lunes, diciembre 15, 2008

Manuel de Prada, Grandes desplazamientos

lunes 15 de diciembre de 2008
GRANDES DESPLAZAMIENTOS

Antes del boom turístico, sólo los ricos podían viajar; para comprobarlo, basta leer cualquier novela de Henry James, cuyos protagonistas cruzan el charco para tirarse meses en otro continente, explorando a sus gentes y dejándose sorprender por sus insospechadas costumbres. Desde que inventaran esa variante del transporte agropecuario designada eufemísticamente ‘vuelos low-cost’, el gozo de viajar ha quedado reservado a los pobres de solemnidad. Y es que lo que el común de las gentes entendemos actualmente por ‘viaje’ constituye, en realidad, un ‘desplazamiento’ que nos deposita como fardos en el lugar de destino, para después convertirnos en zascandiles programados que se hospedan en hoteles idénticos y emplean sus horas en excursiones gregarias, regidas por un horario siempre apremiante y por la visita obligatoria a lugares que la propaganda ha desgastado hasta convertir en emblemas pestíferos del imaginario kitsch. Lo que antes distinguía el viaje era su demorada inmersión en las costumbres y en los ritos de un lugar que nos era ajeno; al suprimirse esta condición esencial, al despojar el viaje de su naturaleza exploratoria, apenas nos queda un sucedáneo o remedo de viaje, en el que los lugares ajenos se reducen a escaparates móviles que se suceden ante nuestros hastiados ojos, como láminas de un prospecto turístico. E incluso se da la paradoja de que si, por un raro azar, ese viaje programado introduce algún sobresalto que infringe la rutina, enseguida queremos interrumpirlo o poner una reclamación, como acaba de ocurrirles a esos turistas españoles que veraneaban o invernaban en Tailandia.

Así que para viajar en nuestros días hace falta ser pobre de solemnidad, o actuar como si lo fuésemos. Sólo el viajero a salto de mata que sigue frecuentando las carreteras comarcales y las líneas de ferrocarril menos concurridas, el vagabundo que se hospeda en pensiones descatalogadas y mata el hambre en tabernas refractarias a los menús políglotas, puede presumir de aprovechar los beneficios del viaje. Porque lo otro, que es lo que usted y yo hacemos, apenas merece la designación de simulacro; un simulacro tan cómodo y recurrente como un sueño de morfina. Si la misión del viaje consiste en zambullirnos en la extrañeza, a través de geografías que nos van despojando de las legañas que entorpecen nuestros sentidos y nuestra inteligencia (y así, zambullidos en esa extrañeza, llegar a incorporar esas geografías a nuestro atlas vital), convendremos que hemos suplantado el viaje por el desplazamiento. Y es que esa zambullida en la extrañeza se lograba, sobre todo, a través de la interiorización de otro tiempo y la conquista de otro espacio que podía resultar hospitalario o inhóspito, pero que en cualquier caso nos hacía sentir forasteros. El boom turístico asesinó la posibilidad del verdadero viaje, aboliendo tiempo y espacio, suplantándolos por una ‘reconstrucción’ de nuestro mundo habitual que imbuye al turista la creencia de que, pese al desplazamiento, sigue inmerso en un ámbito familiar. Las lentas travesías transatlánticas, los viajes nocturnos en trenes por los que circulaba la tumultuosa vida (con su cortejo de azares risueños o infaustos) han sido sustituidos por vuelos velocísimos en los que queda borrado todo apunte de improvisación; o en los que, si acaso, podemos disfrutar de un retraso ‘por razones técnicas’ que nos deja empantanados en cualquier aeropuerto con olor a tigre. El turista de nuestro tiempo, hacinado en aviones en los que apenas puede rebullirse, acata las penurias de esta nueva forma de transporte a cambio de la inmediatez en el traslado, olvidando que no existe viaje si no hay conciencia del paso del tiempo. Lo otro es mero transporte de ganado.

Pero esta conversión del viaje en devaluado desplazamiento no sería completa si no se contase con la complicidad de los hoteles, cuya misión no es otra que transmitir al cliente una sensación de aséptica y repetida familiaridad. Las habitaciones de los hoteles –no importa el país o continente al que hayamos sido ‘desplazados’– son siempre idénticas: idénticos materiales acrílicos, idénticos aparatos televisivos con tropecientos canales, idénticos minibares con botellas liliputienses, idénticos potingues en el lavabo. Tanta premeditada uniformidad, que convierte a los hoteles en una especie de refugio transnacional protegido contra los efluvios exteriores, obedece a un afán de mantener al turista ajeno al flujo abigarrado de la vida que discurre tras las ventanas. Abolidos tiempo y espacio, ¿qué demonios queda del viaje? Bienvenidos a la era de los grandes desplazamientos.

http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=3727&id_firma=7911

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