sabado 25 de septiembre de 2010
Las cosas del espíritu
Juan Pablo Vitali
22 de septiembre de 2010
"Sólo un dios puede salvarnos", decía
Heidegger. Un muy particular dios, claro está.
Las cosas del espíritu son a veces insondables. Y aunque un hombre busque en la soledad un camino espiritual, siempre el medio y el tiempo en que ha nacido influyen en él, lo condicionan en diversa medida. Lo que recibe y lo que da, está en relación con el mundo que lo rodea. Su conducta es un espejo de sus dioses y de su comunidad. No puede ser de otro modo, porque por más independiente que sea una persona, lo que encuentra en su búsqueda lo ha aprehendido del mundo que lo rodea.
Por eso la búsqueda de una persona con inquietudes, se hace tan difícil hoy en día, en especial en eso que llamamos Occidente: una tierra que se niega a dar más al espíritu. La reconstrucción espiritual es mucho más difícil que la material y lleva más tiempo. Cuando la continuidad de una tradición se corta, los espíritus inquietos buscan en todas direcciones, anárquicamente una salida. Y digo anárquica porque lo que mantenía el orden era justamente la continuidad que se ha perdido, y al perderse los caminos se bifurcan, se alejan a veces para siempre el uno del otro.
Y en esas distintas direcciones por las que van esos caminos, suele estar el odio, el dogmatismo, la exclusión, la violencia contenida. Cada uno niega lo que quiere negar, descalificando por lo demás a quien considera su enemigo, aunque en realidad no lo sea, si profundizara un poco su punto de vista.
Es común ver cómo todos son considerados enemigos espirituales del otro en el actual Occidente, que no acierta a darle una forma a su espiritualidad.
No se puede culpar a quien en una sincera búsqueda, abraza una religión que nosotros no profesamos. Con ese criterio sólo tendremos cada vez más enemigos.
Hemos visto cómo Hölderlin enaltecía el panteón griego con sus versos. Hemos observado el resurgimiento de los dioses germanos durante el romanticismo alemán. Y hasta hemos visto cómo hombres valiosos de Occidente abrazaban el Islam, como es el caso de Renè Gènon. La Edad Media ya había pasado hacía mucho, si es que podemos acordar de algún modo amplio que ella fue un eje en la forma espiritual de Occidente, aunque Grecia y Roma también lo fueron indiscutiblemente.
Pero hasta aquí hablamos de gente seria.
Luego vino lo otro: hinduismo mal aprehendido, budismo Zen o del otro, pero con una base tan superficial como la mayoría de sus cultores occidentales. Y cada cosa se fue alejando de su centro, porque un tipo de hombre descentrado del espíritu sólo sabe comerciar con él, o hundirse en un éxtasis histérico.
Ahora estamos solos, enfrentándonos entre nosotros como siempre ocurre en los pueblos crepusculares de la historia. Heidegger que era un gran sabio percibió muy bien lo que pasaba. No es la famosa frase: “Sólo un dios puede salvarnos” lo que lo hace grande, sino su llamado a pensar y a poetizar mientras esperamos la venida del dios. Actividades ambas para unos pocos, aquellos que están fuera de las guerras de los espíritus muertos, y ávidos de los dioses por venir.
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3539
sábado, septiembre 25, 2010
Ismael Medina, Miedo, cobardía y anticristianismo propician la invasión islámica
sabado 25 de septiembre de 2010
Miedo, cobardía y anticristianismo propician la invasión islámica
Ismael Medina
L A decisión del gobierno francés de devolver a su país a los gitanos de Rumanía, establecidos ilegalmente en áreas suburbiales de muchas ciudades, no sólo provoca reacciones enconadas. Ha sacado a la luz la mierda ideológica que aherroja a gran parte de la izquierda. También a sectores que se dicen liberalistas y conservadores, igualmente atrapados en la tela de araña desplegada por el NOM para diluir la capacidad defensiva de los pueblos frente a su estrategia esclavista de dominio mundial.
La primera cuestión a esclarecer, pese a ser la menos trascendente, estriba en que la normativa de la Unión Europea reconoce excepciones a la libertad de circulación en su seno: la irregularidad de los inmigrantes asentados y su resistencia a la integración en los países de acogida, así como la seguridad pública en el interior de las naciones que la componen. Son precisamente los supuestos aplicados por el gobierno francés y que respalda la mayoría de los europeos. Quienes los vulneran son paradójicamente el presidente de la Comisión Europea, Barroso, la comisaria Viviana Reding y un amplio sector de los aposentados en el Parlamento de Estraburgo, dorado retiro que los partidos reservan en sus naciones a los que no les son útiles o les estorban.
Tampoco la Declaración Universal de los Derechos Humanos avala una tolerancia ilimitada a las corrientes migratorias irregulares que perturben la estabilidad y seguridad de las naciones de acogida. De ahí la controversia en los Estados Unidos de Norteamérica entre los estados limítrofes con Méjico, sobre todo, y el actual inquilino de la Casa Blanca, fiel subordinado al NOM.
La segunda cuestión a dilucidar es de mayor profundidad. Bajo la tapadera de los problemas creados por los gitanos invadientes, conocidos como rumaníes, hierve en la olla el más alarmante de la inmigración islámica, frente a la que son cada vez más perceptibles las reacciones en las sociedades europeas y a las que difícilmente pueden sustraerse sus gobiernos.
RACISTAS SON LOS QUE SE RESISTEN A LA INTEGRACIÓN
SARKOZY es acusado airadamente de racista y xenófobo desde los cuarteles de invierno de la progresía política, intelectual y mediática. Descalificaciones tópicas, ancladas en mitos trasnochados, tan ayunas de consistencia como las de extrema derecha o extrema izquierda por su mero emplazamiento en el equívoco despliegue de los partidos a un lado u otro de un hipotético centro. Pero sucede en realidad que muchos socialistas e incluso comunistas de filas se suman a las opciones políticas de la presunta extrema derecha. Ya sucedió cuando Le Pen consiguió amplios respaldos electorales por las mismas causas. Si el problema no se afrontó con la eficacia debida y, además, ha engordado, nada puede sorprender que en casi todos los países europeos surjan opciones contrarias al oleaje migratorio a las que se otorgan posibilidades electorales y representación parlamentaria. Se benefician de un caldo de cultivo social en expansión. Incluso en la muy estable sociedad sueca esa presunta extrema derecha ha conseguido un buen puñado de escaños en las elecciones generales del pasado domingo.
De acuerdo con la moderna sociología, y sin entrar en mayores disquisiciones científicas o técnicas, el racismo podría definirse como la acumulación de prejuicios de un grupo humano que le impelen a encerrarse en sí mismo, a la cosificación de sus mitos y al rechazo de la sociedad en que se enquistan con agresividad defensiva. Parece evidente desde esta perspectiva que las racistas son realmente esas minorías, a veces no tanto, las cuales se resisten a la integración y pretenden mantener a ultranza sus propios esquemas, antropológicos, étnicos y hasta meramente folklóricos. Y en no pocas ocasiones mediante el recurso a la violencia, como hoy sucede con el islamismo. Una forma inequívoca de fanático racismo éste, a la vez religioso y político. Pero sin asideros de pureza étnica.
MULTICURALISMO Y PLURALISMO
EL multiculturalismo sirve marco de referencia a los defensores del respeto a ultranza de las peculiaridades de esos grupos que se aíslan del conjunto de una sociedad históricamente asentada. Un concepto muy de moda, pero tan elástico y deformable como la goma de mascar. Sus interpretaciones son múltiples y por lo general voluntaristas. Lo mismo sirven para encuadrar la compatibilidad de diferentes formas presuntamente culturales en un determinado conjunto humano que para garantizar un estatuto de igualdad a sus componentes. O a sobredimensionar las particularidades de los grupos con vocación de aislamiento, propensión ésta que prevalece, como apunté, en una progresía occidental que todavía no ha asumido la muerte del socialismo por consunción intelectual, política e histórica.
¿Pero a qué concepto de cultura nos atemos para afrontar la cuestión en sus justos términos? Las opciones teóricas y sus aplicaciones prácticas suelen ser tan variadas como variables. Sería pretencioso un recorrido por las diversas teorías que han aflorado sobre el concepto de cultura desde Voltaire a nuestros días y su muy diverso entendimiento en unas u otras naciones. Nada de extraño tiene que los teóricos del método comparativo para precisar la existencia de culturas específicas en razón de sus diferencias haya acuñado el término “relativismo cultural”, difícilmente separable del relativismo materialista aventado por el iluminismo, el cual impregnó las revoluciones norteamericana y francesa, amén de sus derivaciones totalitarias de entraña socialista, marxistas o no.
Puede resultar paradójico para algunos que el NOM propugne por un lado la exaltación de las consideradas culturas minoritarias y aherrojadas, al tiempo que lleva adelante una consistente estrategia ideológica uniformadora que asfixia la natural tendencia humana a la organicidad y los fundamentos de la libertad personal entrañada en el cristianismo. La perenne historia del dividir para vencer e imponer el modelo del poderoso.
Se habla y escribe mucho de multiculturalismo para encubrir la verdadera naturaleza del relativismo cultural. Uno de tantos desfondamientos del lenguaje encaminados a adulterar los conceptos robustos de unas y otras lenguas. ¿Pero cómo sostener la coexistencia de culturas múltiples cuando ni tan siquiera hay acuerdo en lo que es la cultura, y tampoco en su equivalencia o no con civilización? Mera y artera sustitución del concepto de pluralismo. Sucede, sin embargo, que la pluralidad es multifacética en el seno de los procesos asociativos de cualesquiera sociedades en los que prima, o debería prevalecer, la libertad personal de opciones. La cual se asienta, asimismo, en la instintiva inclinación del ser humano hacia la organicidad del cosmos en el que habita. Del ser de la persona en cuanto tal hacia la universalidad, fundamento del catolicismo. De ahí que el relativismo materialista oponga internacionalismo a universalismo.
A diferencia del engañabobos del multiculturalismo, el pluralismo requiere que el vivir con de unos y otros exija su integración en una empresa creativa y de progreso a realizar en común, la cual no coarta el respecto a las peculiaridades individuales o de grupo. Pero el sistema chirría cuando la voluntad de integración no se da. Y al igual que sucede en el cuerpo humano al ser invadido por una infección, irrumpen en su defensa los anticuerpos y es indispensable la aplicación de los correctivos adecuados. Ese es el problema suscitado por la invasión de los gitanos de origen rumano, una infección cuyo tratamiento polémico desde una progresía trasnochada al servicio del NOM desvía la atención pública, siquiera sea temporalmente, de otra de muy superior calado y posible desenlace mortal como es el islámico.
EL RIESGO MORTAL DERIVADO DEL MIEDO Y LA COBARDÍA
HAY algo más inquietante que el desvarío político de la Alianza de Civilizaciones bajo cuyo paraguas protector la invasión musulmana se mueve como el pez en el agua. Y que la mansedumbre falsamente humanitaria de la progresía adscrita a los dictados del NOM. Me refiero al miedo. A la pasividad amedrentada de la sociedad frente a las reacciones violentas de un islamismo recrecido, las cuales llegan incluso al asesinato de aquellos por quienes se sienten ofendidos en lo que afecta a su fanatismo político-religioso. No admiten los islamistas la más leve crítica, por fundamentada que esté. Alá es sagrado e intocable. El Corán también. Y los nombres de sus lugares sagrados, amén de sus ritos o sus represiones respecto a la mujer, convertida en mero objeto de satisfacción sexual y de total servidumbre doméstica.
No considero necesario enunciar el catálogo de los que viven escondidos y bajo protección a causa de las amenazas de muerte islámicas, algunas consumadas. Ni de las reiteradas e impunes afrentas a lo que es común, no solo en lo religioso, a las sociedades en que el islamismo se infiltra como mancha de aceite. Pero sirve de referencia respecto de la cobardía ante la prepotencia islámica el suceso, en apariencia anecdótico, del establecimiento denominado La Meca. Se ha visto forzado a cambiar de nombre y a gastar un dineral en remodelar su fachada y su minarete ante la amenaza islámica de destruirlo. Los dueños eran conscientes de que la amenaza iba en serio. Pero también de que no contaban con la protección del Estado, a cuyas fuerzas policiales debía corresponder localizar a los autores de la amenaza, detenerlos y ponerlos a disposición de la Justicia. Aún en este supuesto cabe la duda de si el fiscal al que correspondiera el caso no se inhibiría mediante argumentaciones maniqueas al uso. Tampoco se registró la reacción social que habría sido razonable. El miedo y la cobardía han echado raíces.
Si un musulmán es agredido o muerto, aunque se trate de una reyerta ajena al problema étnico-religioso, el agresor será tachado de neo-nazi, la noticia acaparará la atención mediática y los pronunciamientos condenatorios serán múltiples. Pero mientras tales sucesos son aislados, cada día son perseguidos, torturados y asesinados obispos, sacerdotes, misioneros y seglares, a veces masivamente, en países islámicos o de alguna religión hinduista. También en el Vietnam o la China comunistas. Salvo casos excepcionales hay que buscar esa información en agencias católicas de noticias. Las democracias occidentales y sus ramales mediáticos parecen insensibles a la persecución y martirio de cristianos. Pero sí lo son cuando alguien roza el estatuto privilegiado y no reglado del extremismo islámico. Maniqueísmo, miedo y cobardía componen los ingredientes de la vocación suicida que signó el tramo final de decadencia de los ciclos de civilización. ¿Habremos de dar finalmente la razón a la premonición de Spengler en su denostado ensayo “La decadencia de Occidente”?.
Comienzan a emerger en Europa, no sólo la burocrática de la UE, brotes más o menos consistentes de reacción frente a la invasión y la prepotencia islámicas, de inmediato descalificados como de extrema derecha, racistas y xenófobos. Ya lo anote anteriormente. Parecen olvidarse, sin embargo, las violentas insurgencias que se registraron en los guetos islámicos de París y otras ciudades francesas, así como en Berlín y otros lugares, justificadas de inmediato como reacciones sociales derivadas del paro y la miseria que las afligía. ¿Y acaso no hacen frente a parejas o mayores carencias masas laborales de los países invadidos por el oleaje islámico? El imperativo de lo “políticamente correcto” les limita y cohíbe la posibilidad de una rebelión activa y callejera. La adscripción de su voto a los partidos tachados de extrema derecha se ha convertido en su única vía de escape. Es la causa de que crezcan. Y seguirán creciendo en tanto los gobiernos no se decidan a una enérgica política de defensa de la integridad de sus pueblos. Hasta ahora no han ido más allá, y no todos, de balbuceos, como la prohibición del burka u otras prendas femeninas de ocultación en espacios públicos.
RODRÍGUEZ HA ENTREGADO ESPAÑA AL ISLAMISMO
¿Y España? En nuestra cuarteada España el problema es harto más grave en sus dos vertientes: la amenaza y la reacción frente a la amenaza. Con la singularidad añadida respecto de otras naciones que el gobierno Rodríguez apuesta de manera resuelta y obsesiva por la cohabitación con el islamismo y un radical ateismo anticatólico. Se pliega sin reservas a la estrategia disolvente del NOM, mimetiza a Obama con fervor de doctrino y se cree llamado a cambiar el mundo. Un enfermo mental, un paranoico al que satisface sobre todo mirarse con aire triunfal en el espejo de las fotografías con personajes extranjeros, las cuales busca con denuedo sin reparar en el pago que España y su soberanía habrán de pagar por ese momento, para él estelar e historico.
La legalización masiva de inmigrantes a despecho de las necesidades objetivas de mano de obra perseguía procurar al P(SOE) una masa añadida de votos agradecidos en las elecciones municipales. Motivo por el cual se reconoció el derecho al voto a los extranjeros que tuvieran el estatuto de residentes. Pero no paró ahí el enjuague. Se concedió con igual criterio la nacionalidad a miles y miles de legalizados a toda prisa. La condición de españoles, por muy pocos sentida en el ámbito islamista, llevaba consigo el derecho de voto en las elecciones autonómicas y en las generales.
No ha tardado mucho en comparecer en escena el PRUNE (Partido Renacimiento y Unión de España), promovido en Granada por el musulmán Mustafá Balkach el Aamarani, de 45 años y nacido en Tánger. La denominación de este partido esconde a duras penas en sus tripas la identificación con el sueño islámico de Al Andalus. Aarami sostiene que defiende principios como la justicia, la igualdad, la solidaridad y la libertad. Pero siempre desde “la consideración del Islam como fuente de esos principios”. No persigue el renacimiento de España como nación soberana, sino el de una España islamizada. Y desde ese mismo punto de partida, la Unión de España en su denominación sólo cabe entenderla en clave islámica. Existen también elementos de juicio suficientes respecto a la estrecha vinculación del PRUNE con Marruecos. La conocen de sobra el CNI, Rubalcaba y Rodríguez.
¿Cuántos son los musulmanes, en su mayoría marroquíes, a los que se ha reconocido la nacionalidad española? Desconozco el dato. No habré sabido encontrarlo o se oculta para no alarmar prematuramente. Podría admitirse, de dar crédito a algunos analistas, que el PRUNE llegara a obtener mejores resultados electorales que, por ejemplo, el partido de Rosa Díez.
TAMBIÉN TRAICIONAN QUIENES DIFICULTAN LA CREACIÓN DE UN FRENTE UNITARIO DE REBELDÍA
¿Y la reacción frente a la situación extrema a que nos conducen las traiciones del megalómano e indigente mental que tiene en sus manos los resortes de poder del Estado? Ya he dicho que lo mismo respecto de la destrucción interna de la cohesión territorial e institucional del Estado, la descomposición mortal de la sociedad o la invasión islámica surgen aquí y allá reactivos grupos minoritarios. Pero a diferencia de lo que ocurre en otras naciones carecen de alguien con personalidad y decisión que los aglutine. Cada uno de ellos, en realidad quienes los encabezan, se creen en posesión dogmática de la verdad y repudian a los otros. Ni tan siquiera daría resultado reunir a sus cabecillas a puerta cerrada para que dirimieran sus diferencias, aunque terminaran a bofetadas. No hay posibilidad de catarsis en tanto no surja una personalidad atractiva y con las ideas claras que deje a estos enfatuados cabecillas ayunos de seguidores.
No se me oculta que estas últimas consideraciones herirán la sensibilidad de más de uno de mis lectores. Pero a la altura de mi edad, de mi experiencia y de mi amor a España no escribo para desparramar halagos, sino para cantar las verdades del barquero. Sólo persigo despertar en las conciencias de quienes me siguen la trágica realidad a que nos enfrentamos, mucho más ominosa que la económica, utilizada de pantalla para ocultar la que de verdad debería importarnos. Si somos conscientes de que estamos en manos de un traidor redomado y de sus muñequitas y muñequitos, no cabe otra opción digna que un frente común de rebeldía a ultranza y con todas sus consecuencias.
.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=5850
Miedo, cobardía y anticristianismo propician la invasión islámica
Ismael Medina
L A decisión del gobierno francés de devolver a su país a los gitanos de Rumanía, establecidos ilegalmente en áreas suburbiales de muchas ciudades, no sólo provoca reacciones enconadas. Ha sacado a la luz la mierda ideológica que aherroja a gran parte de la izquierda. También a sectores que se dicen liberalistas y conservadores, igualmente atrapados en la tela de araña desplegada por el NOM para diluir la capacidad defensiva de los pueblos frente a su estrategia esclavista de dominio mundial.
La primera cuestión a esclarecer, pese a ser la menos trascendente, estriba en que la normativa de la Unión Europea reconoce excepciones a la libertad de circulación en su seno: la irregularidad de los inmigrantes asentados y su resistencia a la integración en los países de acogida, así como la seguridad pública en el interior de las naciones que la componen. Son precisamente los supuestos aplicados por el gobierno francés y que respalda la mayoría de los europeos. Quienes los vulneran son paradójicamente el presidente de la Comisión Europea, Barroso, la comisaria Viviana Reding y un amplio sector de los aposentados en el Parlamento de Estraburgo, dorado retiro que los partidos reservan en sus naciones a los que no les son útiles o les estorban.
Tampoco la Declaración Universal de los Derechos Humanos avala una tolerancia ilimitada a las corrientes migratorias irregulares que perturben la estabilidad y seguridad de las naciones de acogida. De ahí la controversia en los Estados Unidos de Norteamérica entre los estados limítrofes con Méjico, sobre todo, y el actual inquilino de la Casa Blanca, fiel subordinado al NOM.
La segunda cuestión a dilucidar es de mayor profundidad. Bajo la tapadera de los problemas creados por los gitanos invadientes, conocidos como rumaníes, hierve en la olla el más alarmante de la inmigración islámica, frente a la que son cada vez más perceptibles las reacciones en las sociedades europeas y a las que difícilmente pueden sustraerse sus gobiernos.
RACISTAS SON LOS QUE SE RESISTEN A LA INTEGRACIÓN
SARKOZY es acusado airadamente de racista y xenófobo desde los cuarteles de invierno de la progresía política, intelectual y mediática. Descalificaciones tópicas, ancladas en mitos trasnochados, tan ayunas de consistencia como las de extrema derecha o extrema izquierda por su mero emplazamiento en el equívoco despliegue de los partidos a un lado u otro de un hipotético centro. Pero sucede en realidad que muchos socialistas e incluso comunistas de filas se suman a las opciones políticas de la presunta extrema derecha. Ya sucedió cuando Le Pen consiguió amplios respaldos electorales por las mismas causas. Si el problema no se afrontó con la eficacia debida y, además, ha engordado, nada puede sorprender que en casi todos los países europeos surjan opciones contrarias al oleaje migratorio a las que se otorgan posibilidades electorales y representación parlamentaria. Se benefician de un caldo de cultivo social en expansión. Incluso en la muy estable sociedad sueca esa presunta extrema derecha ha conseguido un buen puñado de escaños en las elecciones generales del pasado domingo.
De acuerdo con la moderna sociología, y sin entrar en mayores disquisiciones científicas o técnicas, el racismo podría definirse como la acumulación de prejuicios de un grupo humano que le impelen a encerrarse en sí mismo, a la cosificación de sus mitos y al rechazo de la sociedad en que se enquistan con agresividad defensiva. Parece evidente desde esta perspectiva que las racistas son realmente esas minorías, a veces no tanto, las cuales se resisten a la integración y pretenden mantener a ultranza sus propios esquemas, antropológicos, étnicos y hasta meramente folklóricos. Y en no pocas ocasiones mediante el recurso a la violencia, como hoy sucede con el islamismo. Una forma inequívoca de fanático racismo éste, a la vez religioso y político. Pero sin asideros de pureza étnica.
MULTICURALISMO Y PLURALISMO
EL multiculturalismo sirve marco de referencia a los defensores del respeto a ultranza de las peculiaridades de esos grupos que se aíslan del conjunto de una sociedad históricamente asentada. Un concepto muy de moda, pero tan elástico y deformable como la goma de mascar. Sus interpretaciones son múltiples y por lo general voluntaristas. Lo mismo sirven para encuadrar la compatibilidad de diferentes formas presuntamente culturales en un determinado conjunto humano que para garantizar un estatuto de igualdad a sus componentes. O a sobredimensionar las particularidades de los grupos con vocación de aislamiento, propensión ésta que prevalece, como apunté, en una progresía occidental que todavía no ha asumido la muerte del socialismo por consunción intelectual, política e histórica.
