arte especial para darle la vuelta y sacarle punta a cualquier texto. En
un santiamén pasó de la ingenua y tan humana visita de la prima de la Virgen María, a hablar de
negocios y, con la destreza de un prestidigitador, le estaba ya leyendo al auditorio el último
ejemplar de la revista Herri 2000 Eliza: «... Yo creo, o al menos quiero creer en la Negociación y
siento sobre mi cuerpo su brisa. Creo en el Adviento, creo en la Negociación y me comprometo a
que la brisa de la Negociación llegue más allá de Euskalherría...».
Era un artista. Sin saber nadie cómo, con las anchas mangas - y arremangadas a la vista de todo el
mundo, estaba haciendo magia armonizando lo que nadie hasta ese momento había sospechado que
tuviera alguna relación. Lo mismo convertía un palo en un clavel que encantaba a la gente al
mostrar la hilación entre ciertas muertes y la violencia cultural y lingüística ejercida contra el
euskera; la violencia política por el no reconocimiento de la autodeterminación; la violencia social
provocada por la intoxicación informativa; violencia socio-económica, violencia de la seguridad,
violencia ecológica.... A todos les iba pareciendo cada vez más claro que las actuaciones de cierto
grupo, con sus dolorosas consecuencias, eran un mero síntoma de la falta de paz en nuestro pueblo.
Conforme iba avanzando el sermón, el sacerdote estaba cada vez más encendido. ¡Hubo un
momento en que, al recordar el encargo de la sacristía para con los mártires, llegó a quebrársele la
voz.. Los parroquianos estaban sobrecogidos. Tenían enfrente a un arcipreste que, a diferencia de
otros, no escribía coplas lujuriosas ni andaba detrás de las dueñas chicas, que en la cama son solaz,
porque chica es la calandria y chico el ruiseñor, pero es más dulce su canto que el de otra ave
mayor. Un arcipreste que, antes de perseguir alguna dueña doña Endrina para procurarse
consolación que le ayudara a soportar mejor la dureza de su estado, prefería, la disciplina y los
tratos con la sangre. Eso si, a poder ser, sangre ajena más que propia. Sangre de inocentes de
inocencia cierta, y no presunta como de la que tanto alardeaba el obispo a quien suplía.
Claro que al otro lado de la frontera - pensó alguno - los arciprestes tenían que ser, forzosamente
diferentes a éste. ¿Cómo, si no, iban a poder representar a un obispo como el de Evreux, famoso por
su lucha a favor del uso del preservativo, su postura contra el celibato obligatorio de los sacerdotes
o su llamamiento a la tolerancia de la homosexualidad? Es cierto que el obispo Jacques Guillot,
como buen progre, metía en el mismo saco cualquier cosa con tal de que fuera contraria al
pensamiento de la mayoría o al orden establecido - así, lo mismo se encerraba durante unas horas
con un grupo de okupas en una casa abandonada que decía que los bretones encarcelados por
albergar a terroristas «son el honor de nuestro país y se han convertido en el símbolo de las
libertades y de los Derechos humanos» -. Pero los franceses siempre habían sido más libertarios, y
había que reconocer que en algunas cosas el obispo de la BrETAgne llevaba razón. ¡Y tampoco se
puede ser perfecto, qué caramba!
De pronto, durante unos instantes se le aparecieron al sacerdote la boca roja y los ojazos negros de
la muchacha mirándole insolentemente. Comenzó a balbucear. Se le cruzó por un momento la blusa
de la muchacha. Estuvo a punto de citar como ejemplo de violencia la presión de los dos pechos -
con sus correspondientes pezones - sobre unos ridículos botoncitos que no podían resistir más. Pero
realizó un esfuerzo añadido, sobrenatural, de concentración y logró eludirla.
Fue entonces cuando pudo ver a los feligreses tal como eran. Al lado de unos pobres (pocos)
maketos se encontraban muchos seres hermosos y fornidos, de los que salía una luz deslumbrante.
Se fijó en que una de las características que los distinguía de los demás asistentes al culto era un
huesecillo de más que pudo apreciar claramente en cada uno de sus cráneos, el cual tenía, además,
un perfil mucho más recto. Todo en ellos era sublime: hasta la inmensa nariz de algunos que, lejos
de parecer descomunal, le confería al rostro una impresión rotunda de nobleza. Con pasmosa
penetrabilidad observó, primero, la vigorosa musculatura y, traspasada la piel, llegó hasta las
vísceras. Como un superman de sotana, sus ojos se adentraron después en las mismísimas venas y
llegó a distinguir una mayor presencia de RH negativo en la sangre azulada de los naturales que en
la de los extraños. Estaba exultante. A los más los vio cubiertos con túnicas blancas, en clara,
demostración de lo que había dicho en el siglo pasado su maestro sobre que el vasco era casto y
puro, y el maketo, un ser lujurioso y lascivo. Descansaban encima de sus cabezas unas grandes
boinas rojas sobre las que pudo leer en letras de oro hasta ocho apellidos de raza, como Arana,
Ardanza, Arzalluz, Bakero, Etxeverría, Garaikoetxea, Haramburu, Estrataetxe, Lecumberri,
Odriozola... y un largo y glorioso etcétera.
Acabó la predicación convulsionado pero procuró continuar los oficios con majestuosa parsimo nia,
contemplado por todos aquellos maravillosos seres. El contraste entre el brillo que desprendían los
euskaldunes y la negritud vulgar de los (pocos) maketos que se encontraban en la iglesia era tan
fuerte que en varios momentos tuvo que violentarse para no bajar los tres peldaños que separaban el
presbiterio de los bancos y, preso de santa ira, abalanzarse sobre ellos a correazos.
Terminada la ceremonia, recogió los bártulos y, tal como vino, se fue, Solo, porque hacía mucho
tiempo que el descreimiento se había adueñado de la gente y era muy difícil encontrar a alguien que
quisiera hacer de monaguillo.
Turbado aún por la emoción, en la sacristía empezó a desprenderse de las ropas sagradas. Oyó un
pequeño ruido. Al poco rato, un siseo. Se giró. De repente, por detrás de unos enormes candelabros
situados entre el hueco que formaba un gran armario y una no menos descomunal cómoda
aparecieron dos esbeltos jóvenes, totalmente vestidos de blanco y calzados con unos fantásticos
mocasines que seguramente les permitían desarrollar magníficas velocidades a la carrera. De la
espalda sobresalían, majestuosas y bellas, dos grandes alas. Aquellos hermosos jóvenes se le
quedaron mirando con ojos entre suplicantes y exigentes. El arcipreste no necesitó demasiadas
explicaciones. Eran dos arcángeles (con pistola Parabellum en lugar de espada de fuego; los
tiempos mandan) y, como tales, se puso a la total disposición de los guerreros del Señor.
Comprobó que traían las manos manchadas de sangre. Roja, obviamente, aunque en otras ocasiones
se la había visto también azulada. Desde luego, lo que de ninguna manera podía ser es que fuera
propia. Lo primero que hizo fue lavarles, reverencialmente, las ma nos. Después les procuró ropa y
accesorios con los que pudieran disimular sus atributos, ya que la posibilidad de que fueran
identificados por los no creyentes de la divina causa saltaba a la vista. Más tarde, los introdujo en
una habitación cuya entrada tenía el santo arcipreste muy bien disimulada detrás de una estantería
móvil repleta de libros piadosos. Para completar el hospedaje bíblico, trajo comida, bendijo los
alimentos y les acompañó extasiado en el ágape.
Estaba embelesado viéndoles reponer fuerzas cuando sintió el estridente ulular de unas sirenas. Dio
un respingo y los ojos le voltearon en las órbitas. Pareció volver en si. Tranquilizó a los ilustres
huéspedes, les pidió disculpas y salió con cuidado de la estancia. Fuera había un ajetreo inusitado
aunque ya conocido de otras veces. Los policías pasaban a toda prisa. Había muchos perros
adiestrados. Pudo ver controles en la bocana de algunas calles y cómo paraban a vehículos o a
ciertos transeúntes se les pedía la identificación. Juntó las manos y miró con devoción al cielo.
Saludó con apresurada sonrisa a un par de parroquianos y volvió a ocultarse en la opacidad de la
casa rectoral. Los valientes jóvenes le aguardaban nerviosos. El les serenó y les garantizó que allí
podrían estar tranquilos hasta que al cabo de unos días pudieran hallarse completamente a salvo.
Semanas más tarde, encerrado en otro tipo de lobreguez, el representante del obispo hojeaba
cansinamente algún periódico. Sólo le interesaban ciertas páginas (se saltaba habitualmente las
secciones de Internacional, Economía o Espectáculos) pero, como ahora disponía de bastante
tiempo libre que matar, se paraba un poco en todas partes. De repente, el arcipreste de Irún se
levantó del banco. Una mezcla de rabia y abatimiento le asaltó. Cierto diario madrileño había
titulado el editorial del día: El arcipreste de ETA.
Formación del espíritu nacional
No sé mucho de dioses, pero acaso de haber nacido a orillas de otro río, de un viejo y pardo dios, padre de pueblos, en
Besarés, junto al sagrado Ganges, o en las marismas del Guadalquivir, lo tomarías todo con más kharma.
Jon Juaristi
El linaje de Aitor (La invención de la tradición vasca)
La llamada formación del espíritu nacional ha tratado de hacerse las más de las veces sobre a base de la búsqueda en el
pasado de sigilos o hechos que permitieran retrotraer lo más posible la aparición de un sentimiento nacional, o incluso
de una entidad nacional ya constituida, aunque fuese de modo embrionario en tiempos remotos. Ahora bien, ocurre que
en todos los nacionalismos estos signos y hechos, por lo general, son interpretados de forma sesgada, cuando no son
deliberadamente tergiversados o cuando no son pura y simplemente inventados o creados de la nada.
Carlos Martínez Shaw
Diario El País
Los alumnos entraban cansinamente. Con parsimonia insolente dejaban caer el fardo de libros,
libretas y utensilios de escritura sobre la vieja mesa, golpeándola. Algunos, más que sentarse, se
desparramaban en los desvencijados asientos. Otros permanecieron de pie intercambiando frases del
más alto nivel sociolingüístico: «¡Jo, tío! Es que... o sea...» «Bueno, eu creo... ou sexa, que...»
Varios de ellos se quedaron en el pasillo del anticuado Instituto cuya construcción databa. del siglo
pasado y había tenido un cierto peso en la formación de los burguesotes locales, sin muestra alguna
de interés por entrar. Y eso que la asignatura no era en absoluto un hueso; se trataba, más bien, de
una piedra: una rueda de molino.
Todos la tenían por una maria y, aunque era conocida. por Política, ese no era su verdadero
nombre, no. El auténtico, oficial y sacrosanto titulo era Formación del Espíritu Nacional, y había
sido implantada en los currículos de la enseñanza obligatoria por las aviesas mentes del Palacio de
San Cayetano para que se pudieran aprender máximas de tanta enjundia como que A nosa doctrina
son os feitos o, a otro nivel pero con mensaje muy sutil, Un compañeiro debe ser un firmán.
Primeiro, porque que vive contigo; segundo, porque pensa como a ti.
Tampoco es que fuera muy difícil aprenderse los principios que se pretendían inculcar en la
asignatura ni captar el ideario que subyacía en todos ellos. ¿Podía alguien tener problemas en
entender aquello de que Pola nación hacia o desenvolvemento? En absoluto. Los padres de la patria
habían elegido unos principios escuetos y pegadizos - De cada Estado unha nación, a cada nación
un Estado - que se encaminaban directos a las vísceras sin pararse a perder el tiempo en los
recovecos del cerebro. Y si para tragarse algunas ideas fundamentales se hacia más necesario de lo
razonable echar mano de la fe, se acudía entonces a las didácticas tiras cómicas del humorista
Xaquín Marín, que aparecían incrustadas de vez en cuando en el manual, como apuntalando el
texto. Por ejemplo, si a algún alumno le entraban dudas respecto a que los Reyes Católicos fueran
los únicos causantes del arrinconamiento de la lengua vernácula, miraba la pequeña historieta
gráfica de Xaquín Marín y volvía a creer. Constaba tan sólo de dos viñetas, pero ¡vaya par de
viñetas! En la primera se veía a un importante señor diciéndole a los vasallos que no se preocuparan
por su lengua, que pondrían a mucha gente enseñándola; en la segunda ya no había palabras,
únicamente súbditos ahorcados de los árboles y con la lengua fuera, enseñándola.
El efecto era contundente. Y más si pensamos en que el libro estaba destinado a chicos de octavo de
EGB. A veces el mensaje del humorista era más críptico (el humor es una cosa muy seria) y dejaba
a los muchachos de séptimo de EGB bastante pensativos, como en aquella historieta en que un niño
regordete y arregladito saluda con un «¡boas tardes!» y le contesta un niño aldeano: «¡buenas
tardes!» «¿E logo por que lle respostas en castelán?», le pregunta un amiguito. «¡Non se merece
outra cousa!», le respondió. ¡Ahí queda eso! En este caso se ve que la tira cómica no estaba hecha
para ayudar en la comprensión de ningún texto sino para plantear alguna cuestión filosófica de
envergadura, que se desarrollaría más tarde.
- ¡Hostia! Yastai el profe.
Guardándole las espaldas entraron los rezagados de mala gana con el profesor, quien, una vez
dentro, extendió el brazo hacia arriba en señal de saludo. Era alto y vestía caro, aunque de estilo
informal. Sobre el labio superior no lucía un bigotito doble, con sus límites perfectamente
recortados, ni llevaba el pelo repeinado hacia atrás y engominado, sino que la hirsuta barba y el
rizado cabello cano le concedían a su altiva cabeza la prestancia de un patricio romano. Se hizo un
silencio sepulcral pues, aunque la asignatura fuera una maría para los alumnos, éstos sabían que el
profesor se la tomaba muy en serio, como correspondía a los contenidos de la misma. Se dirigió con
gesto firme a su puesto, colocó con cuidado sobre la silla la capa y el sombrero, se subió a la
carcomida tarima y escribió siempre lo hacía en la parte superior derecha del encerado la consigna
del día: «¡Pobres de aqueles que antepoñen os seus intereses personais en detrimento dos dereitos
verdadeiros do pobo celta!». Cada frase debía quedar escrita hasta la clase de Política siguiente -
¡ay de quien se atreviera a borrarla! - para que diera tiempo, primero, a que se entendiera (lo que no
resultaba siempre del todo fácil) y, segundo, a que se fuera grabando poco a poco, como sin querer
pero de manera indeleble, en las tiernas mentes infantiles.
Empezaba la clase. El profesor comenzó justificando que para el día de hoy tenía programada la
lectura y comentario de uno de los muchos textos históricos que La Voz de Galicia había estado
publicando durante varios años de la década de los ochenta en el suplemento Galicia de los
sábados, bajo el titulo de Mitología, pero que el periódico se había hecho el remolón y no le había
facilitado ninguna de aquellas historias que tan bien explicaban los orígenes de La nación gallega.
Mucho microfilm y mucho CD-Rom para archivarlo todo pero cuando ha hecho falta recuperar un
texto no han sido capaces de servirlo en dos meses. Era una lástima porque se trataba de unos
relatos preciosos y muy enorgullecedores, por otra parte debidamente contrastados en su
autenticidad, como acostumbran a hacer siempre los periodistas según todo el mundo sabe. Él
sospechaba si el diario le habría negado el acceso a tan interesantes textos porque en apariencia,
sólo en apariencia, resultaban más fantásticos que El señor de los anillos o La historia
interminable.
