lunes 1 de diciembre de 2008
A mi madre, en los días que me recuerdan su muerte
Félix Arbolí
H OY me gustaría tener la bondad, la sencillez y las virtudes de mi madre para rezar con el fervor y la fe que lo hacía ella a ese Dios que llena de amor contemplaba con los ojos internos de su corazón y hoy quieren eliminar los de siempre hasta de nuestras escuelas. Me agradaría poder ver de nuevo la serenidad de su gesto cuando en aquellos inolvidables atardeceres de lluvia, vientos o tormentas nos tenía a todos recogidos en casa, porque aún vivíamos y estábamos juntos todos los hermanos. Verla sentada sobre esa gastada y cómoda butaca, uno de sus sitios preferidos, mientras rezaba lentamente el obligado rosario que había prometido de por vida, por no sé que ocultas razones o favores y que hoy resulta una costumbre anacrónica y poco practicada. De admirar su arte y elegancia frente al piano deleitándonos a todos con esa música sacada de las partituras, pues había estudiado toda la carrera, en unas veladas familiares inolvidables. De su sonrisa alegre y sincera, como la de los que no esconden rencores en su interior, que aunque no fueron muy pródigas, esa es la verdad, han merecido la delicia de un inolvidable recuerdo.
Echo de menos sus imágenes y rezos, ocupando espacios y hablando con el corazón en esas horas de inactividad y recogimiento cuando descansaba de las interminables faenas caseras realizadas durante todo el día y a veces parte de la noche. Noto la frialdad de su ausencia por la falta de ese calor espiritual que irradiaba por la fuerza de su fe en ese Dios a quien tanto amó y veneró. Sé que si hay algo bueno en mí, si conservo aún un residuo espiritual recorriéndome los sentimientos, se lo debo sin la menor duda a esa mujer admirable que Dios puso en mi camino para que a pesar de mis flaquezas no todo fuera una farsa en mi vida.
Siento hoy que no llorara amargamente, de manera desconsolada, cuando comenzó esa eternidad y desapareció bajo la tierra en ese cerrado ataúd, en la mañana invernal de estas fechas, sabiendo que se iba para siempre de mi vida. Y siento que ese beso que entonces quise darle se perdiera en el aire, porque no tuve el valor suficiente de habérselo dado cuando aún se hallaba presente, por ese rechazo instintivo que jamás he logrado vencer en estos trances.
Entonces, en la serenidad de mi dolor, superados los primeros días de su ausencia, le dediqué unos sencillos versos que me salieron fáciles porque no tuve que pensarlos, sólo sentirlos. .
“La soledad y el misterio,
se han dado cita a tu muerte,
me impresiona el cementerio
saber que estás y no verte.
Leer tu nombre querido
sobre una tumba grabado,
recordando que te has ido,
dando fe de que has estado.
Sentir que el beso ofrecido
buscándote se ha quedado,
. el mármol lo ha recibido,
el viento se lo ha llevado.
Tenerte cerca y lejana
soñarte alegre y dichosa,
sentir la esperanza vana
que no estás bajo esa losa.
Memoria que no perdona
y que con fuerza se aferra
a recodar la persona
cuando ya no es de esta tierra.
Ausencia que me atormenta,
ansias de verte y besarte
de recordarte contenta
por algo que pude darte.
De sufrir por mis errores
que tanto daño te hicieron,
y no sentir tus fervores
que dulce muerte te dieron.
Y el ver tu brazo elevarse
con fatiga y emoción,
sin que pudiera acabarse
tu postrera bendición.
Haberte dejado ir
sin apretar nuestras manos
para jurarte vivir
siempre unidos los hermanos.
No haber tenido el valor
de abrazarte fuertemente
para aliviar con mi amor
la soledad de tu muerte.
Vencer absurdos temores
que el cementerio me causa
y llenar de llanto y flores
el lugar donde descasa.
Venerando emocionado
el cuerpo donde he nacido,
al amor más abnegado,
y al ser que más me ha querido.
Perdonen este pequeño pero sincero homenaje a mi madre. Entre los cerca de quinientos artículos ya publicados en la página, ninguno se lo había dedicado a ella. Se lo merece de verdad.
http://www.vistazoalaprensa.com/contraportada.asp?Id=1850
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