¿Pero a qué concepto de cultura nos atemos para afrontar la cuestión en sus justos términos? Las opciones teóricas y sus aplicaciones prácticas suelen ser tan variadas como variables. Sería pretencioso un recorrido por las diversas teorías que han aflorado sobre el concepto de cultura desde Voltaire a nuestros días y su muy diverso entendimiento en unas u otras naciones. Nada de extraño tiene que los teóricos del método comparativo para precisar la existencia de culturas específicas en razón de sus diferencias haya acuñado el término “relativismo cultural”, difícilmente separable del relativismo materialista aventado por el iluminismo, el cual impregnó las revoluciones norteamericana y francesa, amén de sus derivaciones totalitarias de entraña socialista, marxistas o no.
Puede resultar paradójico para algunos que el NOM propugne por un lado la exaltación de las consideradas culturas minoritarias y aherrojadas, al tiempo que lleva adelante una consistente estrategia ideológica uniformadora que asfixia la natural tendencia humana a la organicidad y los fundamentos de la libertad personal entrañada en el cristianismo. La perenne historia del dividir para vencer e imponer el modelo del poderoso.
Se habla y escribe mucho de multiculturalismo para encubrir la verdadera naturaleza del relativismo cultural. Uno de tantos desfondamientos del lenguaje encaminados a adulterar los conceptos robustos de unas y otras lenguas. ¿Pero cómo sostener la coexistencia de culturas múltiples cuando ni tan siquiera hay acuerdo en lo que es la cultura, y tampoco en su equivalencia o no con civilización? Mera y artera sustitución del concepto de pluralismo. Sucede, sin embargo, que la pluralidad es multifacética en el seno de los procesos asociativos de cualesquiera sociedades en los que prima, o debería prevalecer, la libertad personal de opciones. La cual se asienta, asimismo, en la instintiva inclinación del ser humano hacia la organicidad del cosmos en el que habita. Del ser de la persona en cuanto tal hacia la universalidad, fundamento del catolicismo. De ahí que el relativismo materialista oponga internacionalismo a universalismo.
A diferencia del engañabobos del multiculturalismo, el pluralismo requiere que el vivir con de unos y otros exija su integración en una empresa creativa y de progreso a realizar en común, la cual no coarta el respecto a las peculiaridades individuales o de grupo. Pero el sistema chirría cuando la voluntad de integración no se da. Y al igual que sucede en el cuerpo humano al ser invadido por una infección, irrumpen en su defensa los anticuerpos y es indispensable la aplicación de los correctivos adecuados. Ese es el problema suscitado por la invasión de los gitanos de origen rumano, una infección cuyo tratamiento polémico desde una progresía trasnochada al servicio del NOM desvía la atención pública, siquiera sea temporalmente, de otra de muy superior calado y posible desenlace mortal como es el islámico.
EL RIESGO MORTAL DERIVADO DEL MIEDO Y LA COBARDÍA
HAY algo más inquietante que el desvarío político de la Alianza de Civilizaciones bajo cuyo paraguas protector la invasión musulmana se mueve como el pez en el agua. Y que la mansedumbre falsamente humanitaria de la progresía adscrita a los dictados del NOM. Me refiero al miedo. A la pasividad amedrentada de la sociedad frente a las reacciones violentas de un islamismo recrecido, las cuales llegan incluso al asesinato de aquellos por quienes se sienten ofendidos en lo que afecta a su fanatismo político-religioso. No admiten los islamistas la más leve crítica, por fundamentada que esté. Alá es sagrado e intocable. El Corán también. Y los nombres de sus lugares sagrados, amén de sus ritos o sus represiones respecto a la mujer, convertida en mero objeto de satisfacción sexual y de total servidumbre doméstica.
No considero necesario enunciar el catálogo de los que viven escondidos y bajo protección a causa de las amenazas de muerte islámicas, algunas consumadas. Ni de las reiteradas e impunes afrentas a lo que es común, no solo en lo religioso, a las sociedades en que el islamismo se infiltra como mancha de aceite. Pero sirve de referencia respecto de la cobardía ante la prepotencia islámica el suceso, en apariencia anecdótico, del establecimiento denominado La Meca. Se ha visto forzado a cambiar de nombre y a gastar un dineral en remodelar su fachada y su minarete ante la amenaza islámica de destruirlo. Los dueños eran conscientes de que la amenaza iba en serio. Pero también de que no contaban con la protección del Estado, a cuyas fuerzas policiales debía corresponder localizar a los autores de la amenaza, detenerlos y ponerlos a disposición de la Justicia. Aún en este supuesto cabe la duda de si el fiscal al que correspondiera el caso no se inhibiría mediante argumentaciones maniqueas al uso. Tampoco se registró la reacción social que habría sido razonable. El miedo y la cobardía han echado raíces.
Si un musulmán es agredido o muerto, aunque se trate de una reyerta ajena al problema étnico-religioso, el agresor será tachado de neo-nazi, la noticia acaparará la atención mediática y los pronunciamientos condenatorios serán múltiples. Pero mientras tales sucesos son aislados, cada día son perseguidos, torturados y asesinados obispos, sacerdotes, misioneros y seglares, a veces masivamente, en países islámicos o de alguna religión hinduista. También en el Vietnam o la China comunistas. Salvo casos excepcionales hay que buscar esa información en agencias católicas de noticias. Las democracias occidentales y sus ramales mediáticos parecen insensibles a la persecución y martirio de cristianos. Pero sí lo son cuando alguien roza el estatuto privilegiado y no reglado del extremismo islámico. Maniqueísmo, miedo y cobardía componen los ingredientes de la vocación suicida que signó el tramo final de decadencia de los ciclos de civilización. ¿Habremos de dar finalmente la razón a la premonición de Spengler en su denostado ensayo “La decadencia de Occidente”?.
Comienzan a emerger en Europa, no sólo la burocrática de la UE, brotes más o menos consistentes de reacción frente a la invasión y la prepotencia islámicas, de inmediato descalificados como de extrema derecha, racistas y xenófobos. Ya lo anote anteriormente. Parecen olvidarse, sin embargo, las violentas insurgencias que se registraron en los guetos islámicos de París y otras ciudades francesas, así como en Berlín y otros lugares, justificadas de inmediato como reacciones sociales derivadas del paro y la miseria que las afligía. ¿Y acaso no hacen frente a parejas o mayores carencias masas laborales de los países invadidos por el oleaje islámico? El imperativo de lo “políticamente correcto” les limita y cohíbe la posibilidad de una rebelión activa y callejera. La adscripción de su voto a los partidos tachados de extrema derecha se ha convertido en su única vía de escape. Es la causa de que crezcan. Y seguirán creciendo en tanto los gobiernos no se decidan a una enérgica política de defensa de la integridad de sus pueblos. Hasta ahora no han ido más allá, y no todos, de balbuceos, como la prohibición del burka u otras prendas femeninas de ocultación en espacios públicos.
RODRÍGUEZ HA ENTREGADO ESPAÑA AL ISLAMISMO
¿Y España? En nuestra cuarteada España el problema es harto más grave en sus dos vertientes: la amenaza y la reacción frente a la amenaza. Con la singularidad añadida respecto de otras naciones que el gobierno Rodríguez apuesta de manera resuelta y obsesiva por la cohabitación con el islamismo y un radical ateismo anticatólico. Se pliega sin reservas a la estrategia disolvente del NOM, mimetiza a Obama con fervor de doctrino y se cree llamado a cambiar el mundo. Un enfermo mental, un paranoico al que satisface sobre todo mirarse con aire triunfal en el espejo de las fotografías con personajes extranjeros, las cuales busca con denuedo sin reparar en el pago que España y su soberanía habrán de pagar por ese momento, para él estelar e historico.
La legalización masiva de inmigrantes a despecho de las necesidades objetivas de mano de obra perseguía procurar al P(SOE) una masa añadida de votos agradecidos en las elecciones municipales. Motivo por el cual se reconoció el derecho al voto a los extranjeros que tuvieran el estatuto de residentes. Pero no paró ahí el enjuague. Se concedió con igual criterio la nacionalidad a miles y miles de legalizados a toda prisa. La condición de españoles, por muy pocos sentida en el ámbito islamista, llevaba consigo el derecho de voto en las elecciones autonómicas y en las generales.
No ha tardado mucho en comparecer en escena el PRUNE (Partido Renacimiento y Unión de España), promovido en Granada por el musulmán Mustafá Balkach el Aamarani, de 45 años y nacido en Tánger. La denominación de este partido esconde a duras penas en sus tripas la identificación con el sueño islámico de Al Andalus. Aarami sostiene que defiende principios como la justicia, la igualdad, la solidaridad y la libertad. Pero siempre desde “la consideración del Islam como fuente de esos principios”. No persigue el renacimiento de España como nación soberana, sino el de una España islamizada. Y desde ese mismo punto de partida, la Unión de España en su denominación sólo cabe entenderla en clave islámica. Existen también elementos de juicio suficientes respecto a la estrecha vinculación del PRUNE con Marruecos. La conocen de sobra el CNI, Rubalcaba y Rodríguez.
¿Cuántos son los musulmanes, en su mayoría marroquíes, a los que se ha reconocido la nacionalidad española? Desconozco el dato. No habré sabido encontrarlo o se oculta para no alarmar prematuramente. Podría admitirse, de dar crédito a algunos analistas, que el PRUNE llegara a obtener mejores resultados electorales que, por ejemplo, el partido de Rosa Díez.
TAMBIÉN TRAICIONAN QUIENES DIFICULTAN LA CREACIÓN DE UN FRENTE UNITARIO DE REBELDÍA
¿Y la reacción frente a la situación extrema a que nos conducen las traiciones del megalómano e indigente mental que tiene en sus manos los resortes de poder del Estado? Ya he dicho que lo mismo respecto de la destrucción interna de la cohesión territorial e institucional del Estado, la descomposición mortal de la sociedad o la invasión islámica surgen aquí y allá reactivos grupos minoritarios. Pero a diferencia de lo que ocurre en otras naciones carecen de alguien con personalidad y decisión que los aglutine. Cada uno de ellos, en realidad quienes los encabezan, se creen en posesión dogmática de la verdad y repudian a los otros. Ni tan siquiera daría resultado reunir a sus cabecillas a puerta cerrada para que dirimieran sus diferencias, aunque terminaran a bofetadas. No hay posibilidad de catarsis en tanto no surja una personalidad atractiva y con las ideas claras que deje a estos enfatuados cabecillas ayunos de seguidores.
No se me oculta que estas últimas consideraciones herirán la sensibilidad de más de uno de mis lectores. Pero a la altura de mi edad, de mi experiencia y de mi amor a España no escribo para desparramar halagos, sino para cantar las verdades del barquero. Sólo persigo despertar en las conciencias de quienes me siguen la trágica realidad a que nos enfrentamos, mucho más ominosa que la económica, utilizada de pantalla para ocultar la que de verdad debería importarnos. Si somos conscientes de que estamos en manos de un traidor redomado y de sus muñequitas y muñequitos, no cabe otra opción digna que un frente común de rebeldía a ultranza y con todas sus consecuencias.
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http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=5850
Joseph Ratzinger, "Europa, política y religión
sabado 25 de septiembre de 2010
Joseph Ratzinger, "Europa, política y religión
La Declaración de Derechos Fundamentales, aprobada por los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, revela el deseo de dar un fundamento de valores comunes a la Europa unida. ¿Hasta qué punto es apropiada para dotar de un núcleo espiritual común al cuerpo económico de Europa? Esto es lo que planteaba el Cardenal Joseph Ratzinger en una conferencia pronunciada el pasado 28 de noviembre en Berlín, cuyo texto íntegro ha sido publicado en español por NUEVA REVISTA DE POLITICA, CULTURA Y ARTE, nº73 (enero-febrero 2001): www.nuevarevista.com Europa... ¿qué es en realidad Europa? Esa pregunta fue planteada con énfasis una y otra vez por el cardenal Glemp en uno de los grupos lingüísticos del Sínodo romano de los obispos europeos: ¿dónde comienza, dónde termina Europa? ¿Por qué, por ejemplo, Siberia no pertenece a Europa, aunque está predominantemente habitada por europeos, que viven y piensan de manera claramente europea? ¿Dónde es pierde Europa por el Sur de la comunidad de Estados rusos? ¿Por dónde discurre su frontera asiática? ¿Qué islas son Europa, cuáles no, y por qué? En esas conversaciones se puso de manifiesto que Europa sólo de forma secundaria es un concepto geográfico: Europa no es un continente geográficamente aprehensible con claridad, sino un concepto cultural e histórico. EL NACIMIENTO DE EUROPA Esto se manifiesta con toda evidencia cuando tratamos de remontarnos a los orígenes de Europa. Al hablar de origen de Europa es costumbre remitirse a Heródoto (aprox. 484-425 a. de C.), probablemente el primero en dar cuenta de Europa como concepto geográfico, que la define así: «Los persas consideran Asia con sus pueblos como país. Europa y el país de los griegos, dicen, está completamente fuera de sus fronteras». No se indican las fronteras propias de Europa, pero está claro que el núcleo de la Europa actual está completamente fuera del campo de visión del historiador clásico. De hecho, con la formación de los Estados helenos y del Imperio Romano, se había constituido un «continente» que se convirtió en la base de la ulterior Europa, pero que tenía unas fronteras enteramente distintas. Se trataba de los países que circundaban el Mar Mediterráneo, que configuraban un verdadero «continente» por su vinculación cultural, por la circulación de personas y el comercio y por un sistema político común. Sólo las victoriosas campañas del Islam trazaron, por primera vez, en el siglo VII y comienzos del VIII, una frontera a través del Mediterráneo. Lo partieron, por así decir, por la mitad, de modo que lo que hasta entonces había sido un continente se dividió ahora en tres: Asia, África y Europa. En Oriente, la reestructuración del mundo antiguo se llevó a cabo con mayor lentitud que en Occidente, El Imperio Romano, con capital en Constantinopla, se mantuvo allí –aunque cada vez retrocediendo más– hasta entrado el siglo XV. Mientras, alrededor del año 700 la parte sur del Mediterráneo quedó separada definitivamente de su anterior continente cultural, al mismo tiempo que se llevaba a cabo una creciente expansión hacia el Norte. El limes, que hasta ahora había sido una frontera continental, desaparece y se abre a un nuevo espacio histórico que ahora abarca las Galias, Germania y Britania como su auténtico núcleo y se extiende a ojos vistas hacia Escandinavia. EL IMPERIO DE CARLOMAGNO En este proceso de desplazamiento de fronteras, la continuidad ideal con el anterior continente mediterráneo se vio garantizada por una construcción histórico-teológica. Enlazando con el Libro de Daniel, se consideró que mediante la fe cristiana el Imperio Romano se renovaba y se convertía en el último y permanente imperio de la Historia Universal y definió el conjunto de pueblos y Estados que se estaba formando como el permanente Sacrum Imperium Romanum. Este proceso de nueva identificación histórica y cultural se llevó a cabo con plena conciencia bajo Carlomagno, y aquí emerge la vieja palabra Europa, con un significado transformado. Ahora este vocablo se utiliza como denominación para el imperio de Carlomagno, y expresa a un tiempo la conciencia de la continuidad y de la novedad, con las que el nuevo conglomerado de Estados se identifica en tanto que verdadera fuerza de futuro: de futuro, precisamente porque se entiende anclado en la continuidad de la Historia anterior y, en última instancia, siempre permanente. En la comprensión de sí mismo que así se forma se expresa tanto la conciencia de algo definitivo como la de una misión. Ciertamente, tras el final del Imperio Carolingio el concepto de Europa vuelve a desaparecer, y sólo se conserva en el lenguaje de los eruditos; tan sólo a principios de la Edad Moderna –probablemente en relación con el peligro turco, como forma de autoidentificación– pasará a la lengua popular, para imponerse con carácter general en el siglo XVIII. Con independencia de este recorrido etimológico, la constitución del imperio franco, como el nunca desaparecido y entonces vuelto a nacer Imperio Romano, significó el paso decisivo hacia lo que hoy entendemos cuando hablamos de Europa. EL IMPERIO DE BIZANCIO Ciertamente, no debemos olvidar que hay una segunda raíz de Europa, una Europa que no es la del Oeste, que no es la Europa occidental. En Bizancio, el Imperio Romano, como ya se ha dicho, había resistido las tempestades de las invasiones bárbaras y la invasión islámica. Bizancio se entendía a sí mismo como la auténtica Roma; de hecho aquí el Imperio no había sucumbido, por lo que también se mantenían sus pretensiones sobre la mitad occidental del mismo. También este Imperio Romano de Oriente se extendió hacia el Norte, hacia el mundo eslavo, y creó un mundo propio, greco-romano, que se distingue de la Europa latina de Occidente por poseer otra liturgia, otra constitución eclesiástica, otra escritura y por haber renunciado al latín como lengua común de cultura. Hay, sin duda, bastantes elementos de cohesión que podrían hacer de los dos mundos un continente común. En primer lugar, la herencia común de la Biblia y de la Iglesia antigua, que, por lo demás, en ambos mundos se remite a un origen que está fuera de Europa, en Palestina, Además, la idea común de imperio, la concepción básicamente común de la Iglesia y, por tanto, también la comunidad de concepciones jurídicas e instrumentos legales fundamentales. Finalmente, habría que mencionar el monacato que, en medio de las grandes conmociones de la Historia, siguió siendo soporte esencial no sólo de la continuidad cultural, sino sobre todo de los valores religiosos y morales básicos de la orientación última de la vida del hombre, y que como fuerza prepolítica y suprapolítica, se convirtió también en vehículo de los renacimientos que una y otra vez se hicieron necesarios. EL PODER POLÍTICO Y EL ESPIRITUAL Entre ambas Europas hay sin embargo una profunda diferencia, sobre cuya importancia ha llamado la atención Endre Von Ivanka. En Bizancio, el Imperio y la Iglesia aparecen casi identificados entre sí; el Emperador es también la cabeza de la Iglesia. Se considera vicario de Cristo, y enlazando con la figura de Melquisedec, que era rey y sacerdote a un tiempo (Gen. 14, 18), ostenta desde el siglo VI el título oficial de «rey y sacerdote». Como, por su parte, el Imperio, desde Constantino, había abandonado Roma, en la antigua capital imperial pudo desplegarse la independencia del obispo romano como sucesor de Pedro y cabeza de la Iglesia. Desde el principio de la era constantiniana, en Roma se enseñó que había una dualidad de poderes. El Emperador y el Papa tienen plenitud de facultades, pero separadas: ninguno de los dos dispone de todas. El papa Gelasio I (492-496), en su famosa carta al emperador Atanasio y aún con más claridad en su cuarto Tratado, frente a la tipología bizantina de Melquisedec, recalcó que la unidad de poderes residía exclusivamente en Cristo. «Debido a las debilidades humanas (¡superbia!), Él mismo separó para los tiempos ulteriores los dos oficios, a fin de que ninguno se creyera superior al otro» (c. 1l). Para las cosas de la vida eterna, los emperadores cristianos necesitan a los sacerdotes (pontífices), y éstos a su vez se atienen a las disposiciones imperiales en lo referente a asuntos temporales. En las cuestiones del mundo, los sacerdotes tienen que obedecer las leyes del emperador instaurado por ordenación divina, mientras que, en las cuestiones divinas, éste tiene que someterse al sacerdote. Con ello se introduce una separación y diferenciación de poderes que alcanzó la mayor importancia para el ulterior desarrollo de Europa y, por así decirlo, sentó las bases de lo específicamente occidental. Pero, dado que en contra de tales delimitaciones se mantuvo viva por ambas partes el ansia de totalidad, permaneció la exigencia de predominio de un poder sobre el otro. Este principio de separación se convirtió también en fuente de infinitos padecimientos. Cómo hay que vivir y organizarse correctamente desde el punto de vista político y el religioso subsiste como un problema fundamental para la Europa de hoy y de mañana. EL CAMBIO HACIA LA EDAD MODERNA Si, con todo lo dicho, consideramos como el verdadero nacimiento del «continente» Europa, por una parte, la formación del Imperio Carolingio, y por otra, la pervivencia del Imperio Romano en Bizancio y su misión entre los eslavos, para ambas Europas el principio de la Edad Moderna representa una ruptura que afecta tanto a la esencia del continente como a sus contornos geográficos. En 1493, Constantinopla fue conquistada por los turcos. O. Hiltbrunner comenta al respecto, con laconismo: «Los últimos (...) eruditos emigraron (...) a Italia y proporcionaron a los humanistas del Renacimiento el conocimiento de los originales griegos; pero Oriente se hundió al arruinarse su cultura». La formulación puede ser un tanto brusca, porque también el imperio otomano tenía su cultura; lo que sí es cierto es que con estos hechos llegó a su fin la cultura greco-cristiana, «europea», de Bizancio. Con ello amenazaba con desaparecer una de las alas de Europa, pero la herencia bizantina no había muerto. Moscú se declaró a sí misma «tercera Roma», constituyó su propio patriarcado basándose en la idea de una segunda translatio imperii y se presentó como una nueva metamorfosis del Sacrum Imperium, como una forma propia de ser Europa y, sin embargo, seguía vinculada a Occidente y se orientaba cada vez más hacia él, hasta que finalmente Pedro el Grande trató de convertirla en un país occidental. Este desplazamiento hacia el Norte de la Europa bizantina trajo consigo que las fronteras del continente se ensancharan entonces también hacia el Este. La fijación del límite de los Urales como frontera es absolutamente arbitrario, pero en cualquier caso el mundo al Este de ellos fue convirtiéndose cada vez más en una especie de patio trasero de Europa; no es Asia ni Europa; pero estaba esencialmente conformado por la personalidad europea aunque sin ser él mismo parte de esa personalidad: era objeto y no titular de su historia. Quizá es eso lo que define la esencia de un status colonial. Así pues, en lo que respecta a la Europa bizantina, no occidental, a comienzos de la Edad Moderna podemos hablar de un doble proceso. Por una parte, está la extinción del antiguo Bizancio, y de su continuidad histórica respecto al Imperio Romano; por otra, esa segunda Europa obtiene con Moscú un nuevo centro y extiende sus fronteras hacia el Este, para levantar finalmente en Siberia una especie de avanzadilla colonial. LA EUROPA DE LA REFORMA Al mismo tiempo, podemos constatar igualmente en Occidente un doble proceso de enorme importancia histórica. Una gran parte del mundo germánico se desgarra de Roma; surge una forma nueva e ilustrada de Cristianismo, de tal forma que, desde ahora, recorre el «Occidente» una línea de separación que constituye también claramente un limes cultural, una frontera entre distintas formas de pensar y actuar. Ciertamente, hay también grietas dentro del mundo protestante, por ejemplo entre luteranos y reformados, a los que se unen metodistas y presbiterianos, mientras la iglesia anglicana trata de construir un camino intermedio entre lo católico y lo protestante, A esto se añade la diferencia entre el Cristianismo con Iglesia de Estado, que se hará característico de Europa, y las iglesias libres que buscan refugio en América del Norte, de las que luego hablaremos. LA DOBLE EUROPEIZACIÓN DE AMÉRICA Primero prestaremos atención al segundo proceso que transforma esencialmente en la Edad Moderna la situación de la Europa hasta entonces latina: el descubrimiento de América. A la ampliación de Europa hacia el Este mediante la continua expansión de Rusia hacia Asia, se une la radical ruptura de los límites geográficos de Europa hacia el mundo del otro lado del océano, que ahora recibe el nombre de América. La división de Europa en una mitad latino-católica y otra germánico-protestante se traslada a ese otro continente conquistado por ella. También América se convierte al principio en una Europa ampliada, en «Colonia», pero al mismo tiempo, con la sacudida que sufre Europa a través de la Revolución Francesa, crea su propia personalidad. A partir del siglo XIX, aunque profundamente marcada por su nacimiento europeo, se contrapone a Europa con esa personalidad propia. Al hacer el intento de reconocer la identidad íntima de Europa mirando a su historia, hemos advertido dos cambios históricos fundamentales: en primer lugar, la sustitución del viejo continente mediterráneo por el continente del Sacrum Imperium, situado más al Norte, en el que desde la época carolingia se constituye «Europa» como mundo latino-occidental. junto a ella, la subsistencia de la antigua Roma en Bizancio, con su expansión hacia el mundo eslavo. Como un segundo momento, hemos observado la caída de Bizancio y el desplazamiento hacia el Norte y el Este de la idea imperial cristiana en un lado de Europa, y en el otro la división interna de Europa en mundo germano-protestante y mundo latino-católico, con una extensión hacia América, a donde se traslada esa división, y que finalmente se constituye con una personalidad histórica propia y enfrentada a Europa. Ahora tenemos que prestar atención a un tercer cambio cuya antorcha más visible fue la Revolución Francesa. Sin duda, desde la Baja Edad Media el Sacro Imperio estaba en curso de disolución como realidad política y se había hecho cada vez más frágil como hilo conductor de la Historia, pero sólo ahora se rompe también formalmente ese marco espiritual sin el que Europa no habría podido constituirse. Se trata, tanto desde el punto de vista de la política real como desde un punto de vista ideal, de un proceso de notable alcance. Desde el punto de vista ideal, significa que se rechaza la fundamentación sacral de la Historia y de la existencia de los Estados. La Historia ya no echa de menos una idea de Dios que la precede y la conforma; a partir de ahora el Estado se considera algo puramente secular, basado en la racionalidad y en la voluntad de los ciudadanos. Por primera vez en la Historia surge un Estado secular puro, que desecha la acreditación y normatividad divina de la política calificándola de cosmovisión mítica, a la vez que declara a Dios asunto privado, que no pertenece al ámbito público de la voluntad popular. Ésta es considerada únicamente cosa vinculada a la razón, para la que Dios no aparece como claramente reconocible: la religión y la fe en Dios pertenecen al ámbito del sentimiento, no de la razón. Dios y su querer dejan de ser públicamente relevantes. De esta forma, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, se produce una nueva clase de escisión de la fe, cuya gravedad empezamos a percibir a ojos vistas. En alemán no tiene nombre, porque aquí ha tenido una repercusión más lenta. En las lenguas latinas, se define como una división entre «cristiano» y «laico». En los últimos dos siglos, esa tensión ha causado las naciones latinas una profunda grieta, mientras el Cristianismo protestante logró, más fácilmente al