- ¿No será que, con la distancia de los años, se avergüenzan un poco de lo que publicaron?
-¡Qué dis, home! Os textos son moi bos, como enseguida comprobaredes. ¿De que se teñen que
avergoñar se hai xente que non só crémolo senon que lle estamos profundamente agradecidos a A.
Pereyra pola sua labor investigadora e terapéutica?
Pero los alumnos no tenían de qué preocuparse porque ¡para algo estaban las hemerotecas! Aunque
él ya había conseguido agenciarse de otros documentos - no era, en realidad, muy difícil; había
muchos que explicaban, por ejemplo, los orígenes exclusivamente celtas de la población gallega, o
el origen gallego de Cristóbal Colón - que resultaban tan interesantes y auténticos, o más, que los de
La Voz de Galicia, se le había metido en la cabeza traerles alguna de esas muestras de la mitología
gallega... ¡y aquí la tenía! En concreto, la joya estaba fechada el sábado 26 de septiembre de 1987.
Y, sin otra dilación, se puso a leer con la pretensión de que aprendieran disfrutando:
Los hijos de Crun. En sus páginas iniciales cuenta «La Odisea», esa gran obra atribuida al genio
inmortal del ciego Melesigenes (?), que, mucho antes de que existieran los mitos griegos, ya en los
confines atlánticos de Europa eran reverenciados como dioses Zeus y Poseidón, Atenea y Atlas.
¿Son estos nombres aqueos reflejo fiel de los nombres autóctonos y originales? Evidentemente, no
del todo.
Expectación general.
En realidad, el orgullo nacional de cada pueblo, más que la normal diacronía, produjo cambios.
Un ejemplo palpable lo tenemos en los mismos romanos: con su peculiar «independencia»
colocaron nuevos nombres a las divinidades heredadas de sus antepasados. El propio Cronos
pasó, en Roma, a ser llamado Saturno.
Interesaba mucho que la tesis a defender tuviera unos principios lo más pseudocientíficos posible,
ya que las conclusiones y corolarios que se pretendían deducir iban a ser de garabatillo.
Pero - continuó leyendo - al comparar las mitologías de los diversos pueblos, siguiendo las
directrices del genial Dumézil (son siempre muy útiles los argumentos de autoridad), se puede
comprobar que provienen esencialmente de un punto único, generatriz de todas ellas.
Así, al cotejar también los diferentes nombres en una serie de dioses, afines por sus atributos,
podremos descubrir al más antiguo:
a) Saturno - Cronos - Cron - Crun (el siguiente nombre tenía que ser, forzosamente, (La) Coruña,
según demuestra en un artículo posterior).
b) Júpiter - Zeus - Thor - Téos - Tuis (¡ay, Tuy, qué cerquita estás!).
c) Plutón -Hade - Nix - Nem.
d) Neptuno - Poseidón - Tir-Lir.
Se llega, pues, a la «familia» original: Crun y sus hijos Tuis (pero ¿Júpiter -Tuis no era el padre de
los demás dioses?), Nem y Lir.
Nos acercamos a uno de los momentos clave del relato. El iluminado siguió:
...Familia atlántica, sin lugar a dudas, según nos indican todas las tradiciones míticas, en contra de
lo que aún hoy en día, pese a los enormes avances realizados en lo que atañe a la prehistoria
gallega y a las veraces demostraciones (incluidas las realizadas por medio del C- 14) del pasado
remotísimo de nuestra tierra, este «chan» riquísimo en historia.
Empezaba a quebrársele la voz. Metido de lleno en materia, el ilustrado Pereyra había continuado
escribiendo:
¿Existen pruebas reales de tan remotos aconteceres?
Nos quedan viejos escritos, que demuestran la innegble veracidad de la plural tradición
mitológica; un abigarrado número de increíbles (a mí ya me lo estaba pareciendo pero...)
topónimos autóctonos, señal inequívoca de apelativos universales; e inscripciones pétreas,
compuestas por insculturas, símbolos ancestrales, geoglifos y petroglifos, que reflejan la recia
personalidad (¡ahí, ahí!) de unos seres heroicos y antiquísimos, ejemplo añejo para todos aquellos
pueblos y, por ello, deificados con el decorrer de los tiempos.
A estas alturas, al ilustre profesor le costaba seguir leyendo, por la emoción. Consumado actor,
había disminuido el volumen de su voz y conseguido, con eso, que toda la clase estuviera con el
corazón en un puño y la respiración contenida. Pronunciaba ahora cada palabra lentamente, con
enorme sentimiento.
Allá a donde llegó la estela de su civilizadora influencia, su recuerdo permanece imborrable. Y
quizá en los albores de nuestra prehistoria esa misma influencia llegó a ser más decisiva de lo que
ahora podamos imaginar, aún sabiendo ya que lugares tan distantes entre sí como la India y
Colombia (el imperio siempre tira. mucho) mantienen actualizado el recuerdo etnográfico de
aquellos «dioses blancos», conquistadores, científicos y pontífices.
Nuestro hombre, que pertenecía a un fuerte movimiento nacional, tuvo que detenerse unos instantes
para tomar resuello. Consciente del sublime momento que estaban viviendo sus alumnos, repartió
una soberbia ollada sobre todos ellos. El silencio era absoluto. Dueño por entero de la situación,
heredero de la seguridad que debieron irradiar nuestros druidas ancestrales, prosiguió:
Esta Galicia insospechada fue, en remotas eras, epicentro de hechos gloriosos con difusión
panspérmica...
- ¿Y eso qué es?
Impasible el ademán, continuó: Porque, si de Crun pervive el documento milenar de nuestros
topónimos, no son menos esclarecedores y vigentes los que nos recuerdan a Tuis (Tuje, Tuille.
Tuimil, Tuiriz, Turces, Touro, Touriñán, Toural, Touriño, Tourís, Tor, Torás, Torelo)...
- ? Y no procederán la mitad de estos topónimos de touro, animal tan representativo en toda España
(con perdón)? En cambio ¡sigue sin nombrarse a Tuy!
... a Nem (Nemancos, Neme, Nemina, Nemeño, Nemenzo) - supongo que también Nemesio - y a Lir
(Lira, Lires»..
El articulista terminaba con la amenaza de narrar en próximos artículos algunas hazañas y hechos
gloriosos de aquellos hijos de Crun.
Ante tamaña lista de etimología homonímica, los chavales, abochornados en su ignorancia,
profesaron una admiración profunda por tanto y tan documentado saber. El patricio guardó la copia
del artículo con expresión solemne. Holgaban los comentarios. Los alumnos, hondamente
impresionados, tuvieron que cambiar de clase. Había que reconocer que al profe ésta le había salido
redonda.
Aquella noche, en el silencio anterior al sueño, los muchachos se sentían felices, como flotando.
Poco antes de caer rendidos, algunos pensaron que, desde luego, «ser de Folgoso do Courel era una
de las pocas cosas importantes que se podía ser en esta vida».
Galeusca
Si llegara el día en que una oscura pesadilla se abatiera sobre Cataluña, y los niños nacidos en Cuenca, en Trujillo, en
Gijón o en Jerez de la Frontera, pero residentes en Olot, en Hospitalet, en Balaguer o en Tortosa, fueran considerados
realmente extranjeros, si ese día aciago viese la luz, el firmante de este articulo, catalán de tantas generaciones que le
sería difícil averiguar su número, se plantaría en la Plaza de San Jaime y declararía solemnemente, aunque con el
corazón roto: «Jo soc un extranger».
Aleix Vidal-Quadras i Roca
Diario ABC
... sepan que nosotros sí creemos en el castellano como lengua común; nos gusta compartir una lengua con el resto de
los españoles. Lo consideramos enriquecedor, estimulante y positivo. No nos molesta en absoluto. Es más, nos hace
felices.
Aleix Vidal-Quadras i Roca
Parlamento de Cataluña
Aunque era el primer congreso científico al que asistía, y estaba realmente nervioso, Xurxo Iglesias
esperaba el día del viaje a Barcelona con ilusión. Hacia algunos años que había finalizado la carrera
de Geología en la Universidad de Santiago e iba a presentar una comunicación sobre sedimentación
del Cuaternario, que era parte de su tesis doctoral.
Sin embargo, había un asunto que le preocupaba. Desde hacía unos ocho años Xurxo sólo hablaba
en gallego. Era un compromiso que había adquirido ya en el primer año de carrera, junto con otros
compañeros muy concienciados polos dereitos da nosa lingua. Al principio le había costado
bastante, sobre todo en su casa, donde siempre se había hablado en castellano. Sus padres acabaron
por comprenderle ya que, al fin y al cabo, como decía Xurxo, ¿no era lo más lógico que en Galicia
se hablara la lengua propia, que era el gallego? A ellos les pillaba un poco tarde pero comprendían
que, tal como iban las cosas, manejarse bien en este código siempre sería una ventaja para su hijo.
Y ¡caramba! tampoco le quedaba nada mal, pues lo hablaba con una vocalización claramente
diferenciada de la que se oía a la gente criada en la aldea. De esta manera, el gallego ya parecía otra
cosa.
Pero Xurxo no lo acababa de ver claro. En la Universidad había redactado todos sus trabajos y
contestado a los exámenes en gallego, lo mismo que la tesis doctoral, ya casi finalizada. En un
principio había sido necesaria cierta dosis de heroísmo ya que muchos profesores fruncían el ceño
al tener que cambiar de código habitual de comunicación y algunos de ellos ni siquiera eran
gallegos. Pero ahora, gracias a la Ley de Reforma Universitaria que favorecía como debía ser al
candidato de la casa, y a las ayudas económicas y de publicación que recibían los estudiantes que se
animaran a escribir su memoria o la tesis doctoral en gallego, la verdad es que las cosas resultaban
mucho más fáciles. En estos momentos, salvo casos raros como el de aquel profesor que había
puesto una cara un poco extraña al ver que el trabajo de prácticas de Xeomorfoloxía lo había
presentado en este idioma, en general el ambiente lingüístico de la Universidad era favorable a la
recuperación de la lengua propia.
Pero en las circulares que habían enviado los organizadores del Congreso Ibérico del Cuaternario
lo ponía bien claro: idioma oficial, español. ¡Y eso que tendría lugar en Cataluña! En fin, no había
mas remedio que pasar por el aro, y ya tenía listo el manuscrito en castellano.
Al llegar al aeropuerto de Barcelona se quedó maravillado: todos los letreros informativos estaban
en catalán y en inglés, aunque en algunos también figuraba el español (lo que era muy
comprensible, pensó Xurxo, pues no todo el mundo tiene por qué conocer el catalán o, tan siquiera,
el inglés). ¡A ver si se daban una vuelta por el país catalán los políticos gallegos para que viesen de
verdad lo que era recuperar una lengua! En el hotel intentó entender a la chica de la recepción pero
ella se dio cuenta en seguida de su dificultad para comprenderla y cambió de registro idiomático
para hacer posible el trato y el contrato.
Aunque Xurxo vestía habitualmente ropa informal - vaqueros y jersey - sus padres le habían
convencido de que en el congreso llevase una chaqueta. Sin embargo, se negó en redondo a
comprarse una corbata.. La chaqueta no le quedaba mal; le daba un aspecto de investigador
despistado que no le desagradaba. Había elegido, además, un color que facilitara el contraste de la
insignia del partido en la solapa, donde la estrella roja destacaba sobre el fondo azul celeste y
blanco de la bandera de su nación.
El primer día lo pasó bastante mal ya que, a los nervios de tener que presentar su trabajo al día
siguiente, se unía la sensación de sentirse un poco desplazado. No conocía personalmente a ninguno
de los asistentes al congreso, aunque le sonaba el nombre de algunos por haberlos visto citados en
trabajos científicos. En los primeros descansos intentó entablar conversación con algún grupo pero
no pasó de algunas frases inconexas en relación con las ponencias anteriores. Le faltaba práctica
para expresarse en algo que no fuera el gallego. ¡Si al menos hubiera sido en inglés...! Y, aparte de
la rabia que le daba tener que hacerle concesiones al español, a las primeras de cambio, en cuanto
hubo abierto la boca, una estúpida le había soltado: «huy, tú eres gallego». Con que cuanto menos
hablara, mejor.
Las ponencias de eminentes geólogos y las comunicaciones de incipientes investigadores se iban
sucediendo según la cadencia prevista en el programa. Sólo en la mesa redonda de la tarde se
desquició un tanto el horario debido a que cada uno de los invitados le había ido robando tiempo al
que tenía que intervenir después. Dada la variedad de puntos de vista expuestos y la categoría de
quienes los exponían, en el turno de preguntas hubo muchas y para todos ellos, por lo que el
moderador se las vio y se las deseó para mantener la sesión dentro de los límites de la cordura y del
aprovechamiento (ya que del tiempo era del todo imposible) por lo que, veterano en esas lides,
procuró en todo momento hallar fórmulas de consenso que permitieran el desbloqueo de situaciones
difíciles o de incomprensión y garantizaran el entendimiento entre todos.
Por supuesto, a Xurxo le interesaba el tema del congreso pero, además, tenía un especial interés en
ver prima facie cómo funcionaba el asunto del idioma en su admirada Cataluña. Además de la
Xeoloxía pero, incluso, en mayor grado - sentía otra pasión: la recuperación de su lengua materna
(su madre siempre había hablado, con él y con todos, en castellano pero Xurxo tenía bien claro que
su lengua materna era el gallego), por lo que procuraba estar bien informado al respecto y siempre
estaba metido en todos los fregados de tipo sociolingüísticos. De ahí que las últimas noticias que
conocía por la prensa, sobre todo referentes a la inmersión lingüística en los colegios, le llenaban de
esperanza. Pero quería hablar con personas que, como él, estuviesen concienciadas del problema.
Por la noche se quedó en el hotel repasando sus notas para la presentación del día siguiente. Trataba
de concentrarse, pero una y otra vez le venía la misma idea a la cabeza: ¿por qué en español?
Buscaba desesperadamente una fórmula que permitiera armonizar sus ansias de asertividad
nacionalista con lo que consideraba una imposición restrictiva claramente fascista. Hasta que, de
repente, tuvo una inspiración: comenzaría con algunas frases en gallego, pediría de repente excusas
y seguida después en castellano. Así quedaría claro cual era su lengua propia. Ya más tranquilo,
siguió ordenando las transparencias y ensayando mentalmente lo que diría al día siguiente. Luego
procuró dormir.
Su exposición era por la mañana, después del intermedio para el café. Estaba más tranquilo de lo
que hubiera esperado y, cuando el moderador anunció su nombre y el titulo de su trabajo, avanzó
sin titubeos hacia el estrado.
- O tema do que vou falar xa foi tratado onte nunha ponencia. Nembargantes, a miña aportación
neste Congreso vai polo camino... ¡Perdón, non me decataba... no me daba cuenta de que las
comunicaciones tienen que ser en español!. Y continuó desarrollando el tema de su ponencia.
Algunos dibujaron una sonrisilla condescendiente. A otros les pareció una descortesía o, cuando
menos, una infantilada. Pero casi todos se dieron cuenta de la jugada.. Por algo eran científicos ¡qué
carajo!
Las transparencias se sucedían en la pantalla acompañando a sus explicaciones y, mucho antes de lo
que él esperaba, llegó a las conclusiones del trabajo. La reacción de los asistentes ante su estudio
fue positiva, y contestó con precisión a dos preguntas que le hicieron.
Al salir de la sala se acercó alguien para felicitarlo.
Enhorabuena, tu trabajo me ha gustado mucho. Deja que me presente: soy Pere Sardá, y trabajo en
la Universidad Autónoma de Barcelona. Me ha llamado la atención el enfoque que has dado a tu
investigación sobre la sedimentación del Cuaternario.
Pere Sardá tenía, como no podía ser menos, un fuerte acento catalán. La conversación siguió por
derroteros científicos pero, casi sin darse cuenta, y a raíz del comienzo de la intervención de Xurxo,
acabaron hablando de la lengua. Pere estaba indignado porque los organizadores, en contra de su
opinión, no habían querido poner traducción simultánea, ¡Era una auténtica vergüenza que en pleno
Barcelona y en un congreso en el que, sí, habían acudido algunos profesores de origen
norteamericano, francés, alemán, finlandés, italiano y hasta japonés (están en todas partes), pero
donde la mitad de los asistentes eran ciudadanos de Cataluña, ¡tuviesen que escuchar las ponencias
y comunicaciones en español!
Xurxo estaba entusiasmado.
Por la tarde, una vez finalizadas las sesiones del primer día de Congreso, salieron a pasear por las
Ramblas junto con unos amigos de Pere. La cuesta abaje les fue llevando hacia la embocadura de la
Plaza Real, y hacia allí se encaminaron dispuestos a enseñarle al de provincias uno de los rincones
típicos barceloneses y a tomarse unas cervezas bajo los pórticos. No había manera de encontrar un
sitio libre en el que cupieran todos para hablar con todos, hasta que, por fin, un camarero pudo
agrupar dos mesas y propició, con ello, que fuera posible la relación.
Al principio Xurxo se sintió algo molesto porque las conversaciones eran en catalán y la verdad es
que se enteraba de muy poco. Sin embargo, no se podía quejar porque cuando se dirigían a él (pocas
veces, eso sí) lo hacían en castellano. Tuvo tiempo para pensar en aquella reunión de escritores
gallegos, vascos y catalanes de un fin de semana de noviembre de 1989 donde, a las dificultades
manifestadas por una escritora portuguesa para entender el catalán (lengua en que se estaba
expresando uno de los asistentes) un literato gallego había respondido muy alterado: «¡Non, se aquí
acabaremos todos falando español!» la verdad es que tampoco era para ponerse así. ¿Acaso no se
había publicado también en lengua española la revista Galeusca, órgano de comunicación de la
asociación de escritores del mismo nombre y a la que pertenecían casi todos los asistentes? Pues
¡qué mas daba! El caso era hacer posible que se entendieran. El intento de solución había venido,
finalmente, de boca de Álvarez Cáccamo, quien había aclarado que el miedo a utilizar el castellano
en esas reuniones era un síntoma de autoodio, y que podían emplear esa lengua sin que ello
significase que dejaran de ser nacionalistas. En esa reunión había habido más conflictos que el de
decidir la lengua en la que deberían celebrarse las Jornadas de Galeusca, como el hecho de que los
escritores asturianos en bable quisieran pertenecer a esa asociación. Mas los gallegos habían cortado
en seco tal posibilidad. En esos momentos se había mostrado muy decidido Xosé Lois García, de la
Asociación de Escritores en Lingua Galega, al manifestarse en contra porque, sí no, también habría,
que aceptar lenguas como el aranés o el caló.
Más tranquilo Xurxo por este recordatorio, sacó a relucir su innata habilidad, bien pergeñada en las
brumas del noroeste, y nadie supo cómo pero al cabo de un tiempo todos se encontraron hablando
de un tema apasionante y revolucionario: la normalización lingüística. A partir de ese momento se
sintió más integrado en el grupo.
- Desde luego, ¡qué envidia me dais! En Galicia la mayoría de los colegios todavía enseñan en
español, y así no se puede hacer nada. Mientras la Xunta no se tome la cosa en serio, Galicia seguirá
asoballada. - Feliz, tuvo que explicar el significado de esta última palabra.
- Es cuestión de planteárselo y afrontar el problema con inteligencia. Ya ves cómo lo han hecho en
Quebec - le contestaba un tal Jordi.
- Y no tiene nada que ver si el idioma beneficiado por los programas de inmersión es una lengua
universal, como el francés o minoritaria (minorizada, le corrigieron enseguida), como el catalán.
Las lenguas no se miden por el número de sus hablantes. Si no, ¡hablemos todos chino, cullóns! --
añadía Francesc. Y el tal Jordi asentía vehementemente con la cabeza.
- Estoy totalmente de acuerdo con vosotros - terminaba aseverando Xurxo. Rabiaba por no haberlo
podido expresar en gallego, pues hubiera quedado como dios haber soltado: estou totalmente de
acordo convosco. Un señor de la aldea no hubiera empleado nunca esta última palabra, pero ya se
sabe que los aldeanos hablan muy mal el gallego.
El resto de la tarde, hasta que los amigos empezaron a dispersarse hacia sus casas, discurrió en
buena medida alrededor de la necesidad que tenían en Galicia de copiar lo que se estaba haciendo
en Cataluña.
- En tu tierra, Xurxo, deben saber que las lenguas son sagradas. Nosotros lo tenemos tan claro que
hasta en nuestro Estatuto de Autonomía figura el respeto por el aranés y la obligación que tiene
Cataluña de preservarlo y de que se enseñe en todas las escuelas del Valle de Arán, lo que ya se esta
haciendo.
Aquí Xurxo tragó saliva. - Tengo que escribirle unas letras a Xosé Lois Garcia - pensó. Se
sorprendió a sí mismo pensando esta frase en español, no sabía si porque él, por desgracia, había
tenido corno primera lengua el español o porque llevaba ya dos horas seguidas utilizando la lengua
de intercambio propia del Estado Español (desde hacía unos años Xurxo nunca decía España, como
si fuera lo mismo afirmar que un ciclón se abatía sobre España que sobre el Estado Español). Los
catalanes aún se habían tomado algún respiro cuando hablaban entre ellos, pero él nada.
Una vez en el hotel, y a pesar de que tenía. la cabeza un poco cargada por las cervezas, Xurxo se
sentía bien. Se tumbó en la cama con la sensación de haber tenido un día completo. Ahora estaba
más convencido que nunca de que luchaba por una causa justa. Si los catalanes habían podido casi -
desterrar el español de su nación, los gallegos también podrían. Sólo era cuestión de tiempo. Había
que convencer a los ciudadanos de Galicia de que su lengua materna no era otra que el gallego.
El último día del Congreso, después de la comida, Xurxo se despidió de Pere y de sus amigos no sin
antes haberse intercambiado direcciones, deseos de mejora profesional y promesas de visitarse en el
próximo verano. Fuera de este reducido grupo, nadie se dio cuenta, sin embargo, de que otro
significativo trueque había tenido lugar. En la solapa de su chaqueta mostraba encantado Xurxo otra
insignia distinta: la senyera de Cataluña, con un triángulo en un lado en cuyo centro había una
estrella roja. Pere Sardá, por su parte, también parecía contento: la bandera de Galicia, igualmente
con una estrella roja, estaba prendida en el lado izquierdo de su chaqueta.
Ya en la acera, frente a la puerta del hotel, ambos se dieron un fuerte abrazo. Xurxo agitó la mano
para llamar a un taxi. Después de decirse las últimas palabras amables y volver a hacerse promesas
de todo tipo, subió al coche y, en dos minutos, desapareció de la vista al doblar un chaflán. Fue
entonces cuando Pere Sardá se dio la vuelta, bajó la cabeza, subió las manos, desamó en un segundo
las dos piezas de su nueva insignia, las volvió a unir para no pincharse y la guardó en el bolsillo.
Con paso tranquilo, displicente, empezó a caminar.
El Celta
La historia es la proyección en el pasado del futuro que el hombre se ha elegido.
Heidegger
Mi personaje histérico favorito es Don Quijote.
Borges
La ideología nacionalista se basa, sobre todo, en la invención y difusión de una determinada historia nacional que, como
ya advirtió Renan, descansa más en la mentira que en las verdades históricas.
...La interpretac ión nacionalista de la historia impone su ortodoxia con una generalidad que nunca había tenido, y a
pesar de que sepamos tantos que es una tradición inventada.
Juan Aranzadi, Jon Juaristi y Patxo Unzueta
Auto de terminación
Bajo el cielo encapotado de una tarde serena y fresca, ideal para la práctica de un ingente esfuerzo
físico, desplegados sobre una llanura verde en perfectas condiciones para el desarrollo de la
contienda así como de la manifestación de las mejores técnicas individuales y de las múltiples
estrategias colectivas entrenadas con rudeza y gran constancia durante buena parte del año, año tras
año, únicamente con la vista puesta en el idóneo encaramiento de cada encuentro y, muy
sobremanera, de gloriosos momentos como el que se avecinaba, enardecidos por los constantes
gritos de ánimo, tensos ante la inminencia del choque... se apostaban frente a frente las formaciones
de unos bien adiestrados hombres, dispuestos a enfrentarse en cuanto se oyera la señal.
De los más recónditos lugares habían acudido prestos a frenar la victoriosa galopada del extranjero
enseñoreado por todo lo largo y ancho de la península y hasta del continente. Desde cualquier aldea
habían salido hombres jóvenes y viejos, incluso mujeres y niños, haciendo uso de cuanto medio de
transporte imaginar se pueda, para defender entre todos e impedir como fuese la derrota de los
valores que unos y otros parecían encarnar.
En la tranquilidad y el recogimiento de un lugar idílico, buscando la concentración imprescindible
anterior al choque, el enemigo había velado armas a pocos kilómetros de allí.
Puesto que en aquellos momentos resultaba importante hacerse ver tanto por el amigo como por el
enemigo - ya que mientras a uno le insuflaba la fuerza de sentirse acompañado, contribuía a
infundirle al otro temor en su corazón por la proximidad de lo que parecía un gran número de
adversarios era por lo que en todo cuanto abarcara la vista enrededor dominaba con claridad el color
blanco y el azul celeste - representativo, el primero, de los imperiales y, ambos, (pero más el
segundo) de los locales -, colores que se encontraban no sólo en la vestimenta y otras prendas que
se agitaban vivamente con la mano para animarse y amedrentar al contrario sino, por supuesto, en
cuantas banderas y banderines allí había, y hasta embadurnando la faz de muchos seguidores,
bastantes de los cuales lucían sobre sus cabezas un casco del que sobresalían dos tremendos
cuernos, todo él pintarrajeado igualmente de albiazul.
En medio de toda la parafernalia y del ensordecedor griterío general, poco antes del comienzo de la
disputa pudo guardarse un momento de silencio. Rígido, terrible silencio que se extendió entre los
muchos miles de presentes como una fúnebre sombra de cruel presagio que no permitió el relajo
sino que, muy al contrario, contribuyó a estimular aún más el ímpetu de quienes estaban al acecho y
que, una vez rasgados los aires por cierto estridente silbo, favoreció la liberación de todos los
truenos y de cuanta pasión y estruendo estaban agazapados en las gargantas, manos y objetos de los
concurrentes.
Arropados por los propios y con la moral muy alta por afrontar el choque en su propia casa,
conscientes del sublime instante que acababa de dar comienzo, los célticos dieron rienda suelta a los
belicosos caballos de la furia y se lanzaron con determinación y rabia hacia el odiado invasor que,
aturdido ante semejante demostración de fiereza y coraje de los nativos, debió replegarse y,
arrinconado en su terreno, defender a capa y espada sus posiciones y, sobre todo, la puerta del real.
Nadie podría negar que los contendientes no se aplicaban encorajinadamente, con saña, en cada
disputa cuerpo a cuerpo. El espectáculo era grandioso y estremecedor. De vez en cuando se podía
percibir con nitidez cómo, en medio de la multitud, bravos luchadores caían, por uno u otro bando,
malheridos y con el gesto desencajado por el dolor. Era posible entonces observar la rapidez con
que actuaban las asistencias procediendo a un rápido diagnóstico y buscando con frenesí una
inmediata curación con los medios mas naturales al alcance que permitieran al bravo guerrero la
inmediata, reincorporación al campo de combate.
A la espera de que su ayuda fuera necesaria, otros hombres de refresco se apostaban en uno de los
flancos rodeando al venerable caballero que con fuertes voces y enérgicos gestos, evidentes algunos
de ellos para los propios pero enigmáticos para los contrarios, dirigía desde allí a sus huestes dando
continuas órdenes que permitieran ora corregir peligrosas descolocaciones, ora desplazar al
contrario hacia posiciones de fragilidad con inteligentes movimientos de distracción, o avisar de los
puntos débiles por los que mejor destrozar la contención del centro de la formación y perforar las
líneas defensivas del rival.
En ambas alineaciones había dispuestos aguerridos capitanes que interpretaban cada mandato del
gran jefe con presteza y sagacidad. A la vista de que el ataque frontal no acababa de producir los
beneficios esperados, los locales dejaban en esos momentos de insistir por el centro del campo y
empezaban a abrirse con rapidez por las bandas, adonde les obligaba a dirigirse el director del
ataque mediante precisos e inteligentes desplazamientos. A resultas de ello el enemigo se vio
envuelto en un tremendo desbarajuste del que tardó bastante tiempo en reaccionar. Pero se trataba
de una escuadra aguerrida y bien preparada. La veteranía y calidad de sus hombres, curtidos en mil
batallas por los terrenos más difíciles de toda Europa, conocedores de su poderío y engrandecidos
por los triunfos históricos que aureolaban su nombre y prestigiaban el uniforme que vestían,
supieron aguantar, primero, la terrible salida en tromba de los nativos, sobreponerse después al
posterior cambio de estrategia y, poco a poco, empezaban a sacudirse el yugo de la furia local y a
dar réplica a quienes habían creído que los podrían doblegar a base fundamentalmente de coraje,
fuerza y voluntad.
Fue precisamente esa alocada avalancha la que permitió que, en el momento en que más encima se
encontraban los célticos, el desgraciado resbalón de uno de sus mas carismáticos caballeros
motivara que los mejores hombres extranjeros iniciaran por la banda un rápido contraataque. Al
encontrarse con la retaguardia local completamente desguarnecida, un audaz desplazamiento entre
las líneas que de ningún modo hubieran podido atajar los celestes hizo posible que la hasta ese
momento solitaria pero una de las mejores puntas de lanza del continente entrara con decisión en el
área contraria y destrozara con habilidad y nervio el último valladar que, con gran valentía pero
totalmente vendido, se interpuso en su camino.
¡Horror! ¡Acababa de suceder lo que de ninguna manera tenía que haber ocurrido! Casi todos Los
presentes enmudecieron como muertos. En esos momentos se estaba perdiendo la partida. En su
propio feudo. La humillación iba a ser terrible.
Uxío se puso en pie de mala gaita y comenzó a subir malhumorado al ritmo que le permitían los
demás las pocas gradas que le separaban del ancho pasillo. Sentía la boca seca y la cabeza caliente.