principio, dar cabida en su espacio a las ideas liberales e ilustradas, sin tener que romper el marco de un amplio y básico consenso cristiano. La cara político-real de la disolución de la vieja idea del Imperio consiste en que, ahora, las naciones que se habían hecho identificables como tales mediante la formación de espacios lingüísticos unitarios, aparecen definitivamente como los verdaderos y únicos sujetos de la Historia, es decir, alcanzan un rango que antes no les correspondía. El explosivo dramatismo de este sujeto de la Historia, ahora plural, acabó en que las grandes naciones europeas se consideraban depositarias de una misión universal que necesariamente tenía que conducir a conflictos entre ellas, conflictos cuya mortal furia hemos experimentado dolorosamente en el siglo que ahora termina. LA UNIVERSALIZACIÓN DE LA CULTURA EUROPEA Y SU CRISIS Finalmente, hay que tener en cuenta otro proceso más con el que la historia de los últimos siglos entra claramente en una nueva fase. Si la vieja Europa premoderna sólo había conocido en sus dos mitades esencialmente un único adversario con el que tenía que enfrentarse a vida o muerte, el mundo islámico, y si la inflexión de la Edad Moderna había traído consigo la expansión hacia América y parte de Asia sin grandes culturas propias, ahora se produce el salto a los dos continentes hasta el momento tan sólo tangencialmente tocados: África y Asia, a los que también se trata de convertir en vástagos de Europa, en «colonias». Esto se ha conseguido en una cierta medida, en cuanto que Asia y África también persiguen el ideal del mundo marcado por la tecnología y el bienestar, de modo que también allí las viejas tradiciones religiosas han entrado en una situación de crisis y los estratos de pensamiento puramente secular dominan cada vez más la vida pública. Pero también hay una reacción. El renacimiento del Islam no sólo está vinculado a la nueva riqueza material de los países islámicos, sino que está alimentado por la conciencia de que el Islam puede ofrecer un fundamento espiritual sólido para la vida de los pueblos que la vieja Europa parece haber perdido, lo que hace que a pesar de mantener su poder político y económico, se vea condenada cada vez más al retroceso y a la decadencia. También las grandes tradiciones religiosas de Asia, sobre todo sus componentes místicos, expresados en el Budismo, se alzan como fuerzas espirituales frente a una Europa que niega sus fundamentos religiosos y morales. El optimismo acerca de la victoria de lo europeo que Amold Toynbee aún podía representar a principios de los años sesenta parece hoy curiosamente superado: «De veintiocho culturas que hemos identificado... dieciocho están muertas y nueve de las diez restantes –de hecho, todas excepto la nuestra– muestran signos de estar ya derrumbándose». ¿Quién podría hoy decir una cosa así? Y además... ¿qué es esa cultura «nuestra» que ha quedado? La cultura europea ¿es la civilización de la tecnología y el comercio victoriosamente extendida por el mundo? ¿No ha derivado más bien un resultado poseuropeo como consecuencia del fin de las viejas culturas europeas? Yo descubro en esto una paradójica sincronía: a la victoria del mundo técnicosecular poseuropeo, a la universalización de su modelo de vida y su forma de pensar, va unida, especialmente en los ámbitos estrictamente no europeos de Asia y de Africa, la impresión de que el mundo de valores de Europa, su cultura y su fe, en los que descansaba su identidad, están acabados y en realidad han sido ya abandonados; que ha sonado la hora de los sistemas de valores de otros mundos; de la América precolombina, del Islam, de la mística asiática.En esta hora de su máximo éxito, Europa parece vaciada por dentro, paralizada por una mortal crisis circulatoria, forzada por así decirlo a someterse a trasplantes, que sin embargo tendrán que anular su identidad. A ese morir interno de las fuerzas sustentadoras del espíritu se une que, también desde el punto de vista étnico, Europa parezca en vías de extinción. Hay un extraño desinterés por el futuro. Los niños, que son el futuro, son vistos como una amenaza para el presente; se piensan que nos quitan algo de nuestra vida. Ya no se les percibe como esperanza, sino como límite del presente. Se impone la comparación con el hundimiento del Imperio Romano decadente que aún funcionaba como gran marco histórico, pero que, en la práctica, vivía ya por obra de los que iban a liquidarlo, porque no tenía energía vital en sí mismo. DIAGNÓSTICOS CONTEMPORÁNEOS Con esto hemos llegado a los problemas del presente. Hay dos diagnósticos contrapuestos sobre el posible futuro de Europa. Por una parte está la tesis de Oswald Spengler, que creía poder constatar para las grandes culturas una especie de desarrollo sujeto a leyes naturales. Serían los momentos del nacimiento, paulatina ascensión, el del esplendor de una cultura, su lento agotamiento, envejecimiento y muerte. Spengler documenta su tesis de forma impresionante con testimonios extraídos de la Historia de las culturas, en los que se puede rastrear esa ley del desarrollo. Su tesis era que Occidente había llegado a su fase tardía; que, a pesar de todos los exorcismos, desembocaría irrevocablemente en la muerte de este continente cultural. Naturalmente, podría transmitir sus dones a una nueva cultura ascendente, como ha ocurrido en anteriores decadencias, pero como tal sujeto había dejado atrás su vigencia vital. Entre las dos guerras mundiales, esta tesis biologista encontró apasionados adversarios, especialmente en el ámbito católico. También le salió al paso, de forma impresionante, Arnold Toynbee, por cierto con postulados que tienen hoy poco eco. Toynbee establece la diferencia entre progreso técnico-material, por una parte, y el verdadero progreso, que él define como espiritualización, por otra. Acepta que Occidente –el «mundo occidental»– se encuentra en una crisis, cuyas causas descubre en la apostasía de la religión para rendir culto a la técnica, a la nación y al militarismo. En última instancia, la crisis tiene para él un nombre: secularización. Si se conoce la causa de la crisis, también se puede indicar el camino hacia la curación: hay que regresar al momento religioso, que para él comprende la herencia religiosa de todas las culturas, pero especialmente «lo que ha quedado del Cristianismo occidental». Al punto de vista biológico se contrapone aquí una visión voluntarista, que apuesta por la fuerza de las minorías creadoras y las personalidades destacadas. Se plantea la pregunta. ¿es correcto el diagnóstico? Y si lo es, ¿está en nuestras manos reimplantar el momento religioso, haciendo una síntesis entre el Cristianismo residual y la herencia religiosa de la Humanidad?En última instancia, entre Spengler y Toynbee la cuestión queda abierta, porque no podemos atisbar el futuro. Pero con independencia de ello se nos plantea la tarea de preguntarnos por aquello que pueda garantizar el futuro y por aquello que sea capaz de mantener la identidad interna de Europa a través de todas las metamorfosis históricas. O más sencillo aún: por aquello que hoy y mañana prometa mantener la dignidad humana v una existencia conforme a ella. IGLESIA Y ESTADO CONTEMPORÁNEOS Nos habíamos quedado en la Revolución Francesa y sus consecuencias en el siglo XIX. En ese siglo se desarrollaron sobre todo dos nuevos modelos «europeos». En las naciones latinas, el modelo laicista: el Estado está estrictamente separado de las corporaciones religiosas, que son remitidas a la esfera de lo privado. El propio Estado rechaza un fundamento religioso y se sabe fundado únicamente sobre la razón y sus criterios. En vista de la fragilidad de la razón, estos sistemas se han revelado débiles y propensos a las dictaduras. En realidad, sólo sobreviven porque se mantienen como parte de la vieja conciencia moral; incluso sin los fundamentos de antes, hacen sin embargo posible un consenso básico. Por otro lado, en el ámbito germánico se encuentran de distintas maneras los modelos de relaciones entre Iglesia y Estado característicos del protestantismo liberal, en los que una religión cristiana ilustrada, esencialmente entendida como moral, –incluso con formas de culto garantizadas por el Estado–, asegura un fundamento religioso de amplia base al que tienen que adaptarse las distintas religiones no estatales. Este modelo garantizó durante largo tiempo la cohesión estatal y social en Gran Bretaña, en los Estados escandinavos y al principio también en la Alemania dominada por Prusia. En Alemania, la quiebra de la iglesia estatal prusiana creó un vacío que era campo abonado para una dictadura.Hoy, las iglesias estatales están amenazadas de consunción por todas partes. De las corporaciones religiosas, que son derivadas del Estado, no emana fuerza moral alguna, y el Estado mismo tampoco puede crear fuerza moral, sino que tiene que presuponerla y construir sobre ella. Entre los dos modelos están los Estados Unidos de América, que por una parte –constituidos sobre un fundamento eclesial libre– parten de un estricto dogma de separación, y por otra están profundamente impregnados de un consenso básico cristiano-protestante no confesional, al que se unió una especial conciencia de misión respecto del resto del mundo, que dio al momento religioso un peso público importante, que podía llegar a ser decisivo para la vida política, como fuerza prepolítica y suprapolítica. Naturalmente, no se puede ocultar que también los Estados Unidos avanza incesantemente la disolución de la herencia cristiana, mientras que, al mismo tiempo, el rápido crecimiento del elemento hispano y la presencia de tradiciones religiosas provenientes de todo el mundo modifica el cuadro.Quizá haya también que observar que los Estados Unidos promueven de manera evidente la protestantización de América Latina, es decir, la sustitución de la Iglesia Católica por formas de iglesia libre, en la convicción de que la Iglesia Católica no puede garantizar sistemas políticos y económicos estables, que fracasa por tanto como educadora de las naciones, mientras que se espera que el modelo de las iglesias libres haga posible un consenso moral y una formación democrática de la voluntad parecidos a los que son característicos de los Estados Unidos. Para complicar aún más todo el cuadro, hay que aceptar que hoy en día la Iglesia Católica representa la mayor comunidad religiosa de los Estados Unidos, y que en su vida religiosa apuesta decididamente por la identidad católica. No obstante, respecto a las relaciones entre Iglesia y política los católicos han asumido las tradiciones de las Iglesias libres, en el sentido de que precisamente una Iglesia que no está fundida con el Estado garantiza mejor los fundamentos morales de¡ conjunto, de forma que la promoción del ideal democrático aparece como una profunda obligación moral conforme a la fe. Hay buenas razones para ver en tal postura una continuación adaptada a los tiempos del modelo del papa Gelasio del que hablé antes. EL SOCIALISMO Regresemos a Europa. A los dos modelos de los que hablábamos antes se unió en el siglo XIX un tercero, el del socialismo, que pronto se dividió en dos vías distintas, la totalitaria y la democrática. El socialismo democrático ha podido insertarse desde el principio como un saludable contrapeso frente a las posturas liberales radicales de los dos modelos existentes, los ha enriquecido y también corregido. Se reveló, además, como interconfesional. En Inglaterra era el partido de los católicos, que no podían sentirse como en casa ni en el campo protestante-conservador ni en el liberal. También en la Alemania guillermina el Centro católico pudo sentirse mucho más próximo al socialismo democrático que a las fuerzas conservadoras protestantes, estrictamente prusianas. En muchas cosas, el socialismo democrático estaba y está próximo a la doctrina social católica, y en cualquier caso ha contribuido notablemente a la formación de la conciencia social. En cambio, el modelo totalitario se asoció a una filosofía de la Historia estrictamente materialista y atea. La Historia es entendida, de forma determinista, como un proceso de progreso que, pasando por las fases religiosa y liberal, se encamina hacia la sociedad absoluta y definitiva, en la que la religión queda superada como reliquia del pasado y el funcionamiento de las condiciones materiales garantiza la felicidad de todos. Este aparente cientificismo esconde un dogmatismo intolerante: el espíritu es producto de la materia; la moral es producto de las circunstancias y tiene que ser definida y puesta en práctica conforme a los fines de la sociedad; todo lo que sirva para alcanzar el feliz estado final, es moral. Esto culmina la perversión de los valores que habían construido Europa. Más aún; aquí se lleva a cabo una ruptura con toda la tradición moral de la Humanidad. Ya no hay valores independientes de los fines del progreso, en un momento dado todo puede estar permitido o incluso ser necesario, moral en un nuevo sentido. Incluso el ser humano puede convertirse en un instrumento; no cuenta el individuo, sólo el futuro que se convierte en una terrible divinidad, que dispone de todo y de todos. Actualmente, los sistemas comunistas han fracasado por su falso dogmatismo económico. Pero se pasa por alto con demasiada complacencia el hecho de que se derrumbaron, de forma más profunda, por su desprecio del ser humano, por su subordinación de la moral a las necesidades del sistema y sus promesas de futuro. La verdadera catástrofe que dejaron detrás no es de naturaleza económica; es la desolación de los espíritus, la destrucción de la conciencia moral. Yo veo un problema esencial de esta hora de Europa y del mundo en que, sin duda, en ninguna parte se discute el fracaso económico, y por eso los vicios comunistas se han convertido sin titubeos en liberales en economía; en cambio, la problemática religiosa y moral, que es de lo que de verdad se trataba, ha quedado casi completamente desplazada. Pero la problemática legada por el marxismo sigue vigente hoy: la liquidación de las certidumbres originarias del ser humano acerca de Dios, de sí mismo y del Universo, la liquidación de la conciencia de unos valores morales que no son de libre disposición, sigue siendo ahora nuestro problema, y es precisamente lo que puede conducir a una autodestrucción de la conciencia europea que, con independencia de la visión decadentista de Spengler, tenemos que contemplarla como un peligro real. ¿DÓNDE NOS ENCONTRAMOS HOY? Así llegamos a la pregunta ¿hacia dónde seguir? ¿Hay en los violentos cambios de nuestro tiempo una identidad de Europa que tenga futuro y que podamos respaldar desde dentro? Para los padres de la unión europea tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial –Adenauer, Schumann, De Gasperi– estaba claro que ese fundamento existe, y que descansa en la herencia cristiana de lo que el Cristianismo convirtió en nuestro continente. Para ellos estaba claro que las destrucciones a las que nos habían enfrentado la dictadura nazi y la dictadura de Stalin se basaban precisamente en el rechazo de esos fundamentos, en un monstruoso orgullo que ya no se sometía al Creador, sino que pretendía crear él mismo un hombre mejor, un hombre nuevo, y transformar el mundo malo del Creador en el mundo bueno que surgiría del dogmatismo de la propia ideología. Para ellos estaba claro que esas dictaduras, que habían puesto de manifiesto una cualidad del Mal enteramente nueva, reposaban, más allá de todos los horrores de la guerra, en la voluntad de eliminar aquella Europa, y que había que regresar a aquella concepción que había dado su dignidad a este continente, a pesar de todos los errores y sufrimientos. El entusiasmo inicial por el retorno a las grandes constantes de la herencia cristiana se ha esfumado rápidamente, y la unión europea se ha llevado a cabo casi exclusivamente en aspectos económicos, dejando a un lado en gran medida la cuestión de los fundamentos espirituales de tal comunidad.En los últimos años ha vuelto a crecer la conciencia de que la comunidad económica de los Estados europeos necesita también un fundamento de valores comunes. El crecimiento de la violencia, la huida hacia la droga, el aumento de la corrupción, hacen muy perceptible que la decadencia de los valores también tiene consecuencias materiales, y que es preciso un cambio de rumbo. Partiendo de ese punto de vista, los días 3 y 4 de julio de 1999 los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea acordaron la elaboración de una Declaración de Derechos Fundamentales. A la ponencia encargada de redactarla se dio el 3 de febrero de 2000 el nombre de «convención» y el 14 de septiembre del mismo año presentó un proyecto definitivo, que fue aprobado el 14 de octubre por los jefes de Estado y de Gobierno. Yo no puedo intentar analizar aquí ese esbozo de Declaración; tan sólo pretendo plantear la pregunta de hasta qué punto es apropiada para dotar de un núcleo espiritual al cuerpo económico de Europa. Es importante la segunda frase del preámbulo: «En la conciencia de su herencia religioso-espiritual y moral, la Unión se fundamenta sobre los valores indivisibles y universales del ser humano: la libertad, la igualdad y la solidaridad». Se ha lamentado la ausencia en este texto de la referencia a Dios: sobre esto volveré luego. Es importante en principio la incondicionalidad con la que la dignidad y los derechos del hombre aparecen aquí como valores que preceden a todo derecho estatal. Günther Hirsch ha recalcado con razón que esos derechos fundamentales no son ni creados por el legislador ni concedidos a los ciudadanos, sino que «más bien existen por derecho propio y han de ser respetados por el legislador, pues se anteponen a él como valores superiores». Esta vigencia de la dignidad humana precedente a toda acción y decisión política remite en última instancia al Creador: sólo él puede crear derechos que se basan en la esencia del ser humano y de los que nadie puede prescindir. En este sentido, aquí se codifica una herencia cristiana esencial en su forma específica de validez. Que hay valores que no son manipulables por nadie es la verdadera garantía de nuestra libertad y de la grandeza del ser humano; la fe ve en ello el misterio del Creador y la semejanza con Dios conferida por Él al hombre. De este modo, esta frase protege un elemento esencial de la identidad cristiana de Europa en una formulación comprensible también para el no creyente. Hoy, nadie negará directamente la preeminencia de la dignidad humana y de los derechos fundamentales sobre cualquier decisión política; aún están muy próximos los espantos del nazismo y su doctrina racista. Pero en el ámbito concreto de lo que se suele llamar progreso médico hay amenazas muy reales a estos valores. Pensemos en la clonación, en el almacenamiento de fetos humanos con fines de investigación y donación de órganos o en todo el campo de la manipulación genética. A esto se añaden el comercio de seres humanos, nuevas formas de esclavitud, el tráfico de órganos humanos con fines de trasplante. Siempre se alegan «buenos fines» para justificar lo injustificable. En lo que respecta a estos ámbitos, hay algunas constataciones satisfactorias en la Declaración de Derechos Fundamentales, pero en otros puntos importantes sigue siendo demasiado vaga, cuando es precisamente aquí donde los principios corren peligro. Resumamos: la afirmación del valor y la dignidad del ser humano, de la libertad, igualdad y solidaridad, en los principios de la democracia y el Estado de Derecho, incluye una imagen del ser humano, una opción moral y una idea del Derecho que en modo alguno se entienden por sí mismas, pero son factores básicos de la identidad de Europa, que también han de ser garantizados en sus consecuencias concretas y, naturalmente, sólo podrán ser defendidos si vuelve a integrarse en la correspondiente conciencia moral. Pero quiero señalar otros dos puntos en los que aparece la identidad europea, Ahí están, en primer lugar, el matrimonio y la familia. El matrimonio monógamo ha sido conformado como figura ordenadora fundamental de las relaciones entre hombre y mujer y a la vez como célula de la formación comunitaria del Estado, a partir de la fe bíblica. Tanto la Europa del Oeste como la Europa del Este han configurado su historia y su concepción del hombre a partir de unos preceptos muy precisos de fidelidad y de comunión. Europa ya no sería Europa si esta célula básica de su estructura social desapareciera o cambiara de forma sustancial. La Declaración de Derechos Fundamentales habla del derecho al matrimonio, pero no prevé ninguna protección jurídica y moral específica para él ni lo define con más precisión. Pero todos sabemos lo amenazados que están el matrimonio y la familia. Por una parte, por el socavamiento de su indisolubilidad, por formas cada vez más fáciles de divorcio; por otra, por el nuevo comportamiento, que cada vez se extiende más, de la convivencia de hombre y mujer sin la forma jurídica del matrimonio. En clara contraposición a esto está la demanda de las uniones homosexuales, que, paradójicamente, reclaman una forma jurídica más o menos equiparable al matrimonio. Con esta tendencia se abandona toda la historia moral de la Humanidad, que a pesar de toda la variedad de formas jurídicas del matrimonio, siempre supo que por su esencia es la especial convivencia de hombre y mujer, que se abre a los hijos y, por tanto, a la familia. Aquí no se trata de discriminación, sino de la cuestión de lo que el ser humano es como hombre y como mujer y de cómo se conforma jurídicamente la relación mutua de un hombre y una mujer. Si por un lado esa relación se separa cada vez más de su forma jurídica y si, por otra parte, la asociación homosexual es vista cada vez más como de igual rango que el matrimonio, nos encontramos ante una disolución de la imagen del hombre cuyas consecuencias pueden ser extremadamente graves. Por desgracia, en la Declaración falta una palabra clara al respecto. Finalmente, permítanme tratar el ámbito de lo religioso. En el artículo diez se garantizan las libertades de pensamiento, de conciencia y de religión, la libertad de cambiar de religión o visión del mundo y, en fin, la libertad de manifestarse y practicar la religión, solo o en comunidad con otros, pública o privadamente, por medio de servicios religiosos, enseñanza, costumbres y ritos. Los Estados se declaran neutrales respecto a las religiones, pero al mismo tiempo les conceden el derecho de una presencia pública. Esto es en sí mismo positivo, y responde en última instancia al básico criterio cristiano de la distinción entre los ámbitos estatal y eclesial, de la libertad del acto de fe y del ejercicio de la misma, del no a la religión ordenada por el Estado. No obstante, en la práctica se plantea la cuestión de cómo se integran en el conjunto de la sociedad las distintas manifestaciones públicas de la religión. Voy a poner un sencillo ejemplo. El Estado no puede declarar día libre el viernes para los musulmanes, el sábado para los judíos y el domingo para los cristianos. Tendrá que decidirse por una ordenación común del tiempo y después preguntarse por preferencias. Las grandes fiestas –Navidad, Pascua, Pentecostés–, ¿no son señas de identidad de nuestra cultura? ¿Y el domingo?Aún es más difícil cuando en las distintas religiones se encuentran elementos que no concuerdan con los objetivos constitucionales básicos del preámbulo y el primer capítulo, referidos a la dignidad de la persona. ¿Qué ocurriría si una religión considerase por principio la violencia parte de su programa? ¿Si una religión negara por principio la libertad de religión y exigiera formas de teocracia política? ¿Qué pensar de la magia que quiere dañar el cuerpo y el alma del otro? La reaparición de ideologías de extrema derecha vuelve a hacernos conscientes de que la tole, rancia no puede llegar hasta el punto de promover su propia eliminación: tiene su límite allí donde la libertad ilimitada se emplea para destruir la libertad en beneficio de ideologías hostiles a la libertad e inhumanas. Hay que seguir reflexionando sobre esa cuestión de los límites internos de la tolerancia, límites que necesita en aras de sí misma. En este punto vuelve a plantearse la cuestión de si, partiendo de la tradición humanista europea y sus fundamentos, no habría sido necesario anclar en la Declaración a Dios y la responsabilidad ante él. Probablemente no se ha hecho porque en modo alguno quería prescribiese desde el Estado una convicción religiosa. Esto hay que respetarlo. Pero mi convicción es que hay algo que no debiera faltar: el respeto a aquello que es sagrado para otros, y el respeto a lo sagrado en general, a Dios, un respeto perfectamente exigible incluso a aquel que no está dispuesto a creer en Dios. Allá donde se quiebra ese respeto, algo esencial se hunde en una sociedad. En nuestra sociedad actual se castiga, gracias a Dios, a quienes escarnecen la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se castiga también a quien denigra el Corán y las convicciones básicas del Islam. En cambio, cuando se trata de Cristo y lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión se convierte en el bien supremo, y limitarlo pondría en peligro o incluso destruiría la tolerancia y la libertad. Pero la libertad de opinión tiene sus límites en que no debe destruir el honor y la dignidad del otro; no es libertad para la mentira o para la destrucción de los derechos humanos. Aquí hay un autoodio, que sólo cabe calificar de patológico, de un Occidente, que sin duda (y esto es digno de elogio) trata de abrirse comprensivamente a valores ajenos, pero que ya no se quiere a sí mismo; que no ve más que lo cruel y destructor de su propia Historia, pero no puede percibir ya lo grande y puro que hay en ella. Para sobrevivir, Europa necesita una nueva aceptación –sin duda crítica y humilde– de sí misma. A veces el multiculturalismo que, con tanta pasión, se promueve es ante todo renuncia a lo propio, huida de lo propio. Pero el multiculturalismo no puede existir sin constantes comunes, sin directrices propias. Sin duda, no podrá existir sin respeto a lo sagrado. Eso incluye salir con respeto al encuentro de lo que es sagrado para el otro; pero es algo que sólo podremos hacerlo si lo que es sagrado para nosotros, Dios, no nos es ajeno a nosotros mismos. Desde luego que podemos y debemos aprender de lo que es sagrado para otros, pero nuestra obligación, precisamente ante los otros y por los otros, es alimentar en nosotros mismos el respeto a lo sagrado y mostrar el rostro del Dios que se nos ha aparecido: el Dios que acoge a los pobres y los débiles, a las viudas y a los huérfanos, a los extranjeros; el Dios que es tan humano que él mismo quiso ser hombre, un hombre doliente, que sufriendo con nosotros da dignidad y esperanza al sufrimiento.Si no lo hacemos, no sólo negaremos la identidad de Europa, sino que dejaremos de hacer a los otros un servicio al que tienen derecho. La absoluta profanidad que se ha construido en Occidente es profundísimamente ajena a las culturas del mundo. Esas culturas se fundamentan en la convicción de que un mundo sin Dios no tiene futuro. En ese sentido, el multiculturalismo nos llama a volver a nosotros mismos. No sabemos cómo seguirá Europa su camino. La Declaración de Derechos Fundamentales puede ser un primer paso para que vuelva a buscar conscientemente su alma. Hay que dar la razón a Toynbee en que el destino de una sociedad depende una y otra vez de minorías creadoras. Los creyentes cristianos deberían verse a sí mismos como una minoría creadora, y contribuir a que Europa recupere lo mejor de su herencia y así sirva a toda la Humanidad.