Desde que se había venido zumbando (y zumbado) de Salamanca no daba abasto a empaparse de
cuantas hermosas historias le contaban respecto a su gente. ¡Si es que ellos eran a todas luces
diferentes! Gracias al romántico y contrahecho pero gran Murguía, él sabía muy bien que el
celtismo era la base de las señas de identidad gallega. Y les estaría eternamente agradecido a los
escritores de la Generación Nos por haberle mostrado cómo, aunque África empezaba en los
Pirineos, Galicia se libraba de tan deleznable origen por ser ella céltica y no ibérica, pueblo este
último de origen africano según había podido saber de sus maestros. Cuántas horas de psiquiatra se
había ahorrado después de leer en Vicente Risco que los gallegos, por celtas y europeos, no tenían
afinidades étnicas con los demás pueblos de la Península Ibérica, excepto con los lusitanos; en
cambio sí las tenían con los bretones, irlandeses y escoceses. Bien que hacía Risco en distinguir
entre la Raza (con mayúscula) céltica, rubia, europea y nórdica frente a las razas (con minúscula)
morenas y euroafricanas del resto de la península. Porque Uxío era de los que creía a pies juntillas
que los celtas llegados a nuestra península sólo estuvieron instalados en Galicia y que en la Galicia
prerromana no había habido más que celtas. Sobre su cama tenía pegada una cartulina azul celeste
en la que podía leerse: «Galiza té, se quixéramos que non queremos caraiterísticas diferenciaes de
raza, pois somos predomiñantemente celtas» (Castelao).
Es cierto que medio siglo más tarde el investigador Gómez Moreno rebatía científicamente los
alegatos lingüístico-racistas de los fundadores del mito céltico y que quedaba demostrado que los
gallegos compartían base étnica, lingüística y cultural con, por ejemplo, castellanos y aragoneses.
Manuel Jardón resumía el estado de la cuestión al escribir que «No consta con seguridad que
estuvieran aquí (en Galicia) los celtas; hay más datos - textos célticos- para afirmar su
presencia en otras zonas de la Península - Guadalajara, Teruel y Zaragoza -, es decir, en la
antigua Celtiberia. Por otra parte, los celtas no constituían una raza sino una etnia...» Pero
Uxío no tenía tiempo para leer chorradas que atentaran contra las bondades de unas ideas que
ayudaban a mitigar el autoodio. De ahí que tampoco estuviera enterado de que el profesor Martín-
Almagro Gorbea, miembro del comité científico que organizó en 1991 la gran exposición
internacional de Venecia sobre los celtas, había negado que los celtas tuvieran que ser
necesariamente altos y rubios, y había añadido que el mismísimo Abderramán lo era... al tiempo
que árabe. Con la botella de cerveza Estrella de Galicia en la mano no estaba Uxío para más
arroutadas como esa otra que se oyó en la misma reunión internacional al historiador Venceslao
Kruta, según el cual «la música celta es un invento moderno». Reconocía este profesor la existencia
de instrumentos celtas como el arpa, la trompeta de guerra o la gaita, pero insistía en que no
podíamos saber qué tipo de música tocaban con ellos pues nadie la había oído nunca ni los celtas la
habían dejado escrita, y que la que practicaban diferentes grupos modernos, a fin de cuentas, no se
trataba más que de «una reconstrucción romántica de la época». Con lo bonitos y terapéuticos que
resultan los distintos festivales internacionales de música celta...
Uxío era una persona estudiada y moderna, por lo que no podía admitir razones de signo racista en
la fundamentación de las señas de identidad de su pueblo, aunque en el fondo le halagara
enormemente. Él, cultivado y progresista, prefería basar su diferenciación en la lengua, signo
externo manifiestamente válido para distinguir a unas personas de otras. La inmutabilidad física de
que carecen las lenguas respecto a las razas la compensaba astutamente con su mayor capacidad
retórica y sacralizadora. ¿No era sublime leer en la Lei de Normalización Lingüísítica que «La
lengua es la mayor y la más original creación colectiva de los gallegos, es la verdadera fuerza
espiritual que le da unidad interna a nuestra comunidad»? Y si alguien piensa que no es así ¡que
demuestre lo contrario, si es capaz! ¡Venga!
Es posible que al abandono de los signos de diferenciación más racistas hubiera contribuido algo la
lectura de un articulo de Juan José Moralejo en el que afirmaba que «Mientras la Europa actual
resulta de la convivencia y tensión de latinos, germanos y eslavos, dejando un rincón a la
supervivencia de los griegos, ocurre que los celtas desde tiempos prehistóricos han sido los
empujados, los sometidos, los rechazados. O los asimilados de latinos, griegos, germanos y
esclavos...» La verdad es que no era consciente de haber leído semejante cosa contra la heroica
memoria de sus ancestros, pero ya se sabe que los mecanismos de defensa del Yo son eficaces como
una bomba lapa adosada a los bajos del coche de un oficial.
De hecho, él practicaba una lectura selectiva. Con el poco tiempo de que disponía tenía que ir al
grano y atender a la formación en una sola línea, lo que tenía la ventaja adicional de profundizar
cada vez más en las mismas ideas y de no dispersarse con ideas colaterales y hasta contradictorias.
Así, en el mismo diario - La Voz de Galicia - en que escribía Moralejo prefería lanzarse de cabeza a
la sección de Mitoloxía de A. Pereyra que le descubría, aspectos tan alentadores como que los
famosos torques podían ser auténticas armas que lanzaran rayos o una «representación simbólica de
aquellos temibles “lanzadores de rayos?, usados tan profusamente por nuestro ancestral Tuis».
Como el propio autor no lo sabía dejaba la cuestión honradamente abierta con un interrogante. Ayer
mismo, sábado, sin ir más lejos, un exultante Uxío había disfrutado como un enano al leer en la
misma sección que del noroeste ibérico habían surgido aquellos grandes héroes que después fueron
deificados y pasaron a figurar en todas las mitologías.
Seguía teniendo la boca seca y la cabeza caliente, por lo que pidió otra Estrella de Galicia y se
sintió satisfecho por fer país, tal como le había oído en alguna ocasión al honorable Pujol. Al poco
tiempo de su escapada de tierras castellanas empezó a consumir preferentemente productos de la
tierra porque, además de ser mucho mejores con diferencia (también los cobraban más caros, «es
que son del país», solían decir), contribuía a desarrollar un poco más la riqueza agropecuaria y
pesquera de su tierra (y de su mar). Alguna vez pensó hacer algo parecido con los productos
españoles respecto a los franceses, a causa de las fechorías que les ocasionaban a nuestros
camioneros, pero desistió enseguida porque la compra le iba a llevar más tiempo que preparar unas
oposiciones a la Xunta y porque, al fin y al cabo, la quema de camiones o el desparrame de su
contenido solían practicarlo los franceses con mercancías provenientes de Murcia o del Levante, lo
cual ya no le implicaba tanto. Bueno, en realidad, no le implicaba nada.
Les contendientes volvían a enzarzarse en una lucha singular. No iba a ser fácil para los celestes.
Afrontaban el segundo tramo del grandioso encuentro con desventaja y enfrente tenían nada menos
que a los representantes del imperio, muy superiores en recursos - técnicos y económicos -, quienes
seguramente se dedicarían a administrar su ventaja de manera expeditiva y a estar atentos a
cualquier distracción del contrario que les permitiera volver a sorprender la espalda de la línea
defensiva local.
A una orden del jefe los extremos de la vanguardia celta comenzaron a intercambiar sus posiciones
en una maniobra de distracción que procuraba descubrir desde la nueva demarcación algún punto
débil de las últimas líneas blancas o, si en el momento del cruce conseguían atraerse hacia el centro
del campo a los defensores que los sujetaban, permitir que la propia retaguardia avanzara
velozmente y sin obstáculos por los desguarnecidos flancos del rival.
Volvían a repetirse las circunstancias del comienzo del choque: los aborígenes (ayudados también
por una pequeña dotación de mercenarios extranjeros y de refuerzos conseguidos de otras partes de
la península) se lanzaban - ahora con cierta desesperación - desenfrenadamente a un ataque
enérgico, pleno de casta, buscando como fuera el quebranto de los blancos; empresa que, si en un
principio se adivinaba fatigosa pero posible, ahora se presentaba harto extenuante y ciclópea.
Olvidando viejas rencillas locales que durante buena parte de la campaña les habían estado
desangrando en peleas intestinas, en esta ocasión todos los hombres se habían puesto a las órdenes
de un único y supremo mando y cerrado filas alrededor de su capitán, quien había prometido al gran
jefe llevar a la escuadra hasta la victoria final.
De ahí que no se permitiera ninguna duda en el campo, ningún paso atrás. La presión sobre el
adversario era terrible. Los hijos de la tierra seguían teniendo la iniciativa y aportaban el mayor
desgaste en pos de un triunfo que se les negaba. A causa del achique de espacios que practicaban
ahora, la lucha se desarrollaba en una parcela muy pequeña del campo. Era una táctica agobiante
que ahogaba desde su inicio los movimientos del contrario pero, hasta cierto punto, suicida porque
dejaba desguarnecida buena parte del propio territorio y a merced de cualquier galopada que, al
menor descuido entre el fárrago de tantos hombres acumulados en tan poco espacio, se pudiera
forjar.
Pero no quedaba más remedio. El tiempo pasaba inexorable y la vitalidad celtarra empezaba a
flaquear. La pugna por el cada vez mas alejado triunfo y el tremendo desgaste que desde el
comienzo de la contienda habían decidido practicar empezaban a pasar factura a sus hombres. Era
en esos momentos cuando se podía apreciar lo acertado en la elección del capitán, que debía
mantener el tipo y enarbolar la bandera en los momentos difíciles, cuando la llama de la lucha se
apagaba.
Ante la incapacidad para igualar el encuentro por parte de quienes habían integrado la formación
inicial, el jefe local dio arden de que entraran al campo nuevos hombres de refuerzo sustituyendo a
algunos de los más fatigados o que no habían sabido o podido imponerse al contrario durante la
mayor parte del choque. Pero, ¡ay!, eso no fue suficiente. Al contrario. A raíz de los cambios
introducidos, mientras se estaban asimilando las nuevas órdenes estratégicas que acababan de traer
los hombres de refresco, se produjo momentáneamente un levísimo desbarajuste en algunas
posiciones célticas. Los blancos, con mucho oficio y avezados como estaban a mantener la cabeza
fría en los momentos de presión y en situaciones de mayor trascendencia, se apercibieron enseguida
de la situación y se lanzaron decididamente al ataque para impedir que pudieran recomponer sus
filas. Así fue como, en una de las agobiantes oleadas se plantaron con superioridad numérica ante la
puerta contraria y, tras hábiles maniobras de engaño, remataron a los celestes sin piedad.
Aquello era la puntilla. Cuarenta y cinco mil gargantas enmudecieron de repente. Ya no había nada
que hacer; sólo aceptar la victoria, por muy humillante que ésta fuera, del enemigo y admitir su
tremenda superioridad.
No mucho después todo había terminado. Sombras cabizbajas se movían en desbandada
desparramándose por aquí y allá. Aunque horas más tarde aún se vivían cerca del campo algunas
escaramuzas entre seguidores de uno y otro bando y se pudieron oír algunos gritos de rabia,
aturuxos amenazantes de emplazamientos futuros, el resultado era inamovible. El Celta de Vigo
acababa de perder 2-0 en su propio terreno frente al Real Madrid. Pero no importaba demasiado. El
caso era que se habían batido como jabatos y que el mito celta seguía vivo.
Comunidades histriónicas
El diario El Sol, que mantuvo en la campaña electoral una posición favorable al Estatuto, señalaría posteriormente que
el plebiscito fue «una obra de técnicos en el pucherazo», dudando de que pasase del diez por cieno el número total de
votantes, cuando la Constitución exigía «que la acepten... por lo menos las dos terceras partes de los electores inscritos
en el censo de la región». Xavier Castro, nacionalista de izquierdas, afirma en su tesis doctoral sobre el galleguismo en
la Segunda República que «sabemos también por fuentes orales que para dar la impresión de nutrida y entusiasta
afluencia a las urnas hubo necesidad de que un grupo de galleguistas se pusiera en fila delante de los colegios
electorales, sacándose algunas fotos que luego se publicaron en la prensa». Y Avelino Pousa Antelo, entonces militante
de la Mocedade Galeguista, reconoce que él mismo votó dos veces, razonando que la única forma de superar la barrera
de los dos tercios del electorado era dar un santo pucherazo.
Carlos Fernández
La Guerra Civil en Galicia
Tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, se produjo una auténtica eclosión de peticiones
de autonomías regionales...
En Aragón, el 2 de marzo de 1936 se iniciaron los preparativos, en una, reunión de representantes de las tres provincias,
para comenzar la redacción de un anteproyecto de estatuto de autonomía.
Por su parte, el 20 de mayo inició sus actividades un grupo de diputados agrarios y de la CEDA con vistas a redactar un
anteproyecto de estatuto de las dos Castillas y León...
También se produjeron iniciativas.., en Asturias, donde el llamado Bloque Popular... inició en Gijón el 29 de mayo una
serie de acciones dirigidas a promover el estatuto de Asturias.
Los valencianos, tanto de la izquierda como sobre todo de la derecha, dieron igualmente muestras de preocupaciones
autonomistas, que pretendían traducir en el correspondiente proyecto de estatuto. Y los canarios llegaron a redactar su
propio proyecto para el archipiélago.
...También en Baleares se llevaron a cabo los trabajos para la elaboración del Estatuto regional. Bajo la presidencia del
diputado regionalista Bartolomé Pons, durante varias semanas se reunió, en el Teatro Principal de P alma de Mallorca - a
puerta abierta - una asamblea a la que asistieron representantes de todas las islas y de todos los partidos.
Andalucía fue la última de las regiones españolas que manifestó sus aspiraciones autonomistas con anterioridad a la
guerra civil. El 6 de julio de 1936 se celebró en Sevilla una reunión de representantes de las ocho provincias con la
finalidad de sentar las bases del estatuto de Andalucía. En esa sesión se planteó la posibilidad de incorporar las
provincias de Badajoz y Murcia, e incluso se discutió el proyecto particular de Huelva de eventualmente incorporarse a
la región autónoma extremeña que también por entonces se estaba proyectando.
...De todos los proyectos de estatutos regionales a que nos hemos referido, sólo dos llegaron a promulgarse: el catalán el
15 de junio de 1932; y el de Euzkadi ya en los comienzos de la guerra civil el 1 de octubre de 1936. En cierto modo
como recompensa oficial de la República a las provincias Vascongadas (Vizcaya y Guipúzcoa) que a pesar del
catolicismo de su población y del conservadurismo social de su burguesía se mantuvieron leales a la República.
Ramón Tamames
Historia de España. La República. La Era de Franco
Las ramitas comenzaron a arder. Al principio de manera imperceptible, produciendo pequeños
estallidos bajo el bulto de hojarasca y palos. Luego, asomándose las primeras llamas por encima del
montoncito buscando oxígeno y alimento. Al poco rato la chamarasca dominaba con cierta claridad
y comenzaba a enseñorearse del entorno más inmediato. En un momento dado, Anxo detuvo su
precipitada carrera pendiente abajo y volvió la cabeza: desde allí aún no se veía nada, a pesar de que
el sol estaba en lo más alto y la luminosidad era intensísima. Sus penetrantes ojos brillaron en los
profundos cuévanos y su boca muequeó una sonrisa. El calor achicharraba. A esa hora hasta los
animales habían desistido de la caza y descansaban. Sólo a lo lejos, en un pinar, alguna cigarra
persistía incansable en sus chichisbeos. En todo alrededor no se veía un alma. Bueno, además de la
de Anxo, se adivinaba otra como a quinientos metros más allá. Costaba verlo porque también vestía
ropa de colores caquis y verdosos. El calzado era de montaña, de gruesa suela y tejido recio
protegiendo hasta los tobillos. Si se le pudo ver fue gracias a que se movía también con presteza. A
causa de esa agitación los quinientos metros que les separaban fueron ampliándose hasta convertirse
en un par de kilómetros cuando llegó cada uno casi al borde de la carretera. Allí les esperaban
sendas motocicletas que hubieran pasado desapercibidas a cualquier viajero, por ser de las
habituales en cualquier pueblo o ciudad y su situación entre las zarzas; se montaron en ellas casi al
unísono y desaparecieron en direcciones opuestas acompañados de un petardeo ridículo y molesto.