http://www.interrogantes.net/Joseph-Ratzinger-Europa-politica-y-religion-Berlin-280XI02000/menu-id-22.html
Joseph Ratzinger, "Europa, política y religión
La Declaración de Derechos Fundamentales, aprobada por los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, revela el deseo de dar un fundamento de valores comunes a la Europa unida. ¿Hasta qué punto es apropiada para dotar de un núcleo espiritual común al cuerpo económico de Europa? Esto es lo que planteaba el Cardenal Joseph Ratzinger en una conferencia pronunciada el pasado 28 de noviembre en Berlín, cuyo texto íntegro ha sido publicado en español por NUEVA REVISTA DE POLITICA, CULTURA Y ARTE, nº73 (enero-febrero 2001): www.nuevarevista.com Europa... ¿qué es en realidad Europa? Esa pregunta fue planteada con énfasis una y otra vez por el cardenal Glemp en uno de los grupos lingüísticos del Sínodo romano de los obispos europeos: ¿dónde comienza, dónde termina Europa? ¿Por qué, por ejemplo, Siberia no pertenece a Europa, aunque está predominantemente habitada por europeos, que viven y piensan de manera claramente europea? ¿Dónde es pierde Europa por el Sur de la comunidad de Estados rusos? ¿Por dónde discurre su frontera asiática? ¿Qué islas son Europa, cuáles no, y por qué? En esas conversaciones se puso de manifiesto que Europa sólo de forma secundaria es un concepto geográfico: Europa no es un continente geográficamente aprehensible con claridad, sino un concepto cultural e histórico. EL NACIMIENTO DE EUROPA Esto se manifiesta con toda evidencia cuando tratamos de remontarnos a los orígenes de Europa. Al hablar de origen de Europa es costumbre remitirse a Heródoto (aprox. 484-425 a. de C.), probablemente el primero en dar cuenta de Europa como concepto geográfico, que la define así: «Los persas consideran Asia con sus pueblos como país. Europa y el país de los griegos, dicen, está completamente fuera de sus fronteras». No se indican las fronteras propias de Europa, pero está claro que el núcleo de la Europa actual está completamente fuera del campo de visión del historiador clásico. De hecho, con la formación de los Estados helenos y del Imperio Romano, se había constituido un «continente» que se convirtió en la base de la ulterior Europa, pero que tenía unas fronteras enteramente distintas. Se trataba de los países que circundaban el Mar Mediterráneo, que configuraban un verdadero «continente» por su vinculación cultural, por la circulación de personas y el comercio y por un sistema político común. Sólo las victoriosas campañas del Islam trazaron, por primera vez, en el siglo VII y comienzos del VIII, una frontera a través del Mediterráneo. Lo partieron, por así decir, por la mitad, de modo que lo que hasta entonces había sido un continente se dividió ahora en tres: Asia, África y Europa. En Oriente, la reestructuración del mundo antiguo se llevó a cabo con mayor lentitud que en Occidente, El Imperio Romano, con capital en Constantinopla, se mantuvo allí –aunque cada vez retrocediendo más– hasta entrado el siglo XV. Mientras, alrededor del año 700 la parte sur del Mediterráneo quedó separada definitivamente de su anterior continente cultural, al mismo tiempo que se llevaba a cabo una creciente expansión hacia el Norte. El limes, que hasta ahora había sido una frontera continental, desaparece y se abre a un nuevo espacio histórico que ahora abarca las Galias, Germania y Britania como su auténtico núcleo y se extiende a ojos vistas hacia Escandinavia. EL IMPERIO DE CARLOMAGNO En este proceso de desplazamiento de fronteras, la continuidad ideal con el anterior continente mediterráneo se vio garantizada por una construcción histórico-teológica. Enlazando con el Libro de Daniel, se consideró que mediante la fe cristiana el Imperio Romano se renovaba y se convertía en el último y permanente imperio de la Historia Universal y definió el conjunto de pueblos y Estados que se estaba formando como el permanente Sacrum Imperium Romanum. Este proceso de nueva identificación histórica y cultural se llevó a cabo con plena conciencia bajo Carlomagno, y aquí emerge la vieja palabra Europa, con un significado transformado. Ahora este vocablo se utiliza como denominación para el imperio de Carlomagno, y expresa a un tiempo la conciencia de la continuidad y de la novedad, con las que el nuevo conglomerado de Estados se identifica en tanto que verdadera fuerza de futuro: de futuro, precisamente porque se entiende anclado en la continuidad de la Historia anterior y, en última instancia, siempre permanente. En la comprensión de sí mismo que así se forma se expresa tanto la conciencia de algo definitivo como la de una misión. Ciertamente, tras el final del Imperio Carolingio el concepto de Europa vuelve a desaparecer, y sólo se conserva en el lenguaje de los eruditos; tan sólo a principios de la Edad Moderna –probablemente en relación con el peligro turco, como forma de autoidentificación– pasará a la lengua popular, para imponerse con carácter general en el siglo XVIII. Con independencia de este recorrido etimológico, la constitución del imperio franco, como el nunca desaparecido y entonces vuelto a nacer Imperio Romano, significó el paso decisivo hacia lo que hoy entendemos cuando hablamos de Europa. EL IMPERIO DE BIZANCIO Ciertamente, no debemos olvidar que hay una segunda raíz de Europa, una Europa que no es la del Oeste, que no es la Europa occidental. En Bizancio, el Imperio Romano, como ya se ha dicho, había resistido las tempestades de las invasiones bárbaras y la invasión islámica. Bizancio se entendía a sí mismo como la auténtica Roma; de hecho aquí el Imperio no había sucumbido, por lo que también se mantenían sus pretensiones sobre la mitad occidental del mismo. También este Imperio Romano de Oriente se extendió hacia el Norte, hacia el mundo eslavo, y creó un mundo propio, greco-romano, que se distingue de la Europa latina de Occidente por poseer otra liturgia, otra constitución eclesiástica, otra escritura y por haber renunciado al latín como lengua común de cultura. Hay, sin duda, bastantes elementos de cohesión que podrían hacer de los dos mundos un continente común. En primer lugar, la herencia común de la Biblia y de la Iglesia antigua, que, por lo demás, en ambos mundos se remite a un origen que está fuera de Europa, en Palestina, Además, la idea común de imperio, la concepción básicamente común de la Iglesia y, por tanto, también la comunidad de concepciones jurídicas e instrumentos legales fundamentales. Finalmente, habría que mencionar el monacato que, en medio de las grandes conmociones de la Historia, siguió siendo soporte esencial no sólo de la continuidad cultural, sino sobre todo de los valores religiosos y morales básicos de la orientación última de la vida del hombre, y que como fuerza prepolítica y suprapolítica, se convirtió también en vehículo de los renacimientos que una y otra vez se hicieron necesarios. EL PODER POLÍTICO Y EL ESPIRITUAL Entre ambas Europas hay sin embargo una profunda diferencia, sobre cuya importancia ha llamado la atención Endre Von Ivanka. En Bizancio, el Imperio y la Iglesia aparecen casi identificados entre sí; el Emperador es también la cabeza de la Iglesia. Se considera vicario de Cristo, y enlazando con la figura de Melquisedec, que era rey y sacerdote a un tiempo (Gen. 14, 18), ostenta desde el siglo VI el título oficial de «rey y sacerdote». Como, por su parte, el Imperio, desde Constantino, había abandonado Roma, en la antigua capital imperial pudo desplegarse la independencia del obispo romano como sucesor de Pedro y cabeza de la Iglesia. Desde el principio de la era constantiniana, en Roma se enseñó que había una dualidad de poderes. El Emperador y el Papa tienen plenitud de facultades, pero separadas: ninguno de los dos dispone de todas. El papa Gelasio I (492-496), en su famosa carta al emperador Atanasio y aún con más claridad en su cuarto Tratado, frente a la tipología bizantina de Melquisedec, recalcó que la unidad de poderes residía exclusivamente en Cristo. «Debido a las debilidades humanas (¡superbia!), Él mismo separó para los tiempos ulteriores los dos oficios, a fin de que ninguno se creyera superior al otro» (c. 1l). Para las cosas de la vida eterna, los emperadores cristianos necesitan a los sacerdotes (pontífices), y éstos a su vez se atienen a las disposiciones imperiales en lo referente a asuntos temporales. En las cuestiones del mundo, los sacerdotes tienen que obedecer las leyes del emperador instaurado por ordenación divina, mientras que, en las cuestiones divinas, éste tiene que someterse al sacerdote. Con ello se introduce una separación y diferenciación de poderes que alcanzó la mayor importancia para el ulterior desarrollo de Europa y, por así decirlo, sentó las bases de lo específicamente occidental. Pero, dado que en contra de tales delimitaciones se mantuvo viva por ambas partes el ansia de totalidad, permaneció la exigencia de predominio de un poder sobre el otro. Este principio de separación se convirtió también en fuente de infinitos padecimientos. Cómo hay que vivir y organizarse correctamente desde el punto de vista político y el religioso subsiste como un problema fundamental para la Europa de hoy y de mañana. EL CAMBIO HACIA LA EDAD MODERNA Si, con todo lo dicho, consideramos como el verdadero nacimiento del «continente» Europa, por una parte, la formación del Imperio Carolingio, y por otra, la pervivencia del Imperio Romano en Bizancio y su misión entre los eslavos, para ambas Europas el principio de la Edad Moderna representa una ruptura que afecta tanto a la esencia del continente como a sus contornos geográficos. En 1493, Constantinopla fue conquistada por los turcos. O. Hiltbrunner comenta al respecto, con laconismo: «Los últimos (...) eruditos emigraron (...) a Italia y proporcionaron a los humanistas del Renacimiento el conocimiento de los originales griegos; pero Oriente se hundió al arruinarse su cultura». La formulación puede ser un tanto brusca, porque también el imperio otomano tenía su cultura; lo que sí es cierto es que con estos hechos llegó a su fin la cultura greco-cristiana, «europea», de Bizancio. Con ello amenazaba con desaparecer una de las alas de Europa, pero la herencia bizantina no había muerto. Moscú se declaró a sí misma «tercera Roma», constituyó su propio patriarcado basándose en la idea de una segunda translatio imperii y se presentó como una nueva metamorfosis del Sacrum Imperium, como una forma propia de ser Europa y, sin embargo, seguía vinculada a Occidente y se orientaba cada vez más hacia él, hasta que finalmente Pedro el Grande trató de convertirla en un país occidental. Este desplazamiento hacia el Norte de la Europa bizantina trajo consigo que las fronteras del continente se ensancharan entonces también hacia el Este. La fijación del límite de los Urales como frontera es absolutamente arbitrario, pero en cualquier caso el mundo al Este de ellos fue convirtiéndose cada vez más en una especie de patio trasero de Europa; no es Asia ni Europa; pero estaba esencialmente conformado por la personalidad europea aunque sin ser él mismo parte de esa personalidad: era objeto y no titular de su historia. Quizá es eso lo que define la esencia de un status colonial. Así pues, en lo que respecta a la Europa bizantina, no occidental, a comienzos de la Edad Moderna podemos hablar de un doble proceso. Por una parte, está la extinción del antiguo Bizancio, y de su continuidad histórica respecto al Imperio Romano; por otra, esa segunda Europa obtiene con Moscú un nuevo centro y extiende sus fronteras hacia el Este, para levantar finalmente en Siberia una especie de avanzadilla colonial. LA EUROPA DE LA REFORMA Al mismo tiempo, podemos constatar igualmente en Occidente un doble proceso de enorme importancia histórica. Una gran parte del mundo germánico se desgarra de Roma; surge una forma nueva e ilustrada de Cristianismo, de tal forma que, desde ahora, recorre el «Occidente» una línea de separación que constituye también claramente un limes cultural, una frontera entre distintas formas de pensar y actuar. Ciertamente, hay también grietas dentro del mundo protestante, por ejemplo entre luteranos y reformados, a los que se unen metodistas y presbiterianos, mientras la iglesia anglicana trata de construir un camino intermedio entre lo católico y lo protestante, A esto se añade la diferencia entre el Cristianismo con Iglesia de Estado, que se hará característico de Europa, y las iglesias libres que buscan refugio en América del Norte, de las que luego hablaremos. LA DOBLE EUROPEIZACIÓN DE AMÉRICA Primero prestaremos atención al segundo proceso que transforma esencialmente en la Edad Moderna la situación de la Europa hasta entonces latina: el descubrimiento de América. A la ampliación de Europa hacia el Este mediante la continua expansión de Rusia hacia Asia, se une la radical ruptura de los límites geográficos de Europa hacia el mundo del otro lado del océano, que ahora recibe el nombre de América. La división de Europa en una mitad latino-católica y otra germánico-protestante se traslada a ese otro continente conquistado por ella. También América se convierte al principio en una Europa ampliada, en «Colonia», pero al mismo tiempo, con la sacudida que sufre Europa a través de la Revolución Francesa, crea su propia personalidad. A partir del siglo XIX, aunque profundamente marcada por su nacimiento europeo, se contrapone a Europa con esa personalidad propia. Al hacer el intento de reconocer la identidad íntima de Europa mirando a su historia, hemos advertido dos cambios históricos fundamentales: en primer lugar, la sustitución del viejo continente mediterráneo por el continente del Sacrum Imperium, situado más al Norte, en el que desde la época carolingia se constituye «Europa» como mundo latino-occidental. junto a ella, la subsistencia de la antigua Roma en Bizancio, con su expansión hacia el mundo eslavo. Como un segundo momento, hemos observado la caída de Bizancio y el desplazamiento hacia el Norte y el Este de la idea imperial cristiana en un lado de Europa, y en el otro la división interna de Europa en mundo germano-protestante y mundo latino-católico, con una extensión hacia América, a donde se traslada esa división, y que finalmente se constituye con una personalidad histórica propia y enfrentada a Europa. Ahora tenemos que prestar atención a un tercer cambio cuya antorcha más visible fue la Revolución Francesa. Sin duda, desde la Baja Edad Media el Sacro Imperio estaba en curso de disolución como realidad política y se había hecho cada vez más frágil como hilo conductor de la Historia, pero sólo ahora se rompe también formalmente ese marco espiritual sin el que Europa no habría podido constituirse. Se trata, tanto desde el punto de vista de la política real como desde un punto de vista ideal, de un proceso de notable alcance. Desde el punto de vista ideal, significa que se rechaza la fundamentación sacral de la Historia y de la existencia de los Estados. La Historia ya no echa de menos una idea de Dios que la precede y la conforma; a partir de ahora el Estado se considera algo puramente secular, basado en la racionalidad y en la voluntad de los ciudadanos. Por primera vez en la Historia surge un Estado secular puro, que desecha la acreditación y normatividad divina de la política calificándola de cosmovisión mítica, a la vez que declara a Dios asunto privado, que no pertenece al ámbito público de la voluntad popular. Ésta es considerada únicamente cosa vinculada a la razón, para la que Dios no aparece como claramente reconocible: la religión y la fe en Dios pertenecen al ámbito del sentimiento, no de la razón. Dios y su querer dejan de ser públicamente relevantes. De esta forma, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, se produce una nueva clase de escisión de la fe, cuya gravedad empezamos a percibir a ojos vistas. En alemán no tiene nombre, porque aquí ha tenido una repercusión más lenta. En las lenguas latinas, se define como una división entre «cristiano» y «laico». En los últimos dos siglos, esa tensión ha causado las naciones latinas una profunda grieta, mientras el Cristianismo protestante logró, más fácilmente al principio, dar cabida en su espacio a las ideas liberales e ilustradas, sin tener que romper el marco de un amplio y básico consenso cristiano. La cara político-real de la disolución de la vieja idea del Imperio consiste en que, ahora, las naciones que se habían hecho identificables como tales mediante la formación de espacios lingüísticos unitarios, aparecen definitivamente como los verdaderos y únicos sujetos de la Historia, es decir, alcanzan un rango que antes no les correspondía. El explosivo dramatismo de este sujeto de la Historia, ahora plural, acabó en que las grandes naciones europeas se consideraban depositarias de una misión universal que necesariamente tenía que conducir a conflictos entre ellas, conflictos cuya mortal furia hemos experimentado dolorosamente en el siglo que ahora termina. LA UNIVERSALIZACIÓN DE LA CULTURA EUROPEA Y SU CRISIS Finalmente, hay que tener en cuenta otro proceso más con el que la historia de los últimos siglos entra claramente en una nueva fase. Si la vieja Europa premoderna sólo había conocido en sus dos mitades esencialmente un único adversario con el que tenía que enfrentarse a vida o muerte, el mundo islámico, y si la inflexión de la Edad Moderna había traído consigo la expansión hacia América y parte de Asia sin grandes culturas propias, ahora se produce el salto a los dos continentes hasta el momento tan sólo tangencialmente tocados: África y Asia, a los que también se trata de convertir en vástagos de Europa, en «colonias». Esto se ha conseguido en una cierta medida, en cuanto que Asia y África también persiguen el ideal del mundo marcado por la tecnología y el bienestar, de modo que también allí las viejas tradiciones religiosas han entrado en una situación de crisis y los estratos de pensamiento puramente secular dominan cada vez más la vida pública. Pero también hay una reacción. El renacimiento del Islam no sólo está vinculado a la nueva riqueza material de los países islámicos, sino que está alimentado por la conciencia de que el Islam puede ofrecer un fundamento espiritual sólido para la vida de los pueblos que la vieja Europa parece haber perdido, lo que hace que a pesar de mantener su poder político y económico, se vea condenada cada vez más al retroceso y a la decadencia. También las grandes tradiciones religiosas de Asia, sobre todo sus componentes místicos, expresados en el Budismo, se alzan como fuerzas espirituales frente a una Europa que niega sus fundamentos religiosos y morales. El optimismo acerca de la victoria de lo europeo que Amold Toynbee aún podía representar a principios de los años sesenta parece hoy curiosamente superado: «De veintiocho culturas que hemos identificado... dieciocho están muertas y nueve de las diez restantes –de hecho, todas excepto la nuestra– muestran signos de estar ya derrumbándose». ¿Quién podría hoy decir una cosa así? Y además... ¿qué es esa cultura «nuestra» que ha quedado? La cultura europea ¿es la civilización de la tecnología y el comercio victoriosamente extendida por el mundo? ¿No ha derivado más bien un resultado poseuropeo como consecuencia del fin de las viejas culturas europeas? Yo descubro en esto una paradójica sincronía: a la victoria del mundo técnicosecular poseuropeo, a la universalización de su modelo de vida y su forma de pensar, va unida, especialmente en los ámbitos estrictamente no europeos de Asia y de Africa, la impresión de que el mundo de valores de Europa, su cultura y su fe, en los que descansaba su identidad, están acabados y en realidad han sido ya abandonados; que ha sonado la hora de los sistemas de valores de otros mundos; de la América precolombina, del Islam, de la mística asiática.En esta hora de su máximo éxito, Europa parece vaciada por dentro, paralizada por una mortal crisis circulatoria, forzada por así decirlo a someterse a trasplantes, que sin embargo tendrán que anular su identidad. A ese morir interno de las fuerzas sustentadoras del espíritu se une que, también desde el punto de vista étnico, Europa parezca en vías de extinción. Hay un extraño desinterés por el futuro. Los niños, que son el futuro, son vistos como una amenaza para el presente; se piensan que nos quitan algo de nuestra vida. Ya no se les percibe como esperanza, sino como límite del presente. Se impone la comparación con el hundimiento del Imperio Romano decadente que aún funcionaba como gran marco histórico, pero que, en la práctica, vivía ya por obra de los que iban a liquidarlo, porque no tenía energía vital en sí mismo. DIAGNÓSTICOS CONTEMPORÁNEOS Con esto hemos llegado a los problemas del presente. Hay dos diagnósticos contrapuestos sobre el posible futuro de Europa. Por una parte está la tesis de Oswald Spengler, que creía poder constatar para las grandes culturas una especie de desarrollo sujeto a leyes naturales. Serían los momentos del nacimiento, paulatina ascensión, el del esplendor de una cultura, su lento agotamiento, envejecimiento y muerte. Spengler documenta su tesis de forma impresionante con testimonios extraídos de la Historia de las culturas, en los que se puede rastrear esa ley del desarrollo. Su tesis era que Occidente había llegado a su fase tardía; que, a pesar de todos los exorcismos, desembocaría irrevocablemente en la muerte de este continente cultural. Naturalmente, podría transmitir sus dones a una nueva cultura ascendente, como ha ocurrido en anteriores decadencias, pero como tal sujeto había dejado atrás su vigencia vital. Entre las dos guerras mundiales, esta tesis biologista encontró apasionados adversarios, especialmente en el ámbito católico. También le salió al paso, de forma impresionante, Arnold Toynbee, por cierto con postulados que tienen hoy poco eco. Toynbee establece la diferencia entre progreso técnico-material, por una parte, y el verdadero progreso, que él define como espiritualización, por otra. Acepta que Occidente –el «mundo occidental»– se encuentra en una crisis, cuyas causas descubre en la apostasía de la religión para rendir culto a la técnica, a la nación y al militarismo. En última instancia, la crisis tiene para él un nombre: secularización. Si se conoce la causa de la crisis, también se puede indicar el camino hacia la curación: hay que regresar al momento religioso, que para él comprende la herencia religiosa de todas las culturas, pero especialmente «lo que ha quedado del Cristianismo occidental». Al punto de vista biológico se contrapone aquí una visión voluntarista, que apuesta por la fuerza de las minorías creadoras y las personalidades destacadas. Se plantea la pregunta. ¿es correcto el diagnóstico? Y si lo es, ¿está en nuestras manos reimplantar el momento religioso, haciendo una síntesis entre el Cristianismo residual y la herencia religiosa de la Humanidad?En última instancia, entre Spengler y Toynbee la cuestión queda abierta, porque no podemos atisbar el futuro. Pero con independencia de ello se nos plantea la tarea de preguntarnos por aquello que pueda garantizar el futuro y por aquello que sea capaz de mantener la identidad interna de Europa a través de todas las metamorfosis históricas. O más sencillo aún: por aquello que hoy y mañana prometa mantener la dignidad humana v una existencia conforme a ella. IGLESIA Y ESTADO CONTEMPORÁNEOS Nos habíamos quedado en la Revolución Francesa y sus consecuencias en el siglo XIX. En ese siglo se desarrollaron sobre todo dos nuevos modelos «europeos». En las naciones latinas, el modelo laicista: el Estado está estrictamente separado de las corporaciones religiosas, que son remitidas a la esfera de lo privado. El propio Estado rechaza un fundamento religioso y se sabe fundado únicamente sobre la razón y sus criterios. En vista de la fragilidad de la razón, estos sistemas se han revelado débiles y propensos a las dictaduras. En realidad, sólo sobreviven porque se mantienen como parte de la vieja conciencia moral; incluso sin los fundamentos de antes, hacen sin embargo posible un consenso básico. Por otro lado, en el ámbito germánico se encuentran de distintas maneras los modelos de relaciones entre Iglesia y Estado característicos del protestantismo liberal, en los que una religión cristiana ilustrada, esencialmente entendida como moral, –incluso con formas de culto garantizadas por el Estado–, asegura un fundamento religioso de amplia base al que tienen que adaptarse las distintas religiones no estatales. Este modelo garantizó durante largo tiempo la cohesión estatal y social en Gran Bretaña, en los Estados escandinavos y al principio también en la Alemania dominada por Prusia. En Alemania, la quiebra de la iglesia estatal prusiana creó un vacío que era campo abonado para una dictadura.Hoy, las iglesias estatales están amenazadas de consunción por todas partes. De las corporaciones religiosas, que son derivadas del Estado, no emana fuerza moral alguna, y el Estado mismo tampoco puede crear fuerza moral, sino que tiene que presuponerla y construir sobre ella. Entre los dos modelos están los Estados Unidos de América, que por una parte –constituidos sobre un fundamento eclesial libre– parten de un estricto dogma de separación, y por otra están profundamente impregnados de un consenso básico cristiano-protestante no confesional, al que se unió una especial conciencia de misión respecto del resto del mundo, que dio al momento religioso un peso público importante, que podía llegar a ser decisivo para la vida política, como fuerza prepolítica y suprapolítica. Naturalmente, no se puede ocultar que también los Estados Unidos avanza incesantemente la disolución de la herencia cristiana, mientras que, al mismo tiempo, el rápido crecimiento del elemento hispano y la presencia de tradiciones religiosas provenientes de todo el mundo modifica el cuadro.Quizá haya también que observar que los Estados Unidos promueven de manera evidente la protestantización de América Latina, es decir, la sustitución de la Iglesia Católica por formas de iglesia libre, en la convicción de que la Iglesia Católica no puede garantizar sistemas políticos y económicos estables, que fracasa por tanto como educadora de las naciones, mientras que se espera que el modelo de las iglesias libres haga posible un consenso moral y una formación democrática de la voluntad parecidos a los que son característicos de los Estados Unidos. Para complicar aún más todo el cuadro, hay que aceptar que hoy en día la Iglesia Católica representa la mayor comunidad religiosa de los Estados Unidos, y que en su vida religiosa apuesta decididamente por la identidad católica. No obstante, respecto a las relaciones entre Iglesia y política los católicos han asumido las tradiciones de las Iglesias libres, en el sentido de que precisamente una Iglesia que no está fundida con el Estado garantiza mejor los fundamentos morales de¡ conjunto, de forma que la promoción del ideal democrático aparece como una profunda obligación moral conforme a la fe. Hay buenas razones para ver en tal postura una continuación adaptada a los tiempos del modelo del papa Gelasio del que hablé antes. EL SOCIALISMO Regresemos a Europa. A los dos modelos de los que hablábamos antes se unió en el siglo XIX un tercero, el del socialismo, que pronto se dividió en dos vías distintas, la totalitaria y la democrática. El socialismo democrático ha podido insertarse desde el principio como un saludable contrapeso frente a las posturas liberales radicales de los dos modelos existentes, los ha enriquecido y también corregido. Se reveló, además, como interconfesional. En Inglaterra era el partido de los católicos, que no podían sentirse como en casa ni en el campo protestante-conservador ni en el liberal. También en la Alemania guillermina el Centro católico pudo sentirse mucho más próximo al socialismo democrático que a las fuerzas conservadoras protestantes, estrictamente prusianas. En muchas cosas, el socialismo democrático estaba y está próximo a la doctrina social católica, y en cualquier caso ha contribuido notablemente a la formación de la conciencia social. En cambio, el modelo totalitario se asoció a una filosofía de la Historia estrictamente materialista y atea. La Historia es entendida, de forma determinista, como un proceso de progreso que, pasando por las fases religiosa y liberal, se encamina hacia la sociedad absoluta y definitiva, en la que la religión queda superada como reliquia del pasado y el funcionamiento de las condiciones materiales garantiza la felicidad de todos. Este aparente cientificismo esconde un dogmatismo intolerante: el espíritu es producto de la materia; la moral es producto de las circunstancias y tiene que ser definida y puesta en práctica conforme a los fines de la sociedad; todo lo que sirva para alcanzar el feliz estado final, es moral. Esto culmina la perversión de los valores que habían construido Europa. Más aún; aquí se lleva a cabo una ruptura con toda la tradición moral de la Humanidad. Ya no hay valores independientes de los fines del progreso, en un momento dado todo puede estar permitido o incluso ser necesario, moral en un nuevo sentido. Incluso el ser humano puede convertirse en un instrumento; no cuenta el individuo, sólo el futuro que se convierte en una terrible divinidad, que dispone de todo y de todos. Actualmente, los sistemas comunistas han fracasado por su falso dogmatismo económico. Pero se pasa por alto con demasiada complacencia el hecho de que se derrumbaron, de forma más profunda, por su desprecio del ser humano, por su subordinación de la moral a las necesidades del sistema y sus promesas de futuro. La verdadera catástrofe que dejaron detrás no es de naturaleza económica; es la desolación de los espíritus, la destrucción de la conciencia moral. Yo veo un problema esencial de esta hora de Europa y del mundo en que, sin duda, en ninguna parte se discute el fracaso económico, y por eso los vicios comunistas se han convertido sin titubeos en liberales en economía; en cambio, la problemática religiosa y moral, que es de lo que de verdad se trataba, ha quedado casi completamente desplazada. Pero la problemática legada por el marxismo sigue vigente hoy: la liquidación de las certidumbres originarias del ser humano acerca de Dios, de sí mismo y del Universo, la liquidación de la conciencia de unos valores morales que no son de libre disposición, sigue siendo ahora nuestro problema, y es precisamente lo que puede conducir a una autodestrucción de la conciencia europea que, con independencia de la visión decadentista de Spengler, tenemos que contemplarla como un peligro real. ¿DÓNDE NOS ENCONTRAMOS HOY? Así llegamos a la pregunta ¿hacia dónde seguir? ¿Hay en los violentos cambios de nuestro tiempo una identidad de Europa que tenga futuro y que podamos respaldar desde dentro? Para los padres de la unión europea tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial –Adenauer, Schumann, De Gasperi– estaba claro que ese fundamento existe, y que descansa en la herencia cristiana de lo que el Cristianismo convirtió en nuestro continente. Para ellos estaba claro que las destrucciones a las que nos habían enfrentado la dictadura nazi y la dictadura de Stalin se basaban precisamente en el rechazo de esos fundamentos, en un monstruoso orgullo que ya no se sometía al Creador, sino que pretendía crear él mismo un hombre mejor, un hombre nuevo, y transformar el mundo malo del Creador en el mundo bueno que surgiría del dogmatismo de la propia ideología. Para ellos estaba claro que esas dictaduras, que habían puesto de manifiesto una cualidad del Mal enteramente nueva, reposaban, más allá de todos los horrores de la guerra, en la voluntad de eliminar aquella Europa, y que había que regresar a aquella concepción que había dado su dignidad a este continente, a pesar de todos los errores y sufrimientos. El entusiasmo inicial por el retorno a las grandes constantes de la herencia cristiana se ha esfumado rápidamente, y la unión europea se ha llevado a cabo casi exclusivamente en aspectos económicos, dejando a un lado en gran medida la cuestión de los fundamentos espirituales de tal comunidad.En los últimos años ha vuelto a crecer la conciencia de que la comunidad económica de los Estados europeos necesita también un fundamento de valores comunes. El crecimiento de la violencia, la huida hacia la droga, el aumento de la corrupción, hacen muy perceptible que la decadencia de los valores también tiene consecuencias materiales, y que es preciso un cambio de rumbo. Partiendo de ese punto de vista, los días 3 y 4 de julio de 1999 los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea acordaron la elaboración de una Declaración de Derechos Fundamentales. A la ponencia encargada de redactarla se dio el 3 de febrero de 2000 el nombre de «convención» y el 14 de septiembre del mismo año presentó un proyecto definitivo, que fue aprobado el 14 de octubre por los jefes de Estado y de Gobierno. Yo no puedo intentar analizar aquí ese esbozo de Declaración; tan sólo pretendo plantear la pregunta de hasta qué punto es apropiada para dotar de un núcleo espiritual al cuerpo económico de Europa. Es importante la segunda frase del preámbulo: «En la conciencia de su herencia religioso-espiritual y moral, la Unión se fundamenta sobre los valores indivisibles y universales del ser humano: la libertad, la igualdad y la solidaridad». Se ha lamentado la ausencia en este texto de la referencia a Dios: sobre esto volveré luego. Es importante en principio la incondicionalidad con la que la dignidad y los derechos del hombre aparecen aquí como valores que preceden a todo derecho estatal. Günther Hirsch ha recalcado con razón que esos derechos fundamentales no son ni creados por el legislador ni concedidos a los ciudadanos, sino que «más bien existen por derecho propio y han de ser respetados por el legislador, pues se anteponen a él como valores superiores». Esta vigencia de la dignidad humana precedente a toda acción y decisión política remite en última instancia al Creador: sólo él puede crear derechos que se basan en la esencia del ser humano y de los que nadie puede prescindir. En este sentido, aquí se codifica una herencia cristiana esencial en su forma específica de validez. Que hay valores que no son manipulables por nadie es la verdadera garantía de nuestra libertad y de la grandeza del ser humano; la fe ve en ello el misterio del Creador y la semejanza con Dios conferida por Él al hombre. De este modo, esta frase protege un elemento esencial de la identidad cristiana de Europa en una formulación comprensible también para el no creyente. Hoy, nadie negará directamente la preeminencia de la dignidad humana y de los derechos fundamentales sobre cualquier decisión política; aún están muy próximos los espantos del nazismo y su doctrina racista. Pero en el ámbito concreto de lo que se suele llamar progreso médico hay amenazas muy reales a estos valores. Pensemos en la clonación, en el almacenamiento de fetos humanos con fines de investigación y donación de órganos o en todo el campo de la manipulación genética. A esto se añaden el comercio de seres humanos, nuevas formas de esclavitud, el tráfico de órganos humanos con fines de trasplante. Siempre se alegan «buenos fines» para justificar lo injustificable. En lo que respecta a estos ámbitos, hay algunas constataciones satisfactorias en la Declaración de Derechos Fundamentales, pero en otros puntos importantes sigue siendo demasiado vaga, cuando es precisamente aquí donde los principios corren peligro. Resumamos: la afirmación del valor y la dignidad del ser humano, de la libertad, igualdad y solidaridad, en los principios de la democracia y el Estado de Derecho, incluye una imagen del ser humano, una opción moral y una idea del Derecho que en modo alguno se entienden por sí mismas, pero son factores básicos de la identidad de Europa, que también han de ser garantizados en sus consecuencias concretas y, naturalmente, sólo podrán ser defendidos si vuelve a integrarse en la correspondiente conciencia moral. Pero quiero señalar otros dos puntos en los que aparece la identidad europea, Ahí están, en primer lugar, el matrimonio y la familia. El matrimonio monógamo ha sido conformado como figura ordenadora fundamental de las relaciones entre hombre y mujer y a la vez como célula de la formación comunitaria del Estado, a partir de la fe bíblica. Tanto la Europa del Oeste como la Europa del Este han configurado su historia y su concepción del hombre a partir de unos preceptos muy precisos de fidelidad y de comunión. Europa ya no sería Europa si esta célula básica de su estructura social desapareciera o cambiara de forma sustancial. La Declaración de Derechos Fundamentales habla del derecho al matrimonio, pero no prevé ninguna protección jurídica y moral específica para él ni lo define con más precisión. Pero todos sabemos lo amenazados que están el matrimonio y la familia. Por una parte, por el socavamiento de su indisolubilidad, por formas cada vez más fáciles de divorcio; por otra, por el nuevo comportamiento, que cada vez se extiende más, de la convivencia de hombre y mujer sin la forma jurídica del matrimonio. En clara contraposición a esto está la demanda de las uniones homosexuales, que, paradójicamente, reclaman una forma jurídica más o menos equiparable al matrimonio. Con esta tendencia se abandona toda la historia moral de la Humanidad, que a pesar de toda la variedad de formas jurídicas del matrimonio, siempre supo que por su esencia es la especial convivencia de hombre y mujer, que se abre a los hijos y, por tanto, a la familia. Aquí no se trata de discriminación, sino de la cuestión de lo que el ser humano es como hombre y como mujer y de cómo se conforma jurídicamente la relación mutua de un hombre y una mujer. Si por un lado esa relación se separa cada vez más de su forma jurídica y si, por otra parte, la asociación homosexual es vista cada vez más como de igual rango que el matrimonio, nos encontramos ante una disolución de la imagen del hombre cuyas consecuencias pueden ser extremadamente graves. Por desgracia, en la Declaración falta una palabra clara al respecto. Finalmente, permítanme tratar el ámbito de lo religioso. En el artículo diez se garantizan las libertades de pensamiento, de conciencia y de religión, la libertad de cambiar de religión o visión del mundo y, en fin, la libertad de manifestarse y practicar la religión, solo o en comunidad con otros, pública o privadamente, por medio de servicios religiosos, enseñanza, costumbres y ritos. Los Estados se declaran neutrales respecto a las religiones, pero al mismo tiempo les conceden el derecho de una presencia pública. Esto es en sí mismo positivo, y responde en última instancia al básico criterio cristiano de la distinción entre los ámbitos estatal y eclesial, de la libertad del acto de fe y del ejercicio de la misma, del no a la religión ordenada por el Estado. No obstante, en la práctica se plantea la cuestión de cómo se integran en el conjunto de la sociedad las distintas manifestaciones públicas de la religión. Voy a poner un sencillo ejemplo. El Estado no puede declarar día libre el viernes para los musulmanes, el sábado para los judíos y el domingo para los cristianos. Tendrá que decidirse por una ordenación común del tiempo y después preguntarse por preferencias. Las grandes fiestas –Navidad, Pascua, Pentecostés–, ¿no son señas de identidad de nuestra cultura? ¿Y el domingo?Aún es más difícil cuando en las distintas religiones se encuentran elementos que no concuerdan con los objetivos constitucionales básicos del preámbulo y el primer capítulo, referidos a la dignidad de la persona. ¿Qué ocurriría si una religión considerase por principio la violencia parte de su programa? ¿Si una religión negara por principio la libertad de religión y exigiera formas de teocracia política? ¿Qué pensar de la magia que quiere dañar el cuerpo y el alma del otro? La reaparición de ideologías de extrema derecha vuelve a hacernos conscientes de que la tole, rancia no puede llegar hasta el punto de promover su propia eliminación: tiene su límite allí donde la libertad ilimitada se emplea para destruir la libertad en beneficio de ideologías hostiles a la libertad e inhumanas. Hay que seguir reflexionando sobre esa cuestión de los límites internos de la tolerancia, límites que necesita en aras de sí misma. En este punto vuelve a plantearse la cuestión de si, partiendo de la tradición humanista europea y sus fundamentos, no habría sido necesario anclar en la Declaración a Dios y la responsabilidad ante él. Probablemente no se ha hecho porque en modo alguno quería prescribiese desde el Estado una convicción religiosa. Esto hay que respetarlo. Pero mi convicción es que hay algo que no debiera faltar: el respeto a aquello que es sagrado para otros, y el respeto a lo sagrado en general, a Dios, un respeto perfectamente exigible incluso a aquel que no está dispuesto a creer en Dios. Allá donde se quiebra ese respeto, algo esencial se hunde en una sociedad. En nuestra sociedad actual se castiga, gracias a Dios, a quienes escarnecen la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se castiga también a quien denigra el Corán y las convicciones básicas del Islam. En cambio, cuando se trata de Cristo y lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión se convierte en el bien supremo, y limitarlo pondría en peligro o incluso destruiría la tolerancia y la libertad. Pero la libertad de opinión tiene sus límites en que no debe destruir el honor y la dignidad del otro; no es libertad para la mentira o para la destrucción de los derechos humanos. Aquí hay un autoodio, que sólo cabe calificar de patológico, de un Occidente, que sin duda (y esto es digno de elogio) trata de abrirse comprensivamente a valores ajenos, pero que ya no se quiere a sí mismo; que no ve más que lo cruel y destructor de su propia Historia, pero no puede percibir ya lo grande y puro que hay en ella. Para sobrevivir, Europa necesita una nueva aceptación –sin duda crítica y humilde– de sí misma. A veces el multiculturalismo que, con tanta pasión, se promueve es ante todo renuncia a lo propio, huida de lo propio. Pero el multiculturalismo no puede existir sin constantes comunes, sin directrices propias. Sin duda, no podrá existir sin respeto a lo sagrado. Eso incluye salir con respeto al encuentro de lo que es sagrado para el otro; pero es algo que sólo podremos hacerlo si lo que es sagrado para nosotros, Dios, no nos es ajeno a nosotros mismos. Desde luego que podemos y debemos aprender de lo que es sagrado para otros, pero nuestra obligación, precisamente ante los otros y por los otros, es alimentar en nosotros mismos el respeto a lo sagrado y mostrar el rostro del Dios que se nos ha aparecido: el Dios que acoge a los pobres y los débiles, a las viudas y a los huérfanos, a los extranjeros; el Dios que es tan humano que él mismo quiso ser hombre, un hombre doliente, que sufriendo con nosotros da dignidad y esperanza al sufrimiento.Si no lo hacemos, no sólo negaremos la identidad de Europa, sino que dejaremos de hacer a los otros un servicio al que tienen derecho. La absoluta profanidad que se ha construido en Occidente es profundísimamente ajena a las culturas del mundo. Esas culturas se fundamentan en la convicción de que un mundo sin Dios no tiene futuro. En ese sentido, el multiculturalismo nos llama a volver a nosotros mismos. No sabemos cómo seguirá Europa su camino. La Declaración de Derechos Fundamentales puede ser un primer paso para que vuelva a buscar conscientemente su alma. Hay que dar la razón a Toynbee en que el destino de una sociedad depende una y otra vez de minorías creadoras. Los creyentes cristianos deberían verse a sí mismos como una minoría creadora, y contribuir a que Europa recupere lo mejor de su herencia y así sirva a toda la Humanidad.
http://www.interrogantes.net/Joseph-Ratzinger-Europa-politica-y-religion-Berlin-280XI02000/menu-id-22.html
Jusus J. Sebastian, Los gitanos, ¿un problema hindu-europeo?
Por la creación de un Estado gitano
Los gitanos, ¿un problema hindu-europeo?
Jesús J. Sebastián
23 de septiembre de 2010
Los “gitanos”, también conocidos como “rom, roma o romaní”, son un pueblo nómada –o mejor decir “itinerante”- procedente de Asia, concretamente del Subcontinente Indio, en la zona que actualmente ocupa la frontera entre los estados de Pakistán y la India. Su pretendido origen egipcio o babilonio (muy difundido por ellos mismos) está descartado. No digamos ya de sus leyendas sobre una procedencia misteriosa. El estudio de la lengua romaní – el romanò-, propia de los gitanos, confirmó que se trataba de una lengua índica, muy similar al panyabí o al hindi occidental. Además, los estudios genéticos corroboran la evidencia lingüística que sitúa el origen del pueblo gitano en dicha área geográfica.
Con todo, la inclusión de una persona como perteneciente al pueblo gitano depende no sólo de factores étnicos (únicos reconocidos por ellos, desde su visión etnocéntrica) sino también de indicios socioeconómicos (desde una posición eurocéntrica).
Existen en el mundo unos 12 millones de gitanos, 9 de los cuales residen –o mejor dicho, “se desplazan”- en Europa, continente en el que la mayor cuota se la lleva Rumanía (más de 2 millones) y con importantes minorías en otros países como España (800.000), Francia e Italia, países de recepción de su peculiar diáspora migratoria, que se ha visto incrementada, tras la caída del muro comunista, por una auténtica invasión romaní del occidente europeo procedente de los países del este, y que previsiblemente alcanzará cotas máximas con las actuales medidas adoptadas en varios Estados europeos (Austria, Chequia, Italia, Francia).
Los problemas fundamentales de este grupo étnico derivan de su desinterés por la integración y de la discriminación que sufren por parte de las poblaciones europeas de origen. En un principio, su confesionalidad cristiana les hizo ser bien acogidos en todo el continente europeo, pero pronto serían perseguidos por mendicidad y vagabundeo (Carlos V fue un maestro en la materia). La leyenda negra sobre los gitanos gira en torno a su nomadismo, su celo racial, sus costumbres ancestrales (magia, brujería), su falsa sexualidad, su apatía laboral, su tendencia a la delincuencia, su desinterés por la comunidad que les adopta, incluso –con más frecuencia de la deseable- su odio y desprecio a todo aquel que no acepte sus tortuosas leyes consuetudinarias. Con todo, hay que decir que en España los gitanos han logrado reubicarse, aparentemente, en condiciones bastante óptimas, situación, no obstante, que no ha estado exenta de conflictos entre los dos grupos étnicos (payos y gitanos).
La legislación represiva es muy antigua. De 1449 a 1783 -fecha en la que Carlos III equipara jurídicamente a los gitanos con el resto de los españoles, creyendo que la tolerancia aceleraría su integración en la sociedad- se dictan dos leyes punitivas contra ellos, con sanciones que iban desde el destierro o la cárcel hasta la prohibición de hablar su propia lengua. Una disposición de 1878, mantenida todavía en buena parte del siglo XX, establecía que los gitanos debían exhibir ante los agentes de la autoridad correspondiente, la cédula personal, la patente de hacienda y la guía de caballería, bajo pena de detención inmediata o embargo (en la práctica, confiscación automática).
En nuestro país, desde luego, sigue existiendo una especie de “apartheid” ibérico en forma de “gitanerías o barrios calorros” (además de los conocidos poblados de chabolas, donde reina el narcotráfico y el crimen organizado), donde la transición al nomadismo y la trashumancia al sedentarismo urbano, provoca el enfrentamiento entre clanes (ahora también, entre mafias), haciéndose difícil el mantenimiento de una mínima cohesión interna (que sólo se manifiesta cuando se unen contra los payos o se alían para seguir siendo subvencionados), todo lo cual explosiona hacia afuera en una acentuada tensión entre las dos comunidades raciales y sociales que no tiene indicios de terminar pacíficamente, sino todo lo contrario.
El proyecto de construir un Estado Romaní, idealizado por una pretendida “nación gitana”, bajo el nombre de “Romanestán”, actualmente es una entelequia. En un principio, este Estado se situaba en alguna parte de Somalia o Sudán, posteriormente al norte de la India y Pakistán (una vuelta a los orígenes), actualmente debería pensarse en la despoblada área euroasiática, en las estepas ocupadas por las etnias exsoviéticas de origen turco-mongol (con permiso de los iranios), un espacio geográfico muy apropiado para su estilo de vida nómada (o semi-sedentaria, pero nunca más parasitaria). Pero este proyecto ideal -seguramente, la mayoría de los ciudadanos europeos mostrarían su conformidad- carece de fuertes mentores políticos y económicos que sí concurrieron en la formación del Estado de Israel. Tampoco existe un suelo que reclamar (aunque sea retrocediendo varios milenios como los hebreos), donde los gitanos hubieran tenido una vida organizada socialmente autónoma. Sin embargo, considero que la creación de un Estado gitano independiente (pero vigilado y tutelado por la Unión Europea y Rusia) es una necesidad acuciante que deberá plantearse en un futuro inmediato. Está mal decirlo (pensarlo en silencio sería lo correcto), pero los problemas étnicos no se solucionan con expulsiones o discriminaciones, aunque tampoco con integraciones y subvenciones
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3540
Los gitanos, ¿un problema hindu-europeo?
Jesús J. Sebastián
23 de septiembre de 2010
Los “gitanos”, también conocidos como “rom, roma o romaní”, son un pueblo nómada –o mejor decir “itinerante”- procedente de Asia, concretamente del Subcontinente Indio, en la zona que actualmente ocupa la frontera entre los estados de Pakistán y la India. Su pretendido origen egipcio o babilonio (muy difundido por ellos mismos) está descartado. No digamos ya de sus leyendas sobre una procedencia misteriosa. El estudio de la lengua romaní – el romanò-, propia de los gitanos, confirmó que se trataba de una lengua índica, muy similar al panyabí o al hindi occidental. Además, los estudios genéticos corroboran la evidencia lingüística que sitúa el origen del pueblo gitano en dicha área geográfica.
Con todo, la inclusión de una persona como perteneciente al pueblo gitano depende no sólo de factores étnicos (únicos reconocidos por ellos, desde su visión etnocéntrica) sino también de indicios socioeconómicos (desde una posición eurocéntrica).
Existen en el mundo unos 12 millones de gitanos, 9 de los cuales residen –o mejor dicho, “se desplazan”- en Europa, continente en el que la mayor cuota se la lleva Rumanía (más de 2 millones) y con importantes minorías en otros países como España (800.000), Francia e Italia, países de recepción de su peculiar diáspora migratoria, que se ha visto incrementada, tras la caída del muro comunista, por una auténtica invasión romaní del occidente europeo procedente de los países del este, y que previsiblemente alcanzará cotas máximas con las actuales medidas adoptadas en varios Estados europeos (Austria, Chequia, Italia, Francia).
Los problemas fundamentales de este grupo étnico derivan de su desinterés por la integración y de la discriminación que sufren por parte de las poblaciones europeas de origen. En un principio, su confesionalidad cristiana les hizo ser bien acogidos en todo el continente europeo, pero pronto serían perseguidos por mendicidad y vagabundeo (Carlos V fue un maestro en la materia). La leyenda negra sobre los gitanos gira en torno a su nomadismo, su celo racial, sus costumbres ancestrales (magia, brujería), su falsa sexualidad, su apatía laboral, su tendencia a la delincuencia, su desinterés por la comunidad que les adopta, incluso –con más frecuencia de la deseable- su odio y desprecio a todo aquel que no acepte sus tortuosas leyes consuetudinarias. Con todo, hay que decir que en España los gitanos han logrado reubicarse, aparentemente, en condiciones bastante óptimas, situación, no obstante, que no ha estado exenta de conflictos entre los dos grupos étnicos (payos y gitanos).
La legislación represiva es muy antigua. De 1449 a 1783 -fecha en la que Carlos III equipara jurídicamente a los gitanos con el resto de los españoles, creyendo que la tolerancia aceleraría su integración en la sociedad- se dictan dos leyes punitivas contra ellos, con sanciones que iban desde el destierro o la cárcel hasta la prohibición de hablar su propia lengua. Una disposición de 1878, mantenida todavía en buena parte del siglo XX, establecía que los gitanos debían exhibir ante los agentes de la autoridad correspondiente, la cédula personal, la patente de hacienda y la guía de caballería, bajo pena de detención inmediata o embargo (en la práctica, confiscación automática).
En nuestro país, desde luego, sigue existiendo una especie de “apartheid” ibérico en forma de “gitanerías o barrios calorros” (además de los conocidos poblados de chabolas, donde reina el narcotráfico y el crimen organizado), donde la transición al nomadismo y la trashumancia al sedentarismo urbano, provoca el enfrentamiento entre clanes (ahora también, entre mafias), haciéndose difícil el mantenimiento de una mínima cohesión interna (que sólo se manifiesta cuando se unen contra los payos o se alían para seguir siendo subvencionados), todo lo cual explosiona hacia afuera en una acentuada tensión entre las dos comunidades raciales y sociales que no tiene indicios de terminar pacíficamente, sino todo lo contrario.
El proyecto de construir un Estado Romaní, idealizado por una pretendida “nación gitana”, bajo el nombre de “Romanestán”, actualmente es una entelequia. En un principio, este Estado se situaba en alguna parte de Somalia o Sudán, posteriormente al norte de la India y Pakistán (una vuelta a los orígenes), actualmente debería pensarse en la despoblada área euroasiática, en las estepas ocupadas por las etnias exsoviéticas de origen turco-mongol (con permiso de los iranios), un espacio geográfico muy apropiado para su estilo de vida nómada (o semi-sedentaria, pero nunca más parasitaria). Pero este proyecto ideal -seguramente, la mayoría de los ciudadanos europeos mostrarían su conformidad- carece de fuertes mentores políticos y económicos que sí concurrieron en la formación del Estado de Israel. Tampoco existe un suelo que reclamar (aunque sea retrocediendo varios milenios como los hebreos), donde los gitanos hubieran tenido una vida organizada socialmente autónoma. Sin embargo, considero que la creación de un Estado gitano independiente (pero vigilado y tutelado por la Unión Europea y Rusia) es una necesidad acuciante que deberá plantearse en un futuro inmediato. Está mal decirlo (pensarlo en silencio sería lo correcto), pero los problemas étnicos no se solucionan con expulsiones o discriminaciones, aunque tampoco con integraciones y subvenciones
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3540
El espiritu de Caciz
El espíritu de Cádiz
Cádiz fue modelo para muchos países iberoamericanos y es una referencia en el constitucionalismo europeo de carácter liberal
Día 25/09/2010
LA Constitución de Cádiz, llamada popularmente «La Pepa», cumplirá dos siglos el 19 de marzo de 2012. Su Majestad el Rey inauguró ayer en la localidad de San Fernando, primera sede de la Cortes en aquellas jornadas históricas, los actos conmemorativos de un periodo apasionante que sentó las bases de una nueva era. España como realidad histórica y sociológica es, por supuesto, muy anterior a cualquier texto constitucional. Sin embargo, en Cádiz se proclamó por primera vez la soberanía nacional y se estableció la monarquía constitucional como forma de gobierno de una nación de ciudadanos. España entraba así en la modernidad política al mismo tiempo que otros grandes países europeos. Después, al igual que otras muchas naciones, hemos vivido múltiples avatares, con alternancia de periodos constitucionales y autoritarios. En todo caso, la monarquía ha sido fuente de estabilidad y garantía de libertades, así como factor de equilibrio político que culmina con la Constitución de 1978. En este sentido, han sido desafortunadas las palabras de José Bono, con una interpretación «sui géneris» sobre los periodos democráticos (a su juicio, sólo dieciséis años desde 1812 a 1978), que no corresponde al titular de un alto cargo institucional.
El Rey dijo ayer en Cádiz que aquellos diputados de ambos hemisferios «forjaron los primeros pilares de nuestro Estado de Derecho», siempre en «un clima de trabajo, consenso y solidaridad». Hay que insistir en la necesidad de que la sociedad asuma su propia historia, con luces y con sombras, a partir de un orgullo legítimo por la aportación de los españoles a la libertad política. En efecto, Cádiz fue modelo para muchos países iberoamericanos y es una referencia en el constitucionalismo europeo de carácter liberal. Aunque algunos afirman lo contrario, ya sea por sectarismo o por ignorancia, la historia constitucional española ofrece aportaciones relevantes al avance de las libertades y al reconocimiento de los derechos. En Cádiz se proclaman la soberanía de la nación, la igualdad de todos los ciudadanos, la unificación de códigos y la existencia de unas Cortes representativas. Hay también una hermosa retórica idealista cuando se exige a los españoles que sean «justos y benéficos» o cuando se afirma que las leyes deberán ser «sabias y justas». Todo ello merece una conmemoración política y académica del más alto nivel.
http://www.abc.es/20100925/opinion-editoriales/espiritu-cadiz-20100925.html
Cádiz fue modelo para muchos países iberoamericanos y es una referencia en el constitucionalismo europeo de carácter liberal
Día 25/09/2010
LA Constitución de Cádiz, llamada popularmente «La Pepa», cumplirá dos siglos el 19 de marzo de 2012. Su Majestad el Rey inauguró ayer en la localidad de San Fernando, primera sede de la Cortes en aquellas jornadas históricas, los actos conmemorativos de un periodo apasionante que sentó las bases de una nueva era. España como realidad histórica y sociológica es, por supuesto, muy anterior a cualquier texto constitucional. Sin embargo, en Cádiz se proclamó por primera vez la soberanía nacional y se estableció la monarquía constitucional como forma de gobierno de una nación de ciudadanos. España entraba así en la modernidad política al mismo tiempo que otros grandes países europeos. Después, al igual que otras muchas naciones, hemos vivido múltiples avatares, con alternancia de periodos constitucionales y autoritarios. En todo caso, la monarquía ha sido fuente de estabilidad y garantía de libertades, así como factor de equilibrio político que culmina con la Constitución de 1978. En este sentido, han sido desafortunadas las palabras de José Bono, con una interpretación «sui géneris» sobre los periodos democráticos (a su juicio, sólo dieciséis años desde 1812 a 1978), que no corresponde al titular de un alto cargo institucional.
El Rey dijo ayer en Cádiz que aquellos diputados de ambos hemisferios «forjaron los primeros pilares de nuestro Estado de Derecho», siempre en «un clima de trabajo, consenso y solidaridad». Hay que insistir en la necesidad de que la sociedad asuma su propia historia, con luces y con sombras, a partir de un orgullo legítimo por la aportación de los españoles a la libertad política. En efecto, Cádiz fue modelo para muchos países iberoamericanos y es una referencia en el constitucionalismo europeo de carácter liberal. Aunque algunos afirman lo contrario, ya sea por sectarismo o por ignorancia, la historia constitucional española ofrece aportaciones relevantes al avance de las libertades y al reconocimiento de los derechos. En Cádiz se proclaman la soberanía de la nación, la igualdad de todos los ciudadanos, la unificación de códigos y la existencia de unas Cortes representativas. Hay también una hermosa retórica idealista cuando se exige a los españoles que sean «justos y benéficos» o cuando se afirma que las leyes deberán ser «sabias y justas». Todo ello merece una conmemoración política y académica del más alto nivel.
http://www.abc.es/20100925/opinion-editoriales/espiritu-cadiz-20100925.html
Ignacio Marina Grimau, La crisis de la nacion
Una "democracia" sin pueblo
La crisis de la nación
IGNACIO MARINA GRIMAU
24 de septiembre de 2010
De Pierre Manent, discípulo distinguido de Raymond Aron y catedrático del Centre de recherches politiques en Francia, ya se conocían en español su Historia del pensamiento liberal y su Curso de filosofía política. Su última obra, La razón de las naciones. Reflexiones sobre la democracia en Europa, publicada hace cuatro años por Gallimard, es un análisis esclarecedor de los derroteros que sigue la construcción de la UE, cada vez más polémica.
Y lo es por tres razones: la traición, más que olvido, de sus orígenes fundacionales; su conversión en una gobernanza en la que nada cuenta la soberanía de los Estados ni la representatividad de los ciudadanos, quienes se abstienen mayoritariamente en las elecciones al Parlamento europeo; y, por fin, la pretensión de aceptar en su seno, por mor de un proceso tan inacabable como insólito, naciones que nada tienen que ver con el Viejo Continente. Bien, pero ¿cuál es la razón última de esta tríada nefasta? Según Pierre Manent, el pavoroso fenómeno cifrado en “la desaparición, quizá el desmantelamiento, de la forma política que desde hace tantos siglos ha arropado el progreso del hombre europeo, a saber, la nación”.
Semejante acontecimiento no es un hecho baladí respecto al cual podamos permanecer indiferentes, tampoco una curiosidad para reflexión de eruditos, pues tiene graves implicaciones. Como recuerda el autor, “una forma política –la nación, la ciudad— no es una ligera indumentaria que uno puede ponerse y quitarse a voluntad y seguir siendo lo que es. Es ese Todo en el que todos los elementos de nuestra vida se unen y adquieren sentido”. Hasta tal punto es así que “si nuestra nación desapareciera de manera súbita y lo que lo mantiene unida se dispersara, cada uno de nosotros se convertiría al instante en un monstruo para sí mismo”. Esta reflexión de Pierre Manent recuerda a aquella que hiciera Charles Maurras en el sentido de que “la idea de nación no es una nebulosa; es la representación en términos abstractos de una realidad muy concreta. La nación es el más amplio de los círculos comunitarios que son (en lo temporal) sólidos y completos. Rompedla, y dejaréis desnudo al individuo. Perderá toda defensa, todo apoyo, todo concurso”.
Por supuesto, este fenómeno inimaginable cuando la construcción de Europa empezaba a dar sus primeros pasos después de la Segunda Guerra Mundial tiene un origen: el hecho de que esa “agencia humana central”,
radicada en Bruselas, se ha desvinculado de cualquier territorio o pueblo concreto y se afana en extender paulatinamente el área de “la pura democracia”. Una democracia vacía de contenido, “una democracia sin pueblo”, o lo que es lo mismo, “una gobernanza democrática muy respetuosa con los derechos humanos, pero desligada de cualquier deliberación colectiva”. Ésta es la versión europea del “imperio democrático”; la otra es la americana: Estados Unidos como nación guardiana de la democracia cuya máxima aspiración es, alimentada por la aversión a cualquier Estado-díscolo, “un mundo reunido en el que ninguna diferencia colectiva sea ya significativa”. Por lo tanto, huelga decirlo, el democratismo norteamericano nada tiene de inocente y supone una amenaza a la identidad de las naciones.
La primera versión del “imperio democrático” se empeña en la extensión indefinida de la “construcción europea”; la segunda, en la “mundialización democrática”, con el apoyo de algunos utopistas que, como el francés Philippe Nemo en ¿Qué es Occidente?, acarician la idea no ya de los EEUU de Europa sino de “una Unión Occidental que reuniera a Europa occidental, Norteamérica y [algunos] países occidentales”. Mal está la obsesión antiamericana, pero el de Nemo parece excesivo pro-americanismo. Ambas son dos realidades políticas contra la identidad nacional. ¿Por qué? Leamos lo que dice Manent: “Hace todavía poco tiempo, la idea democrática legitimaba y alimentaba el amor que cada pueblo experimenta naturalmente por sí mismo. En adelante se reprueba y desatiende ese amor en nombre de la democracia. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y cuál es el porvenir de la asociación humana si ningún grupo, ninguna comunión, ningún pueblo es ya legítimo; si sólo la generalidad humana es ya legítima? ¡Qué rápido se ha perdido el sentido de la nación democrática en los parajes mismos en que esta forma extraordinaria de la asociación humana apareció por primera vez: en Europa!”.
La segunda versión del “imperio democrático” también atenta contra la identidad –mejor dicho, contra la nación– porque, acogida al discurso neoliberal, concibe la sociedad civil como mero mercado de proporciones universales y cree que el poder de todos los ciudadanos únicamente admite su traducción en la gobernanza democrática, revival del laissez-faire, cuya principal actividad queda reducida a la protección de las reglas de juego del intercambio.
Mas hay otro hecho que acongoja y al que se refiere el autor de La razón de las naciones: la transformación de la democracia, no en el sentido de Pareto, sino en el antitocquevilliano. Si para Tocqueville la democracia es la igualdad de condiciones –una igualdad de condiciones siempre mayor–, en la actualidad nos alejamos de tal presupuesto, cuyas pautas eran institucionalizar la soberanía popular y reducir la distancia social. Mala cosa porque, so capa del unanimismo democrático, también por su culpa, en Europa se cuestionan las condiciones “de posibilidad de la democracia”, es decir, el Estado soberano y el pueblo constituido, “más conocido por el nombre de nación”. Dos fenómenos estrechamente ligados, pues “el Estado soberano es la condición necesaria de la igualdad de condiciones”. ¿Por qué? Porque “soberano” quiere decir que su legitimidad es superior a toda otra legitimidad que aparezca en el conjunto social.