No veas la que se había montado en la calle. La gente corría de una parte a otra - algunos se paraban
de vez en cuando a contarse no sé qué con grandes aspavientos -, con la cara descompuesta todos y
gritando los más. El convento ardía por los cuatro costados lanzando destellos de angustia sobre las
casas de la ciudad. El humo, negro y grisáceo como el hábito de sus frailes, ascendía con fiereza al
cielo y podría habérselo visto desde varios kilómetros a la redonda si no fuese porque era noche
cerrada. Completando la escenificación del drama, el Ángel de la muerte vagaba de un lado a otro
mientras las campanas tocaban con fuerza a rebato. Los baldes pasaban tan frenéticamente de mano
en mano que buena parte de su contenido se había vaciado antes de hacerlo sobre la pira. El
alboroto era tal que sólo el destino quiso que nadie fuera atropellado cuando llegó el coche de
bomberos lanzado a casi treinta kilómetros por hora, y eso que venia avisando de su llegada con el
insistente tintineo de una campanilla que un hombre de casco hacía sonar de manera nerviosa.
Poco a poco las al principio tenues manchas de humo diseminadas por el bosque empezaron a
engordar. En la maleza circundante tenían muy bien con qué. Las llamas comenzaban a mostrarse
muy arrogantes aunque circunscritas a unas áreas limitadas y sin relación aparente de unas con
otras. Ante el crecimiento de la preocupante amenaza algunos de los altivos eucaliptos se movieron
con una leve excitación. La quietud abotargada de la canícula contrastaba con la trepidante
actividad de las llamas buscándose sitio por la maleza del bosque entre crujientes chisporroteos. Por
fin, la misma causa que motivaba el desastre - unas cuantas hogueras dispersas por el monte -
permitió que alguien se apercibiera de la existencia de alguno de aquellos focos. No se sabe muy
bien por qué pero siempre hay alguien que, aparte de los criminales y de los niños, no aprovecha
suficientemente esas benditas horas de la hora sexta.
El recuerdo era vívido. Podía distinguir con lucidez la fisonomía y el portal de cada casa, con sus
números de forma redondeada encima; la forma sinuosa y estrecha de varias calles, con el nombre
de un prohombre catalán escrito en algunas esquinas; aquellos grandes muros y las altas torres
apareciendo desde el fondo; los escasos árboles... Cuando hace unos años, no habiendo podido
resistir más aquella obsesión, había tomado el tren y se había plantado temblando como un poseso
en aquellas calles, sabía perfectamente por dónde andaba. Al comprobar que alguna zona del casco
antiguo le resultaba tan familiar que casi podía reconocer cada metro cuadrado, un profundo
escalofrío le recorrió las entrañas, se le ahogó un grito en la garganta y tuvo que apoyarse en la
pared para no caer desplomado. Y, sin embargo, Anxo no había estado nunca antes en Barcelona.
Desde aquella primera visita sufría una mezcla de atracción y rechazo a la hora de acostarse. No
ocurría siempre pero se despertaba temblando y con sudores cada vez que era consciente de que
había visto algo durante la noche. Se trataba de ese tipo de vivencia clara y coherente que puedes
llegar a describir perfectamente al otro día. Tan nítidas eran las sensaciones que la comprobación
posterior en sucesivos viajes acabó convirtiéndose en una apasionante comedia, un juego de pistas
sobre un tesoro escondido con el que siempre daba. Aquello le divertía pero le fastidiaba, en
cambio, no poder verificar las escenas que se daban en aquel escenario cada vez mas constatado.
Porque en sueños contemplaba cómo personas vestidas a la usanza de hacía varías décadas
gesticulaban violentamente o proferían gritos en catalán mientras se movían como fantasmas entre
la mezcla de humo, chispas y resplandores que unas enormes llamaradas desprendían por todas
partes desde las ventanas y torres de un gran convento.
¿Por qué le ocurrían a él esas cosas? ¿Y qué era exactamente lo que le ocurría?
No se sabe si por culpa de esas visiones o porque se sintiera atraído de manera innata por el fuego,
el caso es que Anxo llevaba unos cuantos años llevando a la hoguera purificadora aquellas especies
arbóreas que no eran autóctonas de su tierra. Montaba unos incendios descomunales que traían en
jaque a buena parte de los vecinos de la zona escogida, a todo el parque de bomberos de la localidad
más próxima (siempre lejana) que lo tuviese y a los esforzados muchachos de Protección Civil que,
entre todos, tardaban lo suyo en resolver el drama con rapidez. Y todo lo hacía por ella. Realizaba
sus correrías casi siempre solo pero si la hazaña lo requería podía participar en la gesta un bravo
mozo con fuerte acento vasco que, según le decían - le habían aconsejado que no se dedicara a
hacer preguntas -, veraneaba por allí. Pero Anxo había aprendido tanto que si ya en mayo - o, si se
terciaba, en abril ¡ou cande fora, caraallo! - venían unos días propicios, cogía los trastos entre
animadas risitas y ¡hala! se echaba solo al monte a aportar su granito de arena (más bien su caja de
mixtos y los sencillos pero efectivos artilugios preparados por él mismo) en la heroica lucha por su
liberación. Para salvarla a ella estaba dispuesto a todo, hasta a su propia destrucción, por paradójico
que eso pareciera.
- ¿Aunque ella no quisiera ser salvada?
- Aunque ella no quisiera ser salvada.
Pero veía más cosas. Tantas y tan variadas que, ayudado por algunas lecturas, llegó a saber bastante
sobre aquella época que algunos tachaban de turbulenta, negra como un tizón y perniciosa para
España pero que a él le parecía excitante, hermosa y de las mejores del pasado. En la penumbra
pudo contemplar algaradas callejeras, reuniones más o menos clandestinas, grandiosos mítines...
siempre con el mismo joven como protagonista. Un día sintió que se le helaba la sangre y empezó a
balbucir sonidos inconexos al toparse con cierta foto mientras hojeaba un libro de Historia de (lo
que iba quedando de) España en la librería Follas Novas de Santiago: sin lugar a dudas, él había
asistido, al menos en sueños, a la misma concentración que celebraba alborazada en la Plaza de San
Jaime la proclamación, en 1934, de la «República de Cataluña dentro de la federación española».
El libro casi le pareció un incunable, por lo que pagó sin rechistar lo que le pidieron, se fue
corriendo a casa y empezó a leer frenético las páginas cercanas a aquella imagen. Sudando y con la
respiración contenida durante buena parte del tiempo estuvo leyendo hasta bien entrada la noche
acontecimientos que le resultaban familiares. Ya había visto antes reportajes sobre eso mismo en la
televisión pero la impresión era ahora mayor. Se le hacían muy conocidos hechos como la
aprobación en 1932 del Estatuto de Autonomía de Catalunya por parte de las Cortes Españolas o la
efervescencia general previa y posterior al triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de
1936. Parecía estar reviviendo aquellos momentos.
Esa noche no tuvo aprensión a conciliar el sueño, más bien le costó cogerlo de tantas ganas como
tenía de entrar en él. Cuando al fin lo consiguió, las escenas comenzaron a presentársele como en
una película, sin ningún tipo de confusión, siguiendo poco más o menos el mismo orden en que las
había estado leyendo un poco antes. En todas figuraba el mismo personaje alborotador que otras
veces, sólo que ahora se reconocía a sí mismo mucho más. Al despertarse sintió un fuerte dolor de
cabeza únicamente mitigado por el profundo sentimiento de orgullo que sentía. Ese mismo día
acudiría a los responsables de encargarle acciones para empezar una nueva ofensiva. Había que
darse prisa pues dentro de poco ya no habría bosque que quemar. Y ella necesitaba de ese tipo de
actuaciones contundentes.
- ¡Diola! ¿Aunque sea a su pesar?
- Aunque sea a su pesar. ¡Por Galicia, lo que haga falta!
Anxo no se andaba por las ramas sino a ras de maleza. Y había que comprender que no todo el
mundo tenía por qué estar enterado de cosas como el que un tal W.H. Auden, poeta, hubiera dicho
que «una sociedad no es mejor que sus bosques». Aunque es posible que tampoco lo hubiera
entendido mucho. O de que Joaquín Araújo había escrito en el mejor periódico del país que las
contribuciones del bosque «casi invisibles y a largo plazo suponen un inmenso potencial de
riqueza. El bosque alegra, embellece, limpia, construye y alberga más que ningún otro medio vital.
Si a eso le pusiéramos precio, desde luego no podríamos pagarlo». Pero es que el eucalipto no era
una especie autóctona ¿se entera.? ¡Y ya está! En Galicia, como su mismo nombre indica, todo tiene
que ser gallego. ¡Y todo por Galicia aunque sea en contra de los gallegos! Ya lo irán entendiendo.
Tampoco se libraban los pinos; al menos, no todos. Aunque por estos lares siempre había habido
piñas, Anxo sólo permitía los pineiros allí donde los hubiera habido siempre, es decir, donde é los
hubiera visto siempre o donde algún paisano le dijera que los había visto desde pequeño. Si no, la
foresta debía convertirse cuanto antes en un tojal, lo que siempre había sido y lo que producía
espontáneamente su tierra.
- ¿Las silvas no servían?
- Sí, también servían las silvas. ¿No ves que ellas crecen de manera natural en nuestra tierra?
De las pocas frases que especialista y ayudante se habían cruzado en los varios años de valiente
combustión Anxo suponía que el vasco tenía hondas raíces religiosas, aunque tampoco se atrevería
a poner la mano en el fuego por él. Lo había deducido de pequeños detalles: prefería los domingos
y, dentro de estos, la hora de la Misa para llevar a cabo las acciones (a veces las llamaba ekintzas y,
al pronunciarlo, se le tensaban todos los músculos del rostro); nombraba mucho a Dios, más en
vano que otra cosa pero, al fin y al cabo, era Dios; algunos de sus mejores amigos eran curas...
Anxo, sin embargo, no se sentía tan religioso. Mejor dicho, tan católico, porque en algo relacionado
con el más allá sí que creía. En un programa de televisión en el que acostumbraban a entrevistar a
gente muy interesante había oído hablar una vez a un psiquiatra sobre personas que veían en sueños
situaciones que parecían haber vivido antes, a veces hasta con una diferencia de siglos.
Tenía recogidos unos cuantos casos por todo el mundo y en todos ellos se daba la coincidencia de
que la persona protagonista de la vida anterior había muerto de forma violenta. El médico aseguraba
que todos los seres humanos teníamos un cupo de energía que gastar a lo largo de nuestra vida, de
donde infería que cuando ésta se acortaba de forma abrupta el resto de potencia vagaba hasta
conseguir reencarnarse en otra persona y poder consumir así el resto de energía. Ahí podía estar el
esclarecimiento, terminaba, del origen de algunas fobias inexplicables: miedo exagerado al agua, al
fuego, a las armas blancas, etc., en personas a las que no les había ocurrido nada que hubiera podido
motivar semejante repulsa.
Desde entonces nuestro incendiario comenzó a visitar compulsivamente librerías y (especialmente)
kioscos, quedó sorprendido al comprobar que existía sobre el asunto bastante más escrito de lo que
se hubiera imaginado y se preocupó, en suma, de informarse todo lo que pudo acerca de ese nuevo
mundo. De esta manera supo que el anterior espíritu tiene preferencia por los recién nacidos,
todavía indemnes y tamquam tábula rasa, pero que, conforme el nuevo ser adquiría nuevas
experiencias, los últimos conocimientos iban taponando las vivencias anteriores. De ahí que casi
nadie pudiera conocer su vida anterior. Sólo la casualidad de un olvidado resquicio o el choque de
una catástrofe personal permitirían en el futuro conocer elementos del pasado.
Solamente una vez sintió Anxo como una desazón. Se trataba de uno de esos grandiosos días en que
su incendio había conseguido movilizar a media Consellería de Agricultura y Montes, con sus
helicópteros e hidroaviones, que llevaba ya tres noches impidiendo descansar a varias decenas de
bomberos y a centenares de voluntarios, en que la inmensa hoguera se venía burlando de todos
cambiando de dirección constantemente, cuando él, que se hallaba en primera fila colaborando en
las labores de extinción, oyó que alguien decía muy cerca no se qué sobre una criminal
intencionalidad y que la llama quema a quien la llama. Desde entonces, una vez recibidas las
gratificaciones acostumbradas de los suyos, prefería ver la combustión desde lejos o apostarse
tranquilamente frente al televisor. Había notado antes algo parecido cuando se enteraba de inmensas
combustiones en otros lugares, pero se trataba en realidad de un sentimiento más cercano al
disgusto por no haber sido él el autor de la catástrofe.
La inexistencia de una esposa e hijos con los que compartir buena parte de su tiempo permitían al
pirómano, ahora que tenía dos grandes líneas de lectura, leer durante muchas horas y disfrutar
honradamente siguiendo los avatares de las provincias vascongadas para obtener durante la segunda
república su estatuto de autonomía, conseguido finalmente de regalo al comienzo de la guerra civil.
¡Hay que ver la astucia de esos gallegos montando aquella bufonada para arrancar contra todo
pronóstico y razón el referéndum favorable al Estatuto!
Le interesaban menos los movimientos autonomistas de las demás regiones españolas, aunque
fueran de la misma época. La Constitución de 1978 dejaba bien claro cuáles eran las comunidades
históricas y, aunque el estatuto de autonomía de Galicia nunca llegó a ser aprobado por las Cortes
(ni mucho menos ratificado por ninguna ley) Anxo aceptaba de buena gana participar en esa
representación a la que había sido invitado gratis.
Luego, por las noches, corroboraba coma con coma cuanto había leído durante el día. Tanto es así
que llegó a no tener un ápice de duda sobre su vida anterior y cuál era su responsabilidad en la
actual, a lo que seguía aplicándose con incansable obsesión. Alguna vez, en un arranque de
sinceridad que le honraba - las cosas como son -, después de instruirse acerca de lo mucho que se
habían preocupado los primeros nacionalistas gallegos, vascos y catalanes en rastrear y escudriñar
por todas partes antiquísimos vestigios de diferencialidad, juntaba las manos y, moviéndolas de
arriba abajo, lo mismo que la cabeza, exclamaba con una sonrisa de conmiseración (otras veces lo
hacía entre histéricas carcajadas):
-Con lo que nos devanamos los sesos rebuscando raíces alejadas en muchos siglos de nuestra
historia para justificar nuestra muy lejana autonomía respecto a los demás ¡y resulta que menos de
cincuenta años eran suficientes para ser históricos!
La víctima era catalana
Tal vez lo más admirable del nacionalismo sea la paz de espíritu que debe de suscitar a quienes lo profesan, al liberarlos
de cualquier noción de responsabilidad sobre sus equivocaciones o sus desgracias... La noción del pecado original, de
un acto de maldad cometido hace mucho tiempo y que trajo consigo la expulsión del paraíso, es modificada
ventajosamente por el nacionalista: hubo pecado original, pero lo cometieron otros, fue el error de otros, los otros, lo
que nos expulsó del paraíso, a nosotros, que éramos inocentes. En eso se distingue la noción de pueblo elegido que
esgrimen los nacionalistas actuales de la enunciada en la Biblia: igual que el pueblo de Israel, el pueblo vasco, o el
pueblo gallego, o el pueblo abjazo, el pueblo croata, etcétera, son pueblos elegidos, pero en el pacto con la divinidad o
con la historia que certifica dicha elección no hay previsto ningún castigo, dado que estos pueblos, a diferencia del
hebreo, jamás incurren en la equivocación o la soberbia, siempre son inocentes.
...En el principio fue el paraíso vernáculo: gallegos, vascos y catalanes vivieron felices, rurales, autóctonos y prósperos,
danzando bailes regionales y tocando instrumentos folclóricos, regidos y sanados por amables druidas, por consejos
bondadosos de ancianos, hasta que les llegó el día de la expulsión, en el que las espadas de fuego no fueron esgrimidas
por los arcángeles de Jehová, sino por hirsutos y renegridos españoles.
Antonio Muñoz Molina
Diario El País
El victimismo coincide con el racismo y con la blasfemia en que echa la culpa a otros.
Manuel Jardón
La «normalización lingüística», una anormalidad democrática. El caso gallego.
...no es verdad que Cataluña y Euskadi hayan sufrido a manos de ese nacionalismo españolista una represión superior a
Andalucía o Aragón, ni siquiera en el ámbito cultural.. Puestos a recordar culturas devastadas, la madrileña del primer
tercio de siglo sufrió con el «ya hemos pasao» un exterminio sin precedente en nuestra historia cultural. La pérdida de
novelistas, poetas, médicos, profesores, periodistas, abogados, arquitectos, ingenieros, científicos, que trabajaban en
Madrid fue sencillamente atroz. De manera que los nacionalistas catalanes y vascos... no tienen una cuenta especial que
saldar con el nacionalismo español. En esta historia no hay víctimas privilegiadas: a los nacionalistas catalanes y vascos
les ha ido en ella tan bien o tan mal como a los demócratas o a los rojos españoles, ni más ni menos.
Santos Juliá
Diario El País
Hombre, no. La calidad de una obra de arte no puede estar sólo en el resultado final. Es necesario
tener en cuenta también el proceso de elaboración, la técnica y los materiales empleados, la
innovación que supuso entonces, el atrevimiento del artista, la historia humana que pueda haber
detrás de un cuadro, etcétera, etcétera. Piense usted que se necesita mucho tiempo, habilidad y
conocimientos para sacar adelante y conservar algunas obras. Yo había conocido un artesano, muy
famoso por toda la región y del que cualquier payés con el que hable le dará razón, al que le
encargabas lo que fuera en asunto de muebles y, ¡zas!, en un plis plas te lo hacía, incluso parecía
que mejorado. Pero al cabo de unos meses de uso empezabas a verle un defecto por aquí y otro por
allá; igual se doblaba la madera que había utilizado aún verde que se rompía cualquier saliente...
¡Palabras y más palabras! El sacerdote no paraba de hablar, embarullando un diálogo imposible y
sin aclarar lo mas mínimo el motivo por el que se le había venido a visitar, visita que ya había
costado lo suyo concertar. Arcadi Puñales escuchaba atentamente, pero con escepticismo, la
incontinente verborrea del director del Museo Diocesano de Gerona, en uno de cuyos mejores
salones estaban acomodados y dentro del cual se encontraban bastante frescos a pesar de que, fuera,
el mes de agosto se hacía valer. Mosén Caldes llevaba una hora hablando en realidad él sólo y el
periodista tenía la impresión de que aquel buen señor mentía cada dos palabras, aunque corregía
enseguida esa mentira.., con otra mentira. A juzgar por el estilo retórico de su monólogo, la
grandilocuente gesticulación y preciosa ortología con que acompañaba su incansable oratoria y la
tendencia a la argumentación escolástica, el cura debió de ser un seminarista brillante, lo que a la
larga seguramente se había traducido en un puesto cercano al obispo y alejado de la montaña.
- Fue en este mismo salón cuando un día del mes pasado, recién caída la noche bueno no me
acuerdo bien si fue aquí o en el pasillo hacia aquí... un señor, que parecía venir solo pero es posible
que le acompañara algún otro, me habló del cuadro que traía bien tapado en una furgoneta. Yo no le
di ninguna importancia, no creo que la tuviera, pero conforme él iba hablando me fui fijando en las
pinturas del retablo y me pareció que sí que podrían tener cierto interés
- Pero, a ver - le frenó el señor Puñales - ¿No había recibido al hombre dentro del museo? ¿Cómo
podía haber estado al mismo tiempo viendo un cuadro, por lo demás tapado, que estaba dentro de
una furgoneta? ¿Y por qué dice después que era un retablo?
- Bueno, ya sabe usted que un retablo tiene varias partes... como varios cuadros. Estaba pensando en
una de ellas como un simple cuadro. Eran unas pinturas realmente fantásticas, no sé si el hombre
que las portaba lo sabía, pero a mí me dio a entender que era una cosa de los dos, entre él y yo.
- Este cura es la hostia —rabiaba por dentro Arcadi, que era muy mal hablado -. Sin la grabadora no
me voy a enterar de nada.
Ya había previsto problemas cuando, desde la redacción del mejor, aunque bastante parcial (como
todos) periódico del país se había pasado colgado tres cuartos de hora del teléfono para convencer al
mosén de que se aviniera a mantener una entrevista sobre un asunto que había excitado su fino
olfato de sabueso y del que un comunicante no tan anónimo de aquella diócesis le había puesto
sobre aviso. Estaba muy atareado... no tenía tiempo... que llamara dentro de un mes... Gracias a la
experiencia acumulada en sus años de profesión, Arcadi Puñales le fue arrinconando a base de darle
facilidades en todo: iría cuando él (el cura) quisiera, a la hora que quisiera y se hablaría sólo de lo
que él (también el cura) quisiera. Ya se encargaría él (el periodista) de llevarlo después a su terreno.
Pero mosén Caldes había terminado con unas frases harto misteriosas y que presagiaban muchas
dificultades.
- Ya sabe usted... ¿cómo ha dicho que se llamaba?
- Arcadi Puñales.
- Ya sabe usted, señor Puñales, vaya apellido ¿eh?... no correré con usted ningún peligro ¿verdad?
¡Je, je, je Es una broma. Ya sabe usted...
- ¡Cagoendiola! Es la tercera vez que me dice que sé algo que aún no sé qué es - se sulfuraba por
dentro el señor Puñales.
- Ya sabe usted (cuarta vez) que los sacerdotes no siempre podemos hablar de todo... bueno, hablar,
lo que se dice hablar, a lo mejor sí que podemos, pero no podemos decir todo lo que sabemos.
- No entiendo. ¿A qué se refiere?
¿No es usted católico? Perdone mi indiscreción, me refiero a que seguramente usted ha recibido
enseñanza de la religión católica, ¿no es así?
Había sonado la voz al otro lado del teléfono clara y rotunda, como de trompeta llamando a la
carga. El periodista intuyó algo. Aunque no era muy practicante (en realidad no lo era nada) aún se
acordaba - oh, tempora; oh, mores - de aquellos nueve primeros viernes de mes, con sus
emocionantes comuniones precedidas de sus sisibeantes confesiones.
Por si acaso, el señor Puñales quiso documentarse. Antes de proceder a la entrevista que por fin
había conseguido que le aceptara el capellán, se acercó por la Biblioteca Municipal de Barcelona y
consultó varios tratados piadosos. En uno de ellos el misionero capuchino Manuel de Jaén, muerto
en Valladolid en 1739, había escrito en el tercer capítulo este contundente e inquietante párrafo: El
Confesor no puede revelar a nadie ningún pecado que le confesaron, aunque le quemaran vivo o le
hicieran pedazos. Es con tanto rigor y obligación este secreto, que ni a ti mismo a solas puede sin
tu licencia manifestar un solo pecado venial que te oyó en Confesión, y aunque importara la
salvación de todo el mundo o hubiera de perecer la fe y la Iglesia de Dios; y si fuera necesario
podía jurar que no sabe tal cosa, porque lo que oyó se lo dijeron, no como a hombre sino como al
mismo Dios.
Ahora ya sabia a qué atenerse.
- ¿Por qué piensa usted que el retablo es tan valioso? (El periodista decidió aceptar - por algún sitio
había que tirar - que se trataba de un retablo).
Modestia aparte, yo tengo mis conocimientos; no olvide que soy el director del Museo Diocesano.
Es posible también que alguna de las personas que vinieron me concretaran que se trataba de una
joya gótica del siglo XV del pintor catalán Jaume Cirera.
- Y si era tan valioso ¿cuál podría haber sido el móvil de esa o esas personas para haber querido
deshacerse de él, perdón, querer donarlo?
Mosén Caldes carraspeó, frunció un poco el ceño miró hacia el suelo y, con tono misterioso,
empezó:
- Se cumplen ahora sesenta años del comienzo de la guerra civil (entre españoles no hacía falta
aclarar más de a qué guerra se refería). Por mi origen - soy natural de esta diócesis -, por el
ministerio que ejerzo y en razón de mi actual cargo, o gracias a mi amplia cultura previa que
seguramente influyó en que fuera llamado a ocupar este cargo, yo tenía conocimiento de que en la
iglesia de Sant Llorenç de Morunys, a poco más de 30 kilómetros de Solsona, había estado desde el
siglo XV un valioso retablo dedicado a las representaciones de San Miguel y de San Juan, un
auténtico tesoro de siete piezas, adornando el altar mayor, aunque parece ser que también pasó por
alguna que otra capilla de la misma iglesia. Usted es joven pero yo aún guardo algún recuerdo
lejano de llamas, gritos, disparos, sirenas y carreras alocadas. Entre lo que nos han contado y lo que
usted seguramente sabe porque es una persona estudiada, la vida y los bienes de las personas,
digamos, de mi profesión valían en aquel momento en Cataluña tanto como nada.
- En Cataluña y en otras partes de España.
- Desde luego, pero estamos en Cataluña ¿no? Déjeme seguir... Los primeros meses fueron terribles
- se le notaba molesto por lo que seguramente consideraba una impertinente interrupción -. Se
puede imaginar usted que en aquellos tiempos que corrían los dos curas encargados de Sant Llorenç
un párroco y un coadjutor que vivían en la rectoral que había pegadita a la misma iglesia, a la que
accedían por una única puerta a través de la pared frontal de la sacristía situada justamente detrás
del altar mayor, se puede imaginar, repito, que esos dos sacerdotes vivieran con el alma en un puño
y cerraran con varias vueltas de gruesa llave tanto la puerta que permitía pasar de la iglesia a la
sacristía como de ésta a la vivienda. El pueblo estaba dominado por gente sencilla, payeses la mayor
parte, que habían caído en el descreimiento a pesar de que eran muy amantes de su trabajo, de sus
costumbres y de su cultura. Precisamente esta comarca había sido una de las que más había apoyado
y con mayor énfasis procuraba aplicar el Estatuto de Autonomía. A pesar de esas cualidades, tan
antiguas entre esta gente que se pierden en el tiempo, mis paisanos no sólo habían empezado a
mortificar a los sacerdotes sino que, invadidos por ideas foráneas que no tenían nada que ver con
esta tierra, llevaban tiempo hostigando también a un par de honradas familias de Morunys,
simplemente porque eran ricas y poderosas. La envidia, pecado capital tan español, les hacía llevar
mal el que ambas dispusieran de auto, una de ellas, la de don Lluìs Marfany, hasta tenía un
poderoso camión de ruido espantoso, necesario para la industria maderera a la que se dedicaban y
que se empleaba para transportar de todo, desde troncos de árboles hasta muebles y cajas de fruta u
hortalizas, una vez limpiado debidamente su remolque.
Bien nutrido de palabras, el mosén habla y se alimenta: no hay gasto, piensa el periodista.
- Usted se imaginará cómo estaba la situación entonces, máxime durante los primeros meses de
contienda, cuando el absoluto dominio de los trabajadores, exaltados por las ideas socializantes y
ateas que venían desde Madrid - donde el gallego Pablo Iglesias había fundado el Partido Socialista
Obrero Español -, la inquina y el resentimiento largamente incubados contra la riqueza de esta
región provocaron innumerables altercados, ruines robos y venganzas espantosas.
- Pero en otras regiones ocurrió exactamente lo mismo y algunas de ellas eran de las más pobres de
España. Ese tipo de maldades que menciona también se dio en otros sitios, sólo que al revés: los
ricos hicieron limpieza de pobres -se atrevió a volver a interrumpir el señor Puñales. Estaba siendo
muy discreto, él habría querido añadir «apoyados por la Iglesia», pero el inacabable verbo del
mosén no le dejaba ningún resquicio ni, a la vista del fruncimiento de cejas anterior, quería
desairarle demasiado, al menos hasta que le contara (es un decir) toda la historia de las siete tablas
del retablo.
- ¡Claro que en las demás regiones, ahora Comunida-des, españolas estaba pasando lo mismo! ¿De
dónde venían, si no, todos esos perniciosos conceptos? Cataluña era una región rica, era la única
que tenía, desde hacía cinco años, su Estatuto de Autonomía, no necesitaba complicarse la vida.
Vinieron los demás a complicárnosla - mosén Caldes estaba transformado, su parsimonia y control
inicial parecían tambalearse. No obstante, la veteranía de sus sesenta años y, sobre todo, del oficio
le hizo exhibir al final una amplia sonrisa que tuvo la particularidad de suavizarle de repente el
gesto y de avisarle al periodista de que no siguiera por ahí -.
Continue-mos. Tan caldeado estaba el ambiente que el párroco convenció a su ayudante para que se
marchara una temporada a vivir con sus padres en Mollerusa. - Y no tengas prisa en volver. Total,
para el trabajo que tenernos... - le había insistido solícito. Poco después de marcharse el coadjutor,
desapareció el retablo.
Mosén Caldes era un Demóstenes pero también debía coger aire de vez en cuando. Aprovechó para
indicarle con una señal al plumilla que le siguiera y, si éste fuera ciego, no habría tenido ninguna
dificultad en poder hacerlo siempre que no hubiera sido también sordo, tantas y tan claras eran las
pistas sonoras que el director del museo iba dejando tras de sí: palabras, frases, períodos largos y
cortos, textos orales de todos los estilos se encadenaban sin pausa. Mientras le seguía por los
pasillos y escaleras interiores del museo, Arcadi Puñales tomaba apresuradas notas de lo que se
dignaba contar un capellán feliz por poder poner en práctica sus entrenadas, aunque probablemente
también innatas dotes para la argumentación escolástica.
- Según yo ya sabía - continuaba triunfante o por lo que acaso él, o ella, me dijo, un día del mes de
octubre de 1936 el retablo desapareció sin dejar rastro. De la noche a la mañana. ¡Mire, aquí está!
señaló gozoso el sacerdote.
- Pero aquí no está lodo el retablo protestó el señor Puñales.
- ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! Conténtese con ver y apreciar esta sola pieza. Las demás también están en
el museo, puede creerme.
La verdad es que el periodista no era muy ducho en arte pictórico, como no lo era en casi nada de lo
que tenía que tratar con sus múltiples y cualificados entrevistados. Simplemente observó que la
pieza medía sus dos buenos metros de altura y que en la parte superior sobresalían las cabezas de
dos santos (ni aunque lo mataran podría distinguir cuáles) rescatadas del papel encolado que cubría
por completo el resto de la superficie pintada. Sobre ese papel se especificaba, en catalán y con
ortog4rafía titubeante, que era el frontal del retablo de San Miguel y San Juan.