Pierre Manent cree, como otros autores pero por distintas razones, que el 11-S inauguró una nueva época. El ataque a las Torres Gemelas ponía en evidencia un hecho impredecible por los optimistas de toda laya, tanto ultraliberales como socialdemócratas: “[…] la impenetrabilidad recíproca de las comunidades humanas, pese a la prodigiosa y siempre creciente facilidad de las comunicaciones”. Puede decirse, pues, que el 11-S fue un fracaso del logos que echaba por tierra la certidumbre que se deriva de aquella convicción de Montaigne según la cual “sólo somos hombres y nos parecemos los unos a los otros por la palabra”. Las buenas intenciones se habían visto arruinadas, ya que, según Manent, “no es la palabra la que produce la comunidad, sino la comunidad la que produce y mantiene la palabra”. Bien, ¿pero qué relación establece el autor del ensayo entre la importancia de la palabra y la progresiva negación del Estado-nación? La siguiente: “[…] nuestras lenguas europeas […] son los admirables destilados del gran sintetizador de la vida europea que fue el Estado-nación”. Y éste y la ciudad (la polis griega) constituyen las dos únicas formas políticas capaces de llevar a cabo –“al menos en su fase democrática”– la unión de la civilización y la libertad. ¿Cómo se unieron? Gracias a la soberanía del Estado y al gobierno representativo, pero hoy el acontecimiento es sorprendente: el Estado es cada vez menos soberano y el gobierno, menos representativo.
Los culpables de tan desagradable sorpresa son dos artificios: la construcción europea, que es una finalidad sin fin exenta de sentido político, una extensión indefinida e irrefrenable, y el Estado-providencia, que se muestra solícito a atender todo tipo de necesidades sociales, por sorprendentes que sean. Así las cosas, aparece la gobernanza democrática, que se parece a un gobierno representativo pero ni representa ni gobierna; hemos vuelto, pues, al tiempo del despotismo ilustrado gracias a los superdemócratas que ni creen en la democracia ni en la nación.
La última cuestión que aborda Pierre Manent es la religión, a cuyo respecto realiza atinadas reflexiones acerca del Islam y su incompatibilidad con un concepto democrático de la sociedad, acerca del judaísmo y los orígenes del Estado de Israel, así como acerca del cristianismo y Europa. Muy pertinente es la reflexión sobre el carácter absurdo de esa afirmación tan frecuente en boca de algunos políticos que sostiene que Europa no es “un club cristiano. “Está claro que la Unión Europea es originariamente un club; que los miembros fundadores se cooptaron a la manera de un club”, dice Manent. Y añade: “no hay ni puede haber ‘club cristiano’: los nuevos miembros de la Iglesia no son cooptados, sino recibidos en comunión. Si la Unión Europea fue originariamente un club y si no podría haber club cristiano, ¿qué se significa cuando se dice que Europa no es un club cristiano? Se quiere significar sin ninguna duda –concluye— que Europa no es cristiana, pero no se puede decir. Algo impide decir que Europa no es cristiana: que en efecto lo es.”
Ahora bien, y a sabiendas de que Europa ya no confundirá la nación con la Iglesia, la UE no puede vivir de espaldas al cristianismo. “no se trata de poner el nombre cristiano en los estandartes. Se trata de continuar la aventura europea, cuya larga frase inacabada persigue anudar lo más estrechamente posible la libertad y la comunión, anudarlas hasta que se confundan.”
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3541
La crisis de la nación
IGNACIO MARINA GRIMAU
24 de septiembre de 2010
De Pierre Manent, discípulo distinguido de Raymond Aron y catedrático del Centre de recherches politiques en Francia, ya se conocían en español su Historia del pensamiento liberal y su Curso de filosofía política. Su última obra, La razón de las naciones. Reflexiones sobre la democracia en Europa, publicada hace cuatro años por Gallimard, es un análisis esclarecedor de los derroteros que sigue la construcción de la UE, cada vez más polémica.
Y lo es por tres razones: la traición, más que olvido, de sus orígenes fundacionales; su conversión en una gobernanza en la que nada cuenta la soberanía de los Estados ni la representatividad de los ciudadanos, quienes se abstienen mayoritariamente en las elecciones al Parlamento europeo; y, por fin, la pretensión de aceptar en su seno, por mor de un proceso tan inacabable como insólito, naciones que nada tienen que ver con el Viejo Continente. Bien, pero ¿cuál es la razón última de esta tríada nefasta? Según Pierre Manent, el pavoroso fenómeno cifrado en “la desaparición, quizá el desmantelamiento, de la forma política que desde hace tantos siglos ha arropado el progreso del hombre europeo, a saber, la nación”.
Semejante acontecimiento no es un hecho baladí respecto al cual podamos permanecer indiferentes, tampoco una curiosidad para reflexión de eruditos, pues tiene graves implicaciones. Como recuerda el autor, “una forma política –la nación, la ciudad— no es una ligera indumentaria que uno puede ponerse y quitarse a voluntad y seguir siendo lo que es. Es ese Todo en el que todos los elementos de nuestra vida se unen y adquieren sentido”. Hasta tal punto es así que “si nuestra nación desapareciera de manera súbita y lo que lo mantiene unida se dispersara, cada uno de nosotros se convertiría al instante en un monstruo para sí mismo”. Esta reflexión de Pierre Manent recuerda a aquella que hiciera Charles Maurras en el sentido de que “la idea de nación no es una nebulosa; es la representación en términos abstractos de una realidad muy concreta. La nación es el más amplio de los círculos comunitarios que son (en lo temporal) sólidos y completos. Rompedla, y dejaréis desnudo al individuo. Perderá toda defensa, todo apoyo, todo concurso”.
Por supuesto, este fenómeno inimaginable cuando la construcción de Europa empezaba a dar sus primeros pasos después de la Segunda Guerra Mundial tiene un origen: el hecho de que esa “agencia humana central”,
radicada en Bruselas, se ha desvinculado de cualquier territorio o pueblo concreto y se afana en extender paulatinamente el área de “la pura democracia”. Una democracia vacía de contenido, “una democracia sin pueblo”, o lo que es lo mismo, “una gobernanza democrática muy respetuosa con los derechos humanos, pero desligada de cualquier deliberación colectiva”. Ésta es la versión europea del “imperio democrático”; la otra es la americana: Estados Unidos como nación guardiana de la democracia cuya máxima aspiración es, alimentada por la aversión a cualquier Estado-díscolo, “un mundo reunido en el que ninguna diferencia colectiva sea ya significativa”. Por lo tanto, huelga decirlo, el democratismo norteamericano nada tiene de inocente y supone una amenaza a la identidad de las naciones.
La primera versión del “imperio democrático” se empeña en la extensión indefinida de la “construcción europea”; la segunda, en la “mundialización democrática”, con el apoyo de algunos utopistas que, como el francés Philippe Nemo en ¿Qué es Occidente?, acarician la idea no ya de los EEUU de Europa sino de “una Unión Occidental que reuniera a Europa occidental, Norteamérica y [algunos] países occidentales”. Mal está la obsesión antiamericana, pero el de Nemo parece excesivo pro-americanismo. Ambas son dos realidades políticas contra la identidad nacional. ¿Por qué? Leamos lo que dice Manent: “Hace todavía poco tiempo, la idea democrática legitimaba y alimentaba el amor que cada pueblo experimenta naturalmente por sí mismo. En adelante se reprueba y desatiende ese amor en nombre de la democracia. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y cuál es el porvenir de la asociación humana si ningún grupo, ninguna comunión, ningún pueblo es ya legítimo; si sólo la generalidad humana es ya legítima? ¡Qué rápido se ha perdido el sentido de la nación democrática en los parajes mismos en que esta forma extraordinaria de la asociación humana apareció por primera vez: en Europa!”.
La segunda versión del “imperio democrático” también atenta contra la identidad –mejor dicho, contra la nación– porque, acogida al discurso neoliberal, concibe la sociedad civil como mero mercado de proporciones universales y cree que el poder de todos los ciudadanos únicamente admite su traducción en la gobernanza democrática, revival del laissez-faire, cuya principal actividad queda reducida a la protección de las reglas de juego del intercambio.
Mas hay otro hecho que acongoja y al que se refiere el autor de La razón de las naciones: la transformación de la democracia, no en el sentido de Pareto, sino en el antitocquevilliano. Si para Tocqueville la democracia es la igualdad de condiciones –una igualdad de condiciones siempre mayor–, en la actualidad nos alejamos de tal presupuesto, cuyas pautas eran institucionalizar la soberanía popular y reducir la distancia social. Mala cosa porque, so capa del unanimismo democrático, también por su culpa, en Europa se cuestionan las condiciones “de posibilidad de la democracia”, es decir, el Estado soberano y el pueblo constituido, “más conocido por el nombre de nación”. Dos fenómenos estrechamente ligados, pues “el Estado soberano es la condición necesaria de la igualdad de condiciones”. ¿Por qué? Porque “soberano” quiere decir que su legitimidad es superior a toda otra legitimidad que aparezca en el conjunto social.
Pierre Manent cree, como otros autores pero por distintas razones, que el 11-S inauguró una nueva época. El ataque a las Torres Gemelas ponía en evidencia un hecho impredecible por los optimistas de toda laya, tanto ultraliberales como socialdemócratas: “[…] la impenetrabilidad recíproca de las comunidades humanas, pese a la prodigiosa y siempre creciente facilidad de las comunicaciones”. Puede decirse, pues, que el 11-S fue un fracaso del logos que echaba por tierra la certidumbre que se deriva de aquella convicción de Montaigne según la cual “sólo somos hombres y nos parecemos los unos a los otros por la palabra”. Las buenas intenciones se habían visto arruinadas, ya que, según Manent, “no es la palabra la que produce la comunidad, sino la comunidad la que produce y mantiene la palabra”. Bien, ¿pero qué relación establece el autor del ensayo entre la importancia de la palabra y la progresiva negación del Estado-nación? La siguiente: “[…] nuestras lenguas europeas […] son los admirables destilados del gran sintetizador de la vida europea que fue el Estado-nación”. Y éste y la ciudad (la polis griega) constituyen las dos únicas formas políticas capaces de llevar a cabo –“al menos en su fase democrática”– la unión de la civilización y la libertad. ¿Cómo se unieron? Gracias a la soberanía del Estado y al gobierno representativo, pero hoy el acontecimiento es sorprendente: el Estado es cada vez menos soberano y el gobierno, menos representativo.
Los culpables de tan desagradable sorpresa son dos artificios: la construcción europea, que es una finalidad sin fin exenta de sentido político, una extensión indefinida e irrefrenable, y el Estado-providencia, que se muestra solícito a atender todo tipo de necesidades sociales, por sorprendentes que sean. Así las cosas, aparece la gobernanza democrática, que se parece a un gobierno representativo pero ni representa ni gobierna; hemos vuelto, pues, al tiempo del despotismo ilustrado gracias a los superdemócratas que ni creen en la democracia ni en la nación.
La última cuestión que aborda Pierre Manent es la religión, a cuyo respecto realiza atinadas reflexiones acerca del Islam y su incompatibilidad con un concepto democrático de la sociedad, acerca del judaísmo y los orígenes del Estado de Israel, así como acerca del cristianismo y Europa. Muy pertinente es la reflexión sobre el carácter absurdo de esa afirmación tan frecuente en boca de algunos políticos que sostiene que Europa no es “un club cristiano. “Está claro que la Unión Europea es originariamente un club; que los miembros fundadores se cooptaron a la manera de un club”, dice Manent. Y añade: “no hay ni puede haber ‘club cristiano’: los nuevos miembros de la Iglesia no son cooptados, sino recibidos en comunión. Si la Unión Europea fue originariamente un club y si no podría haber club cristiano, ¿qué se significa cuando se dice que Europa no es un club cristiano? Se quiere significar sin ninguna duda –concluye— que Europa no es cristiana, pero no se puede decir. Algo impide decir que Europa no es cristiana: que en efecto lo es.”
Ahora bien, y a sabiendas de que Europa ya no confundirá la nación con la Iglesia, la UE no puede vivir de espaldas al cristianismo. “no se trata de poner el nombre cristiano en los estandartes. Se trata de continuar la aventura europea, cuya larga frase inacabada persigue anudar lo más estrechamente posible la libertad y la comunión, anudarlas hasta que se confundan.”
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3541
jueves, septiembre 16, 2010
Dario Valcarcel, El cerco de Sarkozy a los "Rom"
El cerco de Sarkozy a los «Rom»
Desde hace siglos Francia ha defendido la libertad de etnias: un niño judío no puede ser perseguido sólo por ser judío
DARÍO VALCÁRCEL
Día 16/09/2010
EN una vuelta súbita, el problema de los gitanos, los roms, como los llaman en Francia, se ha complicado, gravemente además. El diario Le Monde se siente acosado por el Elíseo, que indaga sus fuentes. El director del gabinete del ministro del Interior pedía a los prefectos el 5 de agosto la inmediata evacuación de los campamentos. El presidente de la República, Nicolas Sarkozy, ha salido al paso. Desde hace más de dos siglos, Francia ha defendido ante el mundo la libertad de razas y etnias: que un niño, judío de Berlín o de Varsovia, fuera perseguido y muerto por ser judío, sólo por serlo, levantó a Francia. Dos siglos antes, los girondinos alzaban la voz en la Convención, en 1793: fue un gran paso en la defensa de los derechos ciudadanos, mantenida desde entonces por Francia. De pronto aparece esa circular a los prefectos. Un director de gabinete es todopoderoso en Francia. Más aún si habla en nombre del Ministerio del Interior. El ministro Brice Hortefeux es una figura polémica. El director de su gabinete transmite instrucciones: «Desalojen ya a los roms».
Perseguir a cualquier grupo o individuo por su raza es un delito: la Convención lo estableció así. De aquella asamblea nació la Francia revolucionaría, que no sólo condenó a muerte a Luis XVI y promulgó la Constitución de 1794, sino que votó uno de los mayores cuerpos de leyes —derecho, enseñanza, infraestructuras, ciencia— acordados en un parlamento. El ministro de Inmigración, Eric Besson, interviene: «Yo no estaba al tanto de esta circular, no era destinatario. Es una simple nota operativa». Antes, el 30 de julio, el presidente de la República era tajante: «He pedido al Ministerio del Interior que ponga fin a estos campamentos salvajes de roms». La UMP, partido en el gobierno, asegura su «absoluto respaldo a la circular de Interior». El secretario de Asuntos Europeos, Pierre Lellouche, dependiente del ministro de Asuntos Exteriores, levanta su voz en contra, en Bruselas: «Personalmente no hubiera redactado así este documento». Algunos periodistas franceses tratan de cercarle allí mismo. Pero Lellouche tiene muchas horas de vuelo: No me traten, en nombre de Francia, como si yo fuera un jovencito. Horas después, la Comisión Europea se une contra la discriminación francesa. La circular del 5 de agosto contradice decenas de textos legales promulgados desde hace dos siglos contra la discriminación. «Sean cuales fueren los ocupantes —es ahora el ministro Hortefeux quien firma la nueva circular— aceleren el desalojo de los campamentos». «¿Se imaginan una circular contra los judíos o los árabes?», preguntaba en una de las grandes cadenas francesas el presidente de Gisti, grupo de solidaridad con los inmigrantes.
Ha sido un mal comienzo de septiembre. En Florida, el pastor Terry Jones, ese pobre idiota, renunciaba a convocar a sus 30 feligreses a la ceremonia de quema del Corán. Recordemos que el idiota procedía de Colonia: en aquella primera sede se nutría, sin decirlo, de los fondos de los fieles. Previamente el ayuntamiento de Colonia lo había multado por usar un título de doctor que no tenía. Antes había sido asistente de gerente de hotel. El Wall Street Journallo retrata con su libro sagrado, su único honor, un gran manojo de recortes de prensa.
http://www.abc.es/20100916/opinion-colaboraciones/cerco-sarkozy-20100916.html
Desde hace siglos Francia ha defendido la libertad de etnias: un niño judío no puede ser perseguido sólo por ser judío
DARÍO VALCÁRCEL
Día 16/09/2010
EN una vuelta súbita, el problema de los gitanos, los roms, como los llaman en Francia, se ha complicado, gravemente además. El diario Le Monde se siente acosado por el Elíseo, que indaga sus fuentes. El director del gabinete del ministro del Interior pedía a los prefectos el 5 de agosto la inmediata evacuación de los campamentos. El presidente de la República, Nicolas Sarkozy, ha salido al paso. Desde hace más de dos siglos, Francia ha defendido ante el mundo la libertad de razas y etnias: que un niño, judío de Berlín o de Varsovia, fuera perseguido y muerto por ser judío, sólo por serlo, levantó a Francia. Dos siglos antes, los girondinos alzaban la voz en la Convención, en 1793: fue un gran paso en la defensa de los derechos ciudadanos, mantenida desde entonces por Francia. De pronto aparece esa circular a los prefectos. Un director de gabinete es todopoderoso en Francia. Más aún si habla en nombre del Ministerio del Interior. El ministro Brice Hortefeux es una figura polémica. El director de su gabinete transmite instrucciones: «Desalojen ya a los roms».
Perseguir a cualquier grupo o individuo por su raza es un delito: la Convención lo estableció así. De aquella asamblea nació la Francia revolucionaría, que no sólo condenó a muerte a Luis XVI y promulgó la Constitución de 1794, sino que votó uno de los mayores cuerpos de leyes —derecho, enseñanza, infraestructuras, ciencia— acordados en un parlamento. El ministro de Inmigración, Eric Besson, interviene: «Yo no estaba al tanto de esta circular, no era destinatario. Es una simple nota operativa». Antes, el 30 de julio, el presidente de la República era tajante: «He pedido al Ministerio del Interior que ponga fin a estos campamentos salvajes de roms». La UMP, partido en el gobierno, asegura su «absoluto respaldo a la circular de Interior». El secretario de Asuntos Europeos, Pierre Lellouche, dependiente del ministro de Asuntos Exteriores, levanta su voz en contra, en Bruselas: «Personalmente no hubiera redactado así este documento». Algunos periodistas franceses tratan de cercarle allí mismo. Pero Lellouche tiene muchas horas de vuelo: No me traten, en nombre de Francia, como si yo fuera un jovencito. Horas después, la Comisión Europea se une contra la discriminación francesa. La circular del 5 de agosto contradice decenas de textos legales promulgados desde hace dos siglos contra la discriminación. «Sean cuales fueren los ocupantes —es ahora el ministro Hortefeux quien firma la nueva circular— aceleren el desalojo de los campamentos». «¿Se imaginan una circular contra los judíos o los árabes?», preguntaba en una de las grandes cadenas francesas el presidente de Gisti, grupo de solidaridad con los inmigrantes.
Ha sido un mal comienzo de septiembre. En Florida, el pastor Terry Jones, ese pobre idiota, renunciaba a convocar a sus 30 feligreses a la ceremonia de quema del Corán. Recordemos que el idiota procedía de Colonia: en aquella primera sede se nutría, sin decirlo, de los fondos de los fieles. Previamente el ayuntamiento de Colonia lo había multado por usar un título de doctor que no tenía. Antes había sido asistente de gerente de hotel. El Wall Street Journallo retrata con su libro sagrado, su único honor, un gran manojo de recortes de prensa.
http://www.abc.es/20100916/opinion-colaboraciones/cerco-sarkozy-20100916.html
Hermann Tertsch, El peligro de agradar
El peligro de agradar
«Aplacar y agradar», es el lema. Sabiéndolo, Marruecos pedirá pronto la discoteca de La Meca de Águilas
HERMANN TERTSCH
Día 16/09/2010
EL primer ministro marroquí, Abbas el Fasí, se ha enfadado mucho cuando se ha enterado de que el líder del Partido Popular, Mariano Rajoy, iba a visitar hoy Melilla. Tanto le han molestado los planes de don Mariano que le ha escrito una carta para decirle que no viaje. «No viajes que nos provocas», viene a decir en muy sucinto resumen. Como la carta no era íntima, El Fasí, la difundió a bombo, platillo y televisión. En ella nos amenaza con un terrible agravamiento de las relaciones en caso de que Rajoy ose pisar Melilla. Dice que sería una pena estropear nuestras idílicas relaciones. Eso sí, dejando claro que lo que creemos nuestro es suyo y que nos lo va a quitar: las dos ciudades españoles en África. No debe existir amistad más sólida que la que sobrevive a las continuas amenazas de uno de los amigos de robarle al otro. Para añadir dramatismo al viaje de Rajoy, que estuvo en junio en Melilla sin que nadie se inmutara, el régimen ha movilizado a sus huestes. Para organizar una de esas protestas espontáneas que la libérrima ley marroquí permite cuando sus ciudadanos quieren protestar, ya sea contra la visita de Rajoy, las torturas en las cárceles, los derechos saharauis o la subida del pan.
La respuesta de Rajoy ha tenido la forma campechana a la que tan acostumbrados nos tiene. Que no sólo irrita a marroquíes. Pero en el fondo no podía decir otra cosa. Él en España viaja a donde le da la gana y Marruecos puede decir misa. Hasta ahí todo bien. Si a Marruecos le molesta lo que pasa en España que le llore a Anasagasti. Nosotros no pedimos derecho a veto en las fiestas de Mohammed VI. Pero sí nos preocupa lo que pasa aquí. Porque —qué casualidad—, la airada carta del primer ministro marroquí contiene expresiones que parecen copiadas de un artículo que publicó el martes El País como su principal tribuna. Firmado por Ignacio Sotelo, un intelectual socialista español que el felipismo tuvo a bien jubilar de la política, el artículo aboga por entregarle a Marruecos cuanto antes Ceuta y Melilla. «Recomponer las relaciones con Marruecos», lo titula su autor. ¿Para qué recomponer si son impecables? Sotelo —como ya hizo el diplomático socialista Máximo Cajal— asume y acepta la posición y el chantaje marroquí. Está claro que Marruecos le ha cogido la medida a Zapatero. Sabe que el agónico personaje es, en su obsequiosidad, ideal para que Rabat cimente un derecho de veto sobre la normalidad de la vida en estas dos ciudades. Sabe que tiene aliados entre los socialistas que ven Ceuta y Melilla poco menos que como cuarteles de generales africanistas. A los que, si lo saben, importa un carajo que Melilla cumpla mañana 513 años de españolidad. «Si se irrita, denle. Aplacar y agradar», es el lema. Sabiéndolo, Marruecos pedirá pronto la discoteca de La Meca de Águilas. Así las cosas, se la tendrá que disputar a otros islamistas que lleguen antes.
http://www.abc.es/20100916/opinion-columnas/peligro-agradar-201009160148.html
«Aplacar y agradar», es el lema. Sabiéndolo, Marruecos pedirá pronto la discoteca de La Meca de Águilas
HERMANN TERTSCH
Día 16/09/2010
EL primer ministro marroquí, Abbas el Fasí, se ha enfadado mucho cuando se ha enterado de que el líder del Partido Popular, Mariano Rajoy, iba a visitar hoy Melilla. Tanto le han molestado los planes de don Mariano que le ha escrito una carta para decirle que no viaje. «No viajes que nos provocas», viene a decir en muy sucinto resumen. Como la carta no era íntima, El Fasí, la difundió a bombo, platillo y televisión. En ella nos amenaza con un terrible agravamiento de las relaciones en caso de que Rajoy ose pisar Melilla. Dice que sería una pena estropear nuestras idílicas relaciones. Eso sí, dejando claro que lo que creemos nuestro es suyo y que nos lo va a quitar: las dos ciudades españoles en África. No debe existir amistad más sólida que la que sobrevive a las continuas amenazas de uno de los amigos de robarle al otro. Para añadir dramatismo al viaje de Rajoy, que estuvo en junio en Melilla sin que nadie se inmutara, el régimen ha movilizado a sus huestes. Para organizar una de esas protestas espontáneas que la libérrima ley marroquí permite cuando sus ciudadanos quieren protestar, ya sea contra la visita de Rajoy, las torturas en las cárceles, los derechos saharauis o la subida del pan.