- Usted me disculpará pero, aparte de los conocimientos en arte que usted ya tenía y de lo que le
aseguró la o las personas que han restituido el retablo, ¿no ha intentado el museo cerciorarse de que
era auténtico?
- Por supuesto - y el sacerdote volvió a mostrar una amplísima sonrisa que dejó visibles dos hileras
de dientes inmaculados mientras trazaba un ampuloso gesto con la mano derecha, relajado por
poder contestar a algo sin tener que hacer uso del regate (seguro que también había sido un gran
futbolista, casi todos los seminaristas lo eran) -. Vino a verlo nada menos que don Josep María
Xarres, Cap de Restauració de la Generalitat. Yo mismo presencié cómo con una máquina de
vapor despegó, milímetro a milímetro, el papel de la parte descubierta que usted ve ahora. «No hay
duda —había sentenciado Xarres— es el retablo de San Miguel y San Juan de la iglesia de Sant
Llorenç de Morunys».
Lo que no había dicho el experto, o sí pero era mosén Caldes quien no se lo quería decir al
periodista, es que creía haber descubierto lo mismo que el comunicante no tan anónimo le había
contado al señor Puñales: el tipo de papel que envolvía las siete piezas era el mismo que había
protegido otro retablo, el de la iglesia pirenaica de Son. En el mundillo del señor Xarres se
rumoreaba que este segundo recubrimiento - primero en las reapariciones - había sido obra del
mismísimo Bardolí, anticuario muy famoso en toda Cataluña. Para confirmarlo, se había guardado
un trozo de papel con el fin de analizarlo y resolver las sospechas, pero aún no lo había hecho.
A mosén Caldes se le veía entusiasmado, pero comedido y digno. Su amplísima frente empujando
para atrás los restos de unos cabellos totalmente blancos, las pobladas cejas sobre unos maduros
ojos, el gesto grave pero cordial de las dos líneas rugosas que unían su gran nariz con la
proporcionada boca le conferían en aquel momento sublime la necesaria dosis de sabiduría para
comprender y hacer comprender a su acompañante que se hallaban ante una obra de arte de enorme
valor, por lo menos crematístico, aunque sólo fuera por los quinientos años de antigüedad de la
pieza.
- Tengo la impresión de que una persona cultivada, muy cristiana y amante de los tesoros de su
tierra, acongojado por los desmanes que oía a diario y ante el temor de que los rojos, en su
incultura, ateísmo y odio por las propiedades ajenas, quemaran en cualquier momento la preciosa
iglesia con todo lo que hubiera dentro, fuera animado o inanimado, decidió llevarse de allí el retablo
y mantenerlo a buen recaudo para protegerlo del fuego o de la impiedad de las masas se animó a
decir, por fin, el cura.
-¿No ha sido excesivo el celo: casi 60 anos escondido? Menos de tres años después del hecho que
usted me cuenta pocas iglesias podían ya quemar los rojos - protestó con cierta soma el señor
Puñales, avezado su instinto de sabueso por los anos en el oficio, y mostrando una vez mas su
anticlerical desconsideración y casi seguro agnosticismo.
- Bueno, con el lío de aquellos terribles años... a lo mejor quien lo ocultó tan piadosamente sufrió
poco después el paseíllo y ha tardado tanto tiempo en aparecer. Aún hace poco que se ha creído
descubrir un goya en la mismísima sede de la Comunidad de Madrid.
- Pero en este caso nadie ha ocultado su identidad. Se sabe perfectamente qué operarios fueron los
que se toparon con la tela.
- ¿Y si quien lo guardó durante los primeros anos (los más difíciles), o sus descendientes, hubieran
sentido después miedo de que se creyera que lo habían robado y lo retuvieron ahí, sin saber qué
hacer con él? - intercedió el mosén.
Arcadi Puñales era también una persona inteligente. Entre tanto fárrago de palabras y pistas falsas
había creído atisbar algún indicio que, bien seguido el rastro, le podía llevar a la solución del un
tanto extraño caso. Como también era una persona leída, recordó que Javier Marías contaba en
Corazón tan blanco cómo un experto en pintura tenía dos o tres maneras de enriquecerse. La
primera era legal y consistía en comprar para si mismo a quien está en apuros. «Por ejemplo,
durante y después de una guerra, en esos períodos se entregan obras maestras por un pasaporte o por
un tocino», había escrito. No es que tuviera que ver exactamente con el asunto que trataban en esos
momentos pero, de repente, Arcadi había asociado las palabras enriquecerse y guerra, tan próximas
en ese texto.
La visita-entrevista aún continuó un poco, más por lo debido a la mutua cortesía y a la prevención
de posibles contactos futuros, que impedían terminarla de golpe, que a las ganas que tenía uno de
seguir comulgando con ruedas de molino, y el otro de continuar expuesto por más tiempo a las
pesquisas de la prensa. Mientras desandaban el laberinto de salas y pasillos que se iban
obscureciendo por detrás, Puñales oía sin desear escuchar pero el hábito y su instinto le hacían
todavía tomar nota del lanzamiento de nuevas hipótesis: «Quizá lo encontrara en la puerta del
museo, como un niño en una cesta...» «Si yo lo hubiera recibido, a él o a ella, y yo no lo conociera
ni lo hubiera visto nunca a antes...».
De vuelta en la redacción esa misma noche, se puso frente al ordenador a preparar el pequeño
reportaje sobre el extraño caso del cura de Gerona, que recibió un retablo perdido del siglo XV a
cambio de silencio. Así lo pensaba titular o, cuando menos, subtitular. Creía haber descubierto unos
cuantos elementos sospechosos. Conforme iba transcribiendo la entrevista, con las explicaciones y
adornos pertinentes, se le iluminaba el rostro. El aluvión de gota fría que había tenido que soportar
dos horas antes le había negado la tranquilidad necesaria para desenvolverse en medio de la riada de
palabras. La calma de ahora le estaba haciendo descubrirla trama auténtica, pensaba él, que podía
explicar el origen de la guarda de un secreto como Dios manda. Pero estaba cansado. La hora que
era y la tensión a la que le había sometido el curita de los cojones con sus enigmas de escolástica,
sus trampas dialécticas y el esparcimiento continuo de pistas falsas le tenían realmente fatigado y
con ha cabeza echándole humo. A las dos de la madrugada había transcrito ya toda la entrevista y
decidió abandonar.
- ¡Ya está! Ahora mismo llamo al cura - exclamó un exultante Arcadi, dando un golpetazo con la
mano sobre la mesa de la cocina mientras desayunaba a la mañana siguiente.
Tardaban bastante en pasarle con el director del Museo Diocesano. Mientras esperaba repasó lo que
pensaba decirle. Arcadi Puñales era un representante más del ejército de profesionales de los
medios entusiasmados por el periodismo de investigación y denuncia. No se sabe si es consecuencia
del caso Watergate, o fruto de su afán justiciero, pero buena parte de los periodistas creen llevar
dentro un detective privado y darían media mano por conseguir un reportaje que trastocara medio
mundo. Por fin, pudo reconocer la sonoridad metálica al otro lado del teléfono. Realizadas las
identificaciones, el periodista no quería darle tiempo de ventaja al mosén, así que le espeto sin mas:
-Mosén Caldes, escuche bien lo que le voy a decir.
- ¿?
- Creo que entre las diversas historias que usted me contó ayer se esconden los datos suficientes,
como ocurre en cualquier jeroglífico, para que pueda emerger una, la verdadera, y dejar resuelto el
enigma que se nos ha planteado a casi todos.
- No entiendo.
- Pero yo creo que sí. Escuche. No es necesario echarle la culpa de la desaparición del retablo a
ningún rojo descreído. El exquisito cuidado con que debieron separar de la pared, descolgar y
embalar de alguna manera aunque fuera elemental, pero segura, como se deduce del esmerado
tratamiento posterior a cargo de uno de nuestros mejores anticuarios, las siete piezas de dos metros,
obliga a pensar que fue una tarea de varias horas. Con el párroco durmiendo al otro lado de la
sacristía situada justamente detrás del altar mayor, donde estaba el retablo de San Miguel y San
Juan, nadie se habría arriesgado a despertarlo durante la operación con cualquier ruido del todo
inevitable. ¿Qué ocurrió, en realidad? Pues que el titular de la parroquia se deshizo del coadjutor,
testigo incómodo e innecesario, haciéndole marchar una temporada a su casa natal con el fin de
dejar vía libre a uno de los dos ricachones del pueblo para que entrara una noche en la iglesia. El
cura permitió el atropello de buena fe para salvar el retablo de una más que segura desaparición, por
destrucción o por robo, tal como le había pronosticado insistentemente el dueño de la serrería. Pero,
huyendo del fuego, el sacerdote cayó en la sartén - Arcadi Puñales iba tan lanzado que no le daba
tiempo a calibrar del todo lo que decía -.
Un enorme y ruidoso camión maderero no podía haber pasado desapercibido en mitad del silencio
de una noche rural. Su dueño, ayudado por familiares o por algunos de sus operarios más leales y
tan convencidos como el párroco de que estaban haciendo una buena obra, se apropió del retablo
con el inconfesable propósito de venderlo a muy buen precio aprovechando el río revuelto de la
guerra o para cuando, mucho tiempo después, se hubieran acallado los ecos del escándalo.
- ¡Ja, ja, ja.! ¡Qué imaginación tiene usted! Los periodistas sois tremendos- mosén Caldes había
pasado del trato de respeto al tuteo sin transición alguna. ¿Un paso en falso desde las defensas de su
turris ebúrnea? ¿Estrategia de acercamiento? Piense usted que la víctima era la iglesia catalana - el
laico Puñales no podía saber si el mosén se estaba refiriendo a la Iglesia, con mayúscula, a la iglesia
de Sant Llorenç de Morunys; ambas tenían sentido - . No podía haber hecho semejante fechoría un
hombre cristiano, amante de la tierra en que había nacido y de sus riquezas nunca mejor dicho,
pensó muy mal el redactor - y que, a mes a mes, ya era rico.
- Como tantas veces ocurre - Arcadi zanjó enseguida, había cogido el teléfono para hablar él, no
para oír hablar al otro - , ya fuera por el bajo precio que en aquellos momentos de necesidad se
podía pagar por una obra de arte como esa, ya fuera porque se trataba de un retablo fácilmente
reconocible (al menos por los entendidos) y enorme, lo que dificultaba mucho deshacerse de él, o
porque, una vez pasado el tiempo sin haber conseguido venderlo, el rico y sacrílego cristiano
hubiera sido cada vez más invadido por el remordimiento y hubiera llegado a no querer venderlo
pero tampoco se atrevía a entregarlo (era un ciudadano respetable), el caso es que el retablo se
encontraba durmiendo en cualquier amplio sótano de buena casa año tras año década tras década.
Un día, quizá presintiendo cercana su muerte, se acerco él mismo - o habiéndolo dejado encargado a
un testaferro suyo - y pactó con la persona mas indicada, un sacerdote director del Museo
Diocesano, la entrega del longevo retablo.
Como cuento no está mal pero yo no le he contado eso.
- ¿Que no? Usted me ha ido diciendo todo, sólo que encubierto por mentiras piadosas y medias
verdades - se envalentonó Arcadi. Pero enseguida, dominado por el sentido de la responsabilidad,
agregó:
- Mas pierda usted cuidado - en el fondo le había cogido algo de aprecio y le daba un poco de
lástima; él (el mosén) también lo debía de estar pasando mal -. Esto ha sido para mí un simple
divertime nto. Yo me sentía cada vez más intrigado y he querido resolver la estupenda trama que
usted había urdido. Pero sólo lo sabremos usted y yo ¿eh? Al fin y al cabo yo también soy catalán y
he celebrado, aunque en tiempos, los primeros viernes de mes.
Y colgó.
Love Story
El avión voló hacia el Sur, caminó casi 8.000 km y se seguía hablando español. Después de eso volvimos a caminar no
sé cuántos kilómetros, de Santiago a Concepción, 500, 600, 700, y se seguía hablando español. Cuando después de ésto
continuemos hacia el Sur, hasta, allá, hasta Punta Arenas, se seguirá hablando español. Se puede caminar 10.000 un
hacia el Sur y hablar el mismo idioma y entendernos, tener la misma sensibilidad, los mismos sentimientos... ¿En qué
podemos nosotros distinguir a nuestro pueblo de ustedes? ¿Como podemos saber así, qué medio, que cosa hay que nos
diga que estamos conversando con un extranjero? ¿Cómo nosotros podemos tener a ustedes por extranjeros?
Fidel Castro
Discurso al pueblo de Concepción, en Chile
La libertad hay que conquistarla cada día, pero hay peligros enormes en su contra.: ahí está el renacimiento de los
nacionalismos y el de los fanatismos religiosos.
Octavio Paz
Conferencia de prensa en Nueva York al conocer la concesión del Premio Nobel
1.
La calma plácida de la mañana se quebró de pronto cuando la hermosa puerta de madera roja saltó
por los aires reventada por dos certeros cañonazos. Entre la humareda y los alaridos de espanto
brillaron unas puntiagudas espadas y se oyeron gritos de guerra. Los castrados guardianes,
grandotes pero mal armados, empezaron a caer uno a uno entre arcabuzazos y fieros tajos,
manchando enseguida de sangre el lujoso suelo con sus desnudas carnes. Más de doscientas
vírgenes temblaban llenas de pánico, mientras se escondían por los rincones o se estrujaban contra
las paredes del fondo del templo. Cuando hubieron penetrado, y a pesar de la fiereza del momento,
los soldados se pararon en seco impresionados y enternecidos por la belleza y el terror que
encontraron en los ojos, en todo el rostro, de las esbeltas ma macomas que tenían ante si.
A una orden del capitán se abalanzaron sobre ellas asiéndolas por los brazos, por las ropas,
sujetándolas por los cabellos o por donde podían, gritando como locos y disputándose entre ellos la
presa. En el rifirrafe de corridas, gritos, empellones y caídas algunos desgarros de las finas prendas
de algodón dejaron entrever, o ver del todo, el temblor de algún hermoso pecho moreno.
En aquel caluroso día de una estación cualquiera - las cuatro eran parecidas - del año del Señor de
1.530 todo el pueblo de Cajas se hallaba consternado. En realidad, hacía mucho tiempo que algo
muy hondo se venía quebrando en la ancestral estructura social de ha comarca de Tahuantinsuyo. El
barbudo hombre blanco de hierro acababa de violentar una de las sagradas casas de mujeres
vírgenes procedentes del pueblo de los cañaris, especialmente elegidas por hermosas y dedicadas al
servicio de los dioses paganos, de sus templos y se supone que de sus sacerdotes. Hernando de
Soto, una vez separado para él y sus capitanes el mejor lote, mandó repartir el resto de las
doscientas muchachas entre sus hombres, hartos desde hacía mucho tiempo de una obligada
continencia que, a falta - o sin falta - de otros botines, preludiaba ya algún conato de rebelión.
La tropa, al contrario de lo que habitualmente se cree, no era muy numerosa, por lo que hubo carne
para todos. Bravos soldados como Cieza de León, La Gasca o Alonso de Zúñiga estaban de verdad
contentos con lo que les había caído en suerte. En particular el último. Se había quedado sin habla,
seguramente entusiasmado por los finos rasgos y el noble talle de la muchacha que estaba con él, y
porque lo que le pudiera decir de poco les iba a servir a ambos, dada la absoluta imposibilidad de
entenderse. El de Zúñiga era también joven y, aunque recio en el combate, empezó a mostrar desde
entonces unos ojos de ternero viviendo desazonado por no saber cómo consolar a la graciosa
indiecita.