La respuesta de Rajoy ha tenido la forma campechana a la que tan acostumbrados nos tiene. Que no sólo irrita a marroquíes. Pero en el fondo no podía decir otra cosa. Él en España viaja a donde le da la gana y Marruecos puede decir misa. Hasta ahí todo bien. Si a Marruecos le molesta lo que pasa en España que le llore a Anasagasti. Nosotros no pedimos derecho a veto en las fiestas de Mohammed VI. Pero sí nos preocupa lo que pasa aquí. Porque —qué casualidad—, la airada carta del primer ministro marroquí contiene expresiones que parecen copiadas de un artículo que publicó el martes El País como su principal tribuna. Firmado por Ignacio Sotelo, un intelectual socialista español que el felipismo tuvo a bien jubilar de la política, el artículo aboga por entregarle a Marruecos cuanto antes Ceuta y Melilla. «Recomponer las relaciones con Marruecos», lo titula su autor. ¿Para qué recomponer si son impecables? Sotelo —como ya hizo el diplomático socialista Máximo Cajal— asume y acepta la posición y el chantaje marroquí. Está claro que Marruecos le ha cogido la medida a Zapatero. Sabe que el agónico personaje es, en su obsequiosidad, ideal para que Rabat cimente un derecho de veto sobre la normalidad de la vida en estas dos ciudades. Sabe que tiene aliados entre los socialistas que ven Ceuta y Melilla poco menos que como cuarteles de generales africanistas. A los que, si lo saben, importa un carajo que Melilla cumpla mañana 513 años de españolidad. «Si se irrita, denle. Aplacar y agradar», es el lema. Sabiéndolo, Marruecos pedirá pronto la discoteca de La Meca de Águilas. Así las cosas, se la tendrá que disputar a otros islamistas que lleguen antes.
http://www.abc.es/20100916/opinion-columnas/peligro-agradar-201009160148.html
Jesus J. Sebastian, El inasible concepto de raza (y II)
jueves 16 de septiembre de 2010
El inasible concepto de raza (y II)
Jesús J. Sebastián
16 de septiembre de 2010
El hecho del polimorfismo racial de la especie humana es bastante evidente, si bien las diferencias morfológicas entre los distintos grupos son producto de una selección natural motivada por el clima. Según Luigi Luca Cavalli-Sforza, el color negro de la piel protege a los que viven cerca del ecuador de las inflamaciones cutáneas causadas por los rayos ultravioletas de la radiación solar, que pueden causar también tumores malignos como los epiteliomas, mientras que una estructura corporal pequeña favorece, en los climas cálidos y húmedos, la evaporación del sudor –que refresca el cuerpo- que tiene lugar en la superficie, función que también cumple el pelo crespo respecto del efecto refrescante de la transpiración.
En cambio, la cara y el cuerpo mongólicos –continúa Cavalli-Sforza– están adaptados para combatir el frío intenso de las regiones asiáticas. El cuerpo y la cabeza tienden a ser anchos y redondeados para aumentar el volumen corporal en relación con la superficie, reduciendo la pérdida de calor hacia el exterior. La nariz y las orejas son pequeñas y huidizas para evitar riesgos de congelación, mientras que los ojos se protegen con unos gruesos párpados que constituyen auténticas bolsas de aislamiento térmico, dejando unas aberturas muy finas para poder ver mientras soportan los helados vientos del invierno siberiano.
La despigmentación de los europeos blancos, sin embargo, responde a la necesidad de sintetizar los escasos rayos solares ultravioletas de su entorno para transformarlos en vitamina D, cuya ausencia, especialmente en dietas abundantes en cereales –alimento básico de los antiguos indoeuropeos- puede provocar fenómenos de raquitismo. En la Europa central y occidental de la época glacial y, posteriormente, en la Europa nórdica post-glacial, pobre en luz solar y rica en frío y humedad, se dieron las condiciones climáticas a las que se adapta la piel blanco-rosada y los ojos con el iris de tonalidades azuladas o grisáceas.
En consecuencia, la típica asociación de raza con el color de la piel no sólo produce confusión y discriminación, sino que carece absolutamente de base científica. La variación en las tonalidades de la piel de los seres humanos se debe a la presencia de un pigmento llamado melanina presente en todas las personas, si bien en diferentes cantidades, en función, de la necesidad de protección contra los nocivos efectos de las radiaciones ultravioletas.
Y de la supuesta existencia de distintas razas humanas pasamos al racismo, término precisa y curiosamente acuñado por un médico judeo-alemán llamado Magnus Hirschfeld, que comenzó emprendiendo una cruzada por la liberación sexual y la normalización de la homosexualidad para, tras ser agredido por unos simpatizantes nacionalsocialistas, pasarse a la denuncia y refutación de las teorías raciales, especialmente las “nordicas” que proponían la existencia de diferencias cualitativas entre los europeos blancos y el resto de razas humanas. En definitiva, “racismo” es cualquier actitud o manifestación que defiende las diferencias raciales y la supremacía de una raza sobre las otras.
Y “racialismo” sería una derivación de aquel pensamiento dirigido a la conservación de la pureza intrínseca de las razas y a la separación geográfica de las mismas en sus territorios originarios para evitar el mestizaje. Su principal pecado es interrelacionar el aspecto puramente biológico de la raza con las producciones sociales y culturales de los distintos grupos humanos unidos por la lengua, la sangre o la nacionalidad. Las manifestaciones racistas se traducen, tanto en sentimientos y comportamientos personales (odio, desprecio, agresión física), como en políticas gubernamentales (discriminación, exclusión social, privación de derechos, segregación) y criminales (expulsiones, matanzas, limpieza étnica y exterminio).
El mal endémico del racismo, por otra parte, ha sido prácticamente un patrimonio exclusivo del imaginario colectivo europeo –precisamente, el continente con mayor mestizaje- y, muy especialmente, del germánico, ya sea alemán o anglosajón. Con las excepciones del sistema de castas de la India, de la exclusión legal y religiosa imperante en el Estado de Israel o del aristocratismo criollo de la América española, el racismo ha sido moneda común en el imperio colonial dominado férreamente por los ingleses, campeones del “supremacismo blanco” (“Wasp”, blanco, anglosajón y protestante) que heredaría el “segregacionismo” angloamericano, el “apartheid” sudafricano, esta vez aliados con los “boers” holandeses, y el etnocidio de los indígenas australianos. Sin embargo, la Alemania nacionalsocialista se convertiría, por derecho propio, en el símbolo del racismo más radical y virulento, porque alcanzó a todas aquellas poblaciones que no quedaban encuadradas dentro de la tipología nórdica, y que los antropólogos afectos al régimen nazi clasificaron en diversas subrazas como la oéstica (atlántico-mediterránea), la dinárica, la alpina, la fálica, la dálica, la báltica, la éstica (eslavo-oriental), la armenoide u orientaloide, y así un largo etcétera, todas ellas situadas varios escalones por debajo de la nórdica o, en el extremo caso de los eslavos, en el límite de una infrahumanidad despreciable.
Con todo, hay que preguntarse, como hizo Lévi-Strauss, siempre políticamente incorrecto, pero nada sospechoso de militancia racista, «en qué consiste esta diversidad –se refiere a la gran variedad racial y cultural-, a riesgo de ver los prejuicios racistas, apenas desarraigados de su base biológica, renacer en un terreno nuevo. Porque sería en vano haber obtenido del hombre de la calle una renuncia a atribuir un significado intelectual o moral al hecho de tener la piel negra o blanca, el cabello liso o rizado, por no mencionar otra cuestión a la que el hombre se aferra inmediatamente por experiencia probada: si no existen aptitudes raciales innatas, ¿cómo explicar que la civilización desarrollada por el hombre blanco haya hecho los inmensos progresos que sabemos, mientras que las de pueblos de color han quedado atrás, unas a mitad de camino y otras castigadas con un retraso que se cifra en miles o en decenas de miles de años? Luego no podemos pretender haber resuelto el problema de la desigualdad de las razas humanas negándolo, si no se examina tampoco el de la desigualdad –o el de la diversidad- de culturas humanas que, de hecho, si no de derecho, está en la conciencia pública estrechamente ligado a él».
Y quizás la respuesta la hubiera encontrado en la reflexión de Cavalli-Sforza: «Ante todo, hay que decir que no es fácil distinguir entre herencia biológica y herencia cultural. A veces, debemos admitirlo, cuesta saber cuál es el origen de una diferencia. Siempre es posible que sus causas sean biológicas (las llamaremos genéticas), que se deban a un aprendizaje (las llamaremos culturales), o a las dos cosas. Pero hay diferencias entre poblaciones humanas que sin duda son genéticas, es decir, heredadas biológicamente. A ellas habrá que recurrir para distinguir las razas y estudiarlas, por la sencilla razón de que son muy estables en el tiempo, mientras que la mayor parte de las diferencias debidas al aprendizaje social están más sujetas a cambios. Si las diferencias estrictamente genéticas fueran realmente importantes desde un punto de vista que se pueda considerar motivo de superioridad de un pueblo sobre otro, el racismo podría estar justificado, por lo menos formalmente. Pero la definición de racismo tendría que ser muy clara y limitarse a las diferencias genéticas».
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3535
El inasible concepto de raza (y II)
Jesús J. Sebastián
16 de septiembre de 2010
El hecho del polimorfismo racial de la especie humana es bastante evidente, si bien las diferencias morfológicas entre los distintos grupos son producto de una selección natural motivada por el clima. Según Luigi Luca Cavalli-Sforza, el color negro de la piel protege a los que viven cerca del ecuador de las inflamaciones cutáneas causadas por los rayos ultravioletas de la radiación solar, que pueden causar también tumores malignos como los epiteliomas, mientras que una estructura corporal pequeña favorece, en los climas cálidos y húmedos, la evaporación del sudor –que refresca el cuerpo- que tiene lugar en la superficie, función que también cumple el pelo crespo respecto del efecto refrescante de la transpiración.
En cambio, la cara y el cuerpo mongólicos –continúa Cavalli-Sforza– están adaptados para combatir el frío intenso de las regiones asiáticas. El cuerpo y la cabeza tienden a ser anchos y redondeados para aumentar el volumen corporal en relación con la superficie, reduciendo la pérdida de calor hacia el exterior. La nariz y las orejas son pequeñas y huidizas para evitar riesgos de congelación, mientras que los ojos se protegen con unos gruesos párpados que constituyen auténticas bolsas de aislamiento térmico, dejando unas aberturas muy finas para poder ver mientras soportan los helados vientos del invierno siberiano.
La despigmentación de los europeos blancos, sin embargo, responde a la necesidad de sintetizar los escasos rayos solares ultravioletas de su entorno para transformarlos en vitamina D, cuya ausencia, especialmente en dietas abundantes en cereales –alimento básico de los antiguos indoeuropeos- puede provocar fenómenos de raquitismo. En la Europa central y occidental de la época glacial y, posteriormente, en la Europa nórdica post-glacial, pobre en luz solar y rica en frío y humedad, se dieron las condiciones climáticas a las que se adapta la piel blanco-rosada y los ojos con el iris de tonalidades azuladas o grisáceas.
En consecuencia, la típica asociación de raza con el color de la piel no sólo produce confusión y discriminación, sino que carece absolutamente de base científica. La variación en las tonalidades de la piel de los seres humanos se debe a la presencia de un pigmento llamado melanina presente en todas las personas, si bien en diferentes cantidades, en función, de la necesidad de protección contra los nocivos efectos de las radiaciones ultravioletas.
Y de la supuesta existencia de distintas razas humanas pasamos al racismo, término precisa y curiosamente acuñado por un médico judeo-alemán llamado Magnus Hirschfeld, que comenzó emprendiendo una cruzada por la liberación sexual y la normalización de la homosexualidad para, tras ser agredido por unos simpatizantes nacionalsocialistas, pasarse a la denuncia y refutación de las teorías raciales, especialmente las “nordicas” que proponían la existencia de diferencias cualitativas entre los europeos blancos y el resto de razas humanas. En definitiva, “racismo” es cualquier actitud o manifestación que defiende las diferencias raciales y la supremacía de una raza sobre las otras.
Y “racialismo” sería una derivación de aquel pensamiento dirigido a la conservación de la pureza intrínseca de las razas y a la separación geográfica de las mismas en sus territorios originarios para evitar el mestizaje. Su principal pecado es interrelacionar el aspecto puramente biológico de la raza con las producciones sociales y culturales de los distintos grupos humanos unidos por la lengua, la sangre o la nacionalidad. Las manifestaciones racistas se traducen, tanto en sentimientos y comportamientos personales (odio, desprecio, agresión física), como en políticas gubernamentales (discriminación, exclusión social, privación de derechos, segregación) y criminales (expulsiones, matanzas, limpieza étnica y exterminio).
El mal endémico del racismo, por otra parte, ha sido prácticamente un patrimonio exclusivo del imaginario colectivo europeo –precisamente, el continente con mayor mestizaje- y, muy especialmente, del germánico, ya sea alemán o anglosajón. Con las excepciones del sistema de castas de la India, de la exclusión legal y religiosa imperante en el Estado de Israel o del aristocratismo criollo de la América española, el racismo ha sido moneda común en el imperio colonial dominado férreamente por los ingleses, campeones del “supremacismo blanco” (“Wasp”, blanco, anglosajón y protestante) que heredaría el “segregacionismo” angloamericano, el “apartheid” sudafricano, esta vez aliados con los “boers” holandeses, y el etnocidio de los indígenas australianos. Sin embargo, la Alemania nacionalsocialista se convertiría, por derecho propio, en el símbolo del racismo más radical y virulento, porque alcanzó a todas aquellas poblaciones que no quedaban encuadradas dentro de la tipología nórdica, y que los antropólogos afectos al régimen nazi clasificaron en diversas subrazas como la oéstica (atlántico-mediterránea), la dinárica, la alpina, la fálica, la dálica, la báltica, la éstica (eslavo-oriental), la armenoide u orientaloide, y así un largo etcétera, todas ellas situadas varios escalones por debajo de la nórdica o, en el extremo caso de los eslavos, en el límite de una infrahumanidad despreciable.
Con todo, hay que preguntarse, como hizo Lévi-Strauss, siempre políticamente incorrecto, pero nada sospechoso de militancia racista, «en qué consiste esta diversidad –se refiere a la gran variedad racial y cultural-, a riesgo de ver los prejuicios racistas, apenas desarraigados de su base biológica, renacer en un terreno nuevo. Porque sería en vano haber obtenido del hombre de la calle una renuncia a atribuir un significado intelectual o moral al hecho de tener la piel negra o blanca, el cabello liso o rizado, por no mencionar otra cuestión a la que el hombre se aferra inmediatamente por experiencia probada: si no existen aptitudes raciales innatas, ¿cómo explicar que la civilización desarrollada por el hombre blanco haya hecho los inmensos progresos que sabemos, mientras que las de pueblos de color han quedado atrás, unas a mitad de camino y otras castigadas con un retraso que se cifra en miles o en decenas de miles de años? Luego no podemos pretender haber resuelto el problema de la desigualdad de las razas humanas negándolo, si no se examina tampoco el de la desigualdad –o el de la diversidad- de culturas humanas que, de hecho, si no de derecho, está en la conciencia pública estrechamente ligado a él».
Y quizás la respuesta la hubiera encontrado en la reflexión de Cavalli-Sforza: «Ante todo, hay que decir que no es fácil distinguir entre herencia biológica y herencia cultural. A veces, debemos admitirlo, cuesta saber cuál es el origen de una diferencia. Siempre es posible que sus causas sean biológicas (las llamaremos genéticas), que se deban a un aprendizaje (las llamaremos culturales), o a las dos cosas. Pero hay diferencias entre poblaciones humanas que sin duda son genéticas, es decir, heredadas biológicamente. A ellas habrá que recurrir para distinguir las razas y estudiarlas, por la sencilla razón de que son muy estables en el tiempo, mientras que la mayor parte de las diferencias debidas al aprendizaje social están más sujetas a cambios. Si las diferencias estrictamente genéticas fueran realmente importantes desde un punto de vista que se pueda considerar motivo de superioridad de un pueblo sobre otro, el racismo podría estar justificado, por lo menos formalmente. Pero la definición de racismo tendría que ser muy clara y limitarse a las diferencias genéticas».
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3535
Juan Pablo Vitali, ¿Para que sirven los intelectuales?
¿Para qué sirven los intelectuales?
Juan Pablo Vitali
15 de septiembre de 2010
¿Qué se quiere decir cuando se dice que alguien es un intelectual? En este mundo tan propenso a las etiquetas, donde cada concepto debe estar en su casillero, se acostumbra decir cosas con un sentido ambiguo, como si se tratara de palabras inequívocas y autosuficientes.
Intelectual es el que trabaja con su intelecto, o el que se supone que piensa más que los demás, o se dedica a actividades que tienen que ver con el pensamiento, y eso equivale en el mundo moderno a sabiduría, aunque no tenga nada que ver con ser sabio. Sabemos que un intelectual puede ser un perfecto estúpido que todo el día piensa pero nunca acierta a comprender nada y mucho menos a sentir profundamente una verdad ni a crear algo, ni siquiera a ser útil a su pueblo o a su país.
También podemos decir que nadie es solamente intelectual, de modo que la prevalencia del intelecto es relativa. Un tipo que pensaba mucho un día pasó a la acción y dejó de ser un intelectual.
La palabra intelectual más bien nos remite a una categoría del sistema que quiere decir algo así como los bien pensantes, los generadores de ideas, los que generan pensamiento porque tienen la habilitación que da la palabra intelectual otorgada oficialmente por los medios de comunicación, por las usinas de lo culturalmente correcto, por las universidades y por todo el andamiaje democrático progresista.
Por eso la palabra intelectual es tan miserable, porque se le adjudica a quien en general no difiere del pensamiento permitido. Si así no fuera se le diría de otro modo: reaccionario, oscurantista, anti igualitario, irracional, o directamente fascista. A veces he escuchado incluso, que cuando a alguien no se le puede decir fascista porque a todas luces no lo es, se le dice que es “funcional a la derecha” o a la “reacción”, sin dar más detalles ni explicaciones.
Es que en realidad, el progresismo igualitario es una fe como cualquier otra. Nunca sabremos porqué la izquierda es mejor a la derecha, si en realidad lo único que hace la izquierda es ser justamente “funcional” a los que a través de ella tratan de convencer a las masas que algún día todo estará bien, y que la explotación presente sólo es una demora del paraíso que vendrá.
Pero eso que no ocurre ni se sabe porqué se afirma, ellos, los intelectuales dicen que sí está ocurriendo y que en realidad somos más libres y felices, que cuando nuestras comunidades eran autosuficientes en su defensa y alimentación sin ir más lejos.
Una característica muy propia de los intelectuales es el abuso de la palabra ultra, todo lo que el intelectual quiere denostar para a ser ultra: lo más usado es el epíteto “ultraderechista”, pero también se puede ser “ultrarreaccionario”, “ultramontano”, “ultraconservador”, “ultracatólico”, “ultrafascista”, “ultranacionalista”. Eso me ha generado un cierto amor por el prefijo “ultra”, tanto que a veces hasta me suena simpático hasta eso de “ultraizquierdista”, porque como ultra quiere decir más allá de, pienso que todo “ultra” que se precie ha dado un paso fuera de la cancha marcada por los intelectuales, esos imbéciles profundos que no hacen más que repetir y repetir un catecismo de pésima calidad.
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3534
Juan Pablo Vitali
15 de septiembre de 2010
¿Qué se quiere decir cuando se dice que alguien es un intelectual? En este mundo tan propenso a las etiquetas, donde cada concepto debe estar en su casillero, se acostumbra decir cosas con un sentido ambiguo, como si se tratara de palabras inequívocas y autosuficientes.
Intelectual es el que trabaja con su intelecto, o el que se supone que piensa más que los demás, o se dedica a actividades que tienen que ver con el pensamiento, y eso equivale en el mundo moderno a sabiduría, aunque no tenga nada que ver con ser sabio. Sabemos que un intelectual puede ser un perfecto estúpido que todo el día piensa pero nunca acierta a comprender nada y mucho menos a sentir profundamente una verdad ni a crear algo, ni siquiera a ser útil a su pueblo o a su país.
También podemos decir que nadie es solamente intelectual, de modo que la prevalencia del intelecto es relativa. Un tipo que pensaba mucho un día pasó a la acción y dejó de ser un intelectual.
La palabra intelectual más bien nos remite a una categoría del sistema que quiere decir algo así como los bien pensantes, los generadores de ideas, los que generan pensamiento porque tienen la habilitación que da la palabra intelectual otorgada oficialmente por los medios de comunicación, por las usinas de lo culturalmente correcto, por las universidades y por todo el andamiaje democrático progresista.
Por eso la palabra intelectual es tan miserable, porque se le adjudica a quien en general no difiere del pensamiento permitido. Si así no fuera se le diría de otro modo: reaccionario, oscurantista, anti igualitario, irracional, o directamente fascista. A veces he escuchado incluso, que cuando a alguien no se le puede decir fascista porque a todas luces no lo es, se le dice que es “funcional a la derecha” o a la “reacción”, sin dar más detalles ni explicaciones.
Es que en realidad, el progresismo igualitario es una fe como cualquier otra. Nunca sabremos porqué la izquierda es mejor a la derecha, si en realidad lo único que hace la izquierda es ser justamente “funcional” a los que a través de ella tratan de convencer a las masas que algún día todo estará bien, y que la explotación presente sólo es una demora del paraíso que vendrá.
Pero eso que no ocurre ni se sabe porqué se afirma, ellos, los intelectuales dicen que sí está ocurriendo y que en realidad somos más libres y felices, que cuando nuestras comunidades eran autosuficientes en su defensa y alimentación sin ir más lejos.
Una característica muy propia de los intelectuales es el abuso de la palabra ultra, todo lo que el intelectual quiere denostar para a ser ultra: lo más usado es el epíteto “ultraderechista”, pero también se puede ser “ultrarreaccionario”, “ultramontano”, “ultraconservador”, “ultracatólico”, “ultrafascista”, “ultranacionalista”. Eso me ha generado un cierto amor por el prefijo “ultra”, tanto que a veces hasta me suena simpático hasta eso de “ultraizquierdista”, porque como ultra quiere decir más allá de, pienso que todo “ultra” que se precie ha dado un paso fuera de la cancha marcada por los intelectuales, esos imbéciles profundos que no hacen más que repetir y repetir un catecismo de pésima calidad.
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3534
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