Con no poco esfuerzo, dado el estado de postración de la muchacha y la ausencia de una sola
palabra de comprensión común, don Alonso le hizo saber cuál era su nombre y consiguió interpretar
que el de ella era algo así como Tacunga, que al bilbaíno le pareció tan propio de ídolos que
enseguida lo tradujo cristianizándolo por Teresa. Años más tarde escribiría Cieza sobre las indias
cañaris que eran no poco ardientes de lujuria, amigas de españoles, recordando en parte el mucho
tiempo pasado en el campamento de los conquistadores durante el cual no se oyeron sino jadeos y
ninguna conversación entre soldados e indias.
Teresa llevaba adobado el rostro. De sus horadadas orejas pendían unos lindos zarcillos y de la
ternilla de la nariz una piedra de ámbar. El pelo era muy negro y lo llevaba largo y trenzado con
primor. Como sus compañeras, era muy dada a los baños fríos y calientes, y usaba ungüentos
olorosos que los soldados les habían devuelto entre el resto del botín recogido en el templo. Zúñiga
la trataba con exquisito tacto y la intentaba reconfortar a su manera. Consciente de la enorme
barreta que existía entre ambos, procuraba ante todo enseñarle un mínimo de palabras dominantes
en el nuevo entorno en que ella debía acostumbrarse a vivir, lo que les permitiría empezar a entablar
una relación que, con el tiempo y la ampliación de un código común, pretendía que fuera
haciéndose más profunda y estable. No tenía prisa. Se sentía, ¿quién lo hubiera dicho?, enamorado;
y durante las varias semanas que ya llevaban juntos no intentó nada que ella no aceptara de más o
menos buen grado ni mucho menos usó con ella extra vas debitum, como sabía que hacían con otras
esclavas algunos de sus compañeros.
Poco a poco Tacunga pudo comprobar las ventajas que también tenía el vivir entre seres más
desarrollados en ciertos aspectos. A pesar de la dureza propia de un campamento militar, su natural
curiosidad le hacía sorprenderse con agrado de un buen número de instrumentos y enseres
desconocidos hasta entonces para ella y que contribuían a soportar la vida un poco mejor. Pronto
percibió que hacía gracia y que conseguía más favores cuando se animaba a pedir cualquier cosa en
español. Aprendió a decir agua, frío (ésta le resultó más difícil), pan, leña, dormir... Y ella, a su
vez, también inició en algunos vocablos a su nuevo amo, a quien llamaba tecle, que en su lengua
quería decir señor y así lo entendía don Alonso. De no haber sido soldado, éste podría haberse
dedicado al magisterio de las letras, dada la infinita paciencia con que enseñaba y los múltiples
recursos de que echaba mano para facilitar el aprendizaje. Así, como suele practicarse con los niños
muy pequeños, le señalaba algunas veces cualquier parte de su propio cuerpo, empezando por la
cara, o algún objeto cercano y esperaba que Teresa le repitiese el nombre con que días, semanas,
meses antes la había instruido. O le hacía repetir frases de no más de cuatro palabras: dame la
mano, ¿ te gusta la comida ?, esto es muy bonito, y cosas por el estilo. Lo que no pudo enseñarle
fue a leer ya que él mismo era iletrado.
Ella, que se daba cuenta de que el vasco, aunque rudo, no era malo, agradecía por otra parte bien
dentro de sí los desvelos de que era objeto. Al cabo de varios meses de convivencia las indias
conocían el talante de cada conquistador, cuál dispensaba un buen trato a sus sirvientas y cuál las
maltrataba, quién era un caballero y quién un bribón. De hecho, cuando alguno de los indeseables
adquiría alguna india en almoneda, ésta desaparecía al poco tiempo. Intentar encontrarla era
imposible en un mundo donde el conquistador estaba perdido. Bernal Díaz del Castillo comentaba
jocoso que preguntar entonces por la huida era tanto como buscar a Mahoma en Granada.
Cierto día, cuando Tacunga andaba preparando unos fríjoles con el semblante entristecido mientras
pensaba en su gente y en las dificultades que aún tenía para comprender lo que estaba pasando a su
alrededor, se desprendieron de su lindo rostro unas casi imperceptibles lágrimas. Al ir a
enjugárselas, rozó con la manga la cazuelilla de barro en la que estaba cocinando, ésta cayó al suelo
y se partió en cuatro pedazos. El desconsuelo de la muchacha fue aún mayor y se puso a llorar
abiertamente. Los sollozos alertaron a don Alonso de Zúñiga., que se hallaba cerca dando brillo a
sus armas y armadura. Se acercó solícito, entendió lo que había pasado y, sin decir nada, entró en un
barracón, volvió enseguida con algo en la mano, cogió los trozos rotos, los lavó allí mismo y
empezó a juntarlos uno a uno pegándolos con un engrudo formado con una mezcla de resina,
harina, y agua. Teresa lo miraba extrañada. Había dejado de llorar. Cuando el bilbaíno acabó de unir
todas las partes, sonrió con amplitud y volvió la vista hacia ella. Esta bajó los ojos. Pero los levantó
enseguida sonriendo, se abalanzó después hacia el soldado, se abrazó a él y comenzó a llenarle la
cara de besos mientras le repetía, sin duda recordando una expresión oída muchas veces: «te quiero,
te quiero, te quiero». Emocionado Zúñiga, apartó ligeramente la cara de Tacunga -Teresa y, al
tiempo que le secaba con sus manos los restos de lágrimas que todavía bordeaban sus lindos ojazos
negros, le decía muy quedo: «yo también, cariño, yo también».
Por un instante tuvieron que detener sus arrumacos, felizmente sorprendidos por los alegres bravos
y aplausos que les llegaban desde un desinhibido corro de soldados e indias que se había formado
enrededor. Cogió entonces en brazos el liviano peso de la amada y desapareció entre las sombras
del barracón.
2.
¡No podía ser! ¡Otra vez el mismo chico cruzando los brazos ansioso por encima de él haciéndole
señas! - ¡Caray con el tío! - pensó - ¡qué insistencia en hacerse ver! A pesar de que la muchacha.
caminaba deprisa entre la bruma, con la cabeza metida entre el cuello y las solapas del abrigo, había
vuelto a fijarse en él. La verdad es que el joven parecía bastante alto, quizás hasta guapo, pero
tampoco tenía que resultar fácil verlo tan a menudo desde la otra orilla. Y, sin embargo, hacía tres
meses que se topaban visualmente al menos dos veces diarias. Seguramente él conocía muy bien el
itinerario habitual de la chica camino de las clases, y ella iría ya menos despistada de lo que en
realidad estaba dispuesta a admitir.
Aunque se hacía la interesante y medio la ofendida, en el fondo le gustaba la atracción que producía
en aquel loco que no paraba de lanzar sonoros silbidos metiéndose los dedos gordo e índice en la
boca, o de hacer cosas raras para llamar su atención. Lo mismo gritaba como un energúmeno que se
sacaba la zamarra en plena lluvia para agitarla sobre su cabeza. Un día, después de conseguir que
ella se parara a mirarle, pasó una pierna por encima de la balaustrada e hizo ademán de lanzarse a la
ría para estar junto a ella. La muchacha, horrorizada, se lo quitó de la cabeza a gritos y con
violentos gestos; y él, sonriente, hizo como que cedía de mala gana. Antiguamente había habido
muchos y hermosos puentes que mantenían unidas las dos orillas, y aún ahora se podían observar
los herrumbrosos muñones de algunos de ellos pegados a los muros que contenían el agua, sus
mareas y crecidas. Pero en la época del incipiente romance de orilla a orilla entre un todavía
granuloso joven y una adolescente sólo existía un puente, ferozmente protegido en ambos extremos,
sobre todo en el de la parte del chico, donde se debían pasar múltiples controles para poder salir o
entrar. Ciertamente, si no se quería perder mucho tiempo, acababa siendo más práctico tirarse a la
ría.
Tantos aspavientos, silbidos y machadas hacía a diario el jovencito que ha gentil niña le fue
concediendo cada día más minutos, si no de charla porque estaban demasiado alejados para poderse
entender, al menos de mímica. Ella le explicó, hincando los codos sobre su pretil mientras escondía
la cabeza entre las manos, que era estudiante. El otro incluso le supo hacer entender (realmente era
un chico listo) que también estudiaba, pero más encauzado al mundo inmediato del trabajo. Hacía
tercero de tratamiento de residuos, urbanos y no urbanos, no se vaya usted a creer. En sus ratos
libres echaba una mano en el taller que su padre tenía de monoplazas aéreos, artilugios mecánicos
que aunque permitían una gran independencia de movimientos - de ahí que hubieran sustituido a los
muy antiguos automóviles en los desplazamientos cortos y sin equipaje - ella los usaba poco porque
sufría de vértigo.
La jovencita no sabía cómo había sido pero el tonto del muchacho había conseguido captar su
atención hasta tal punto que se pasaba el resto del tiempo pensando en las graciosas chorradas que
le contaría al día siguiente con manos, brazos, cara, cabeza, tronco..., pues no había forma de
entender una palabra, dada la distancia que les separaba. A veces se desesperaba uno de los dos
porque el otro no acababa de atisbar lo que se le quería decir, pero al poco cualquiera de ellos
estallaba en carcajadas por lo ridículo de la situación (siempre acababa quedándose mirando algún
curioso) y se la contagiaba al otro. Varias tardes había ablandado la jovencita el aire de su casa con
el añejo sonido de Love Story, una enternecedora melodía del siglo pasado.
Como les costaba tanto comunicarse y empezaban a gustarse también tanto, se les pasaba el tiempo
volando mientras gesticulaban y, al final, debían concertar otra cita para seguir explicándose tan
pocas cosas durante el mucho tiempo que cualquier minucia les llevaba. La naturaleza que, a pesar
de ciertas maldades e incoherencias que a veces se detectan en ella, no deja de estar bastante bien
hecha, iba haciendo de las suyas. Por lo que más temprano que tarde llegó el momento en que el
romeo ya no tenía labios, ojos ni manos bastantes para manifestarle a su adorada ciertas ideas
sublimes, algunas de ellas demasiado íntimas como para exhibirlas a la vista de todo el mundo que
pasara por una u otra ribera.
Fue así como una tarde, a la vuelta de las clases, que era cuando ella disponía de más tiempo para
los ejercicios de teatro, se quedó paseando tranquilamente a lo largo de su trozo de ría esperando
que apareciera el pretendiente al otro lado, entre la constante bruma de esa tierra. Del pavimento
ascendía el dulce calorcillo provocado por las arterias de agua caliente instaladas bajo las baldosas
para facilitar el paseo de los ciudadanos. A los diez minutos un conocido silbo le removió el
corazón. Saludó moviendo alegreme nte la mano. Él lo hizo, en cambio, agitando lo que parecía una
botella. En cuanto el chico se cercioró de que ella se fijaba en el misterioso objeto, le hizo señas de
que le había escrito algo en un papel que después había introducido en la botella y que la pensaba
arrojar con la mayor fuerza posible hacia donde ella estaba, con la intención de que, aprovechando
la corriente, la recogiera unos metros más abajo, donde el antiguo embarcadero del Garolino.
Incluso había unas viejas escaleras de piedra que se hundían en el agua; podía bajar hasta allí. Pero
la chica, con toda razón, le hizo saber que no debía arriesgarse a tirar la botella porque no había
ninguna garantía de que pudiera llegar tan pegadita a su orilla, como para recogerla sin más ni más,
sin ningún esfuerzo. Entonces decidieron (estaban ya muy duchos en el lenguaje de signos) que se
fuera ella a buscar una red de las que se usan para limpiar la superficie de las piscinas, que disponen
de un largo palo. Él la esperaría lo que hiciera falta. En efecto, una excitada quinceañera apareció
corriendo enarbolando la útil herramienta al cabo de no más de media hora entre una niebla cada
vez más opaca y desazonadora. El lejano mugido bronco de una sirena de barco la estremeció de
repente. Bajó al embarcadero y esperó a que el joven, unos treinta metros mas arriba, cogiera
carrerilla y lanzara con vehemencia el mensaje. La corriente fue acercando con suavidad la botella
náufraga. Al llegar a la altura de la chica, ésta alargó cuanto pudo el brazo que sujetaba el mango de
la redecilla. Pero, ¡oh desilusión!, la botella pasaba demasiado lejos. La fue siguiendo a lo largo del
embarcadero. Todo resultó inútil: acabó perdiéndose camino del mar.
Pero el avispado chico lo tenía todo previsto. La muchacha levantó la cabeza hacía donde él estaba
y, ¡voilá!, le estaba enseñando otra botella, se supone que con idéntico mensaje dentro. Volvió a
separarse unos metros de la balaustrada, echó otra vez a correr y lanzó con mayor fuerza la segunda
botella. A ver a ver, a ver.. Ahora parecía que iban a tener mas suerte. En efecto, al poco rato el
vidrioso objeto pasaba bastante más cerca del embarcadero que antes. La muchacha lanzó al agua la
red y, tentando, tentando, ¡eureka!, pudo por fin recoger el ansiado envío. Palpitante, desenroscó el
tapón, volcó la botella con el cuello hacia abajo, la sacudió golpeándola y recogió con sus finísimos
dedos la emocionante misiva apretada en una goma que se deslizaba hacia el suelo. Desenrolló con
apresuramiento el papel y... ¡horror! ¿Qué era aquello? ¿En qué idioma estaba escrito? No entendía
absolutamente nada. La botella se le cayó al suelo, haciéndose al instante añicos. Abatida, la
muchacha se puso a llorar con desconsuelo. Al poco, echó a correr desenfrenadamente sin volver ni
una vez la vista atrás.
En aquel gélido día de invierno del año 2.096, una impenetrable niebla se extendía sobre la ciudad
de Bilbao. Entre las márgenes izquierda y derecha del río Nervión no se veía, ya nada.
Santiago de Compostela, 8 de noviembre de 1995
Augusto Bruyel (Calatayud, 1.948). Se traslada a Lugo en plena infancia hasta realizar el bachillerato. Licenciado en
Psicología y Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, es doctorado en Psicología por la Universidad de
Santiago.
Integrado en Cataluña, vuelve de nuevo a Galicia trabajando para la Xunta. Asiste con estupor al nacimiento de una
lengua gallega que no puede identificar, motivo por el que decide narrar en clave literaria su óptica sobre los
nacionalismos.
La obra de Cuetos Nacionalistas es una colección de relatos cortos sobre diversos aspectos de los actuales
nacionalismos españoles, que procura armonizar la literatura con un incipiente ensayo. El autor muestra la evidencia y
paradojas del sentido nacionalista, que él interpreta con exquisita sutileza presentando los hechos de manera que sea el
propio lector inteligente quien descubra el entramado reflexionando hasta sus conclusiones. El autor ofrece una base
racional de análisis, a partir de las citas iniciales e intermedias de cada relato, animada por la exposición literaria de
narrar a través de un cuento.

http://www.libertadidioma.com/abruyel.pdf

1 comentario:

Anónimo dijo...

Está muy bien tu disertación, Agusto, pero creo deberías haber contado con quién te catapultó al estrellado literario, que no es otro que tu editor ISIDORO CORREA de la prestigiosa editorial VULCANO EDICIONES, tal vez hubieras tenido algún éxito de respuestas, .... Felicidades por tus exposiciones.