sabado 19 de abril de 2008
El imperio y el Papa
TOMÁS CUESTA
LOS Estados Unidos fueron un sueño religioso antes de convertirse en una realidad inapelable. El país más poderoso del planeta es un producto de la fe, y la fe, todavía, es el sostén de su pujanza. Los puritanos que cruzaron el Atlántico huyendo de una Europa santiguada con sangre buscaban un lugar en el que la ley de Dios no estuviese sujeta a jerarquías ni a cerrojos dogmáticos. Un mundo en el que el pacto milenario que liga al Hacedor y al ser humano, se pudiera cumplir en absoluta libertad y sin pagar peajes. Casi de tú a Tú, salvando las distancias. De aquel empeño utópico que convertía al individuo en el solo gestor de lo inmediato -la Providencia, obviamente, queda al margen- nació una sociedad de ciudadanos libres que acordaban las normas con que autogobernarse. La democracia, vamos, para no hacer el cuento largo. Alguien ha dicho que la firmeza inexpugnable de las instituciones cívicas norteamericanas responde, tanto o más, a sus raíces religiosas como a la concepción política que acabó conformándolas. Poco dados a sutilezas preceptivas y a dejarse los sesos en laberintos doctrinarios, los Padres Fundadores resumieron en una única máxima el conjunto de las virtudes teologales: los derechos del hombre han de prevalecer, a toda costa, sobre los intereses torcidos del Estado. Y de esa raíz, aún, se sigue nutriendo el árbol.
El Papa Benedicto, en su viaje a EE.UU., abre de par en par las puertas del futuro y da testimonio, a un tiempo, de la vitalidad de aquel pasado. Tras haber sido puesto en la picota por el repugnante «affaire» de los abusos pederastas, el catolicismo en Norteamérica hoy vuelve a estar en alza al compás de los flujos de la inmigración hispana. El sucesor de Pedro ha condenado sin matices a los protagonistas del escándalo y ha asumido la responsabilidad que recaía -por horror u omisión- sobre las jerarquías eclesiásticas. Pero, después de cumplir la penitencia, ha llegado el momento de mirar hacia delante. Adormecidos por el runrún relativista, los europeos a lo único que aspiran es a ser perdonados por el buen salvaje. La libertad, el progreso, la justicia, las tres patas del banco en el que nos sentamos, son ahora conceptos discutibles -y discutidos, claro- para los catequistas multiculturales. ¡Occidente es culpable!, gritan los mamoncetes criados a los pechos del erario. Vale. ¿De qué es culpable? De todo, en general, y, muy especialmente, de haber instituido la religión cristiana. En los Estados Unidos, sin embargo, el hecho religioso resulta indisociable de la pequeña o gran historia de lo cotidiano. De ahí la trascendencia del periplo del Papa hasta esa nueva Roma que, de algún modo, es Washington. El último bastión de la cultura occidental -¡Occidente es culpable!- frente a las acechanzas de los modernos bárbaros.
El filósofo alemán Peter Sloterdijk -uno de los intérpretes del babélico embrollo en el que nos hayamos abismados- exige del imperio un compromiso idéntico al que acaba de solicitar otro alemán, el teólogo Ratzinger. «Un imperio es, por definición, una estructura que ha sabido integrar a innumerables perdedores transformándolos en ciudadanos ejemplares. El imperio atesora esa sabiduría alquímica que posibilita el triunfo de los derrotados y sobrepone la pertenencia al desarraigo». La reflexión de Sloterdijk destila el mismo espíritu -más espirituoso, si se quiere, y, sin lugar a dudas, más alambicado- que aquel que se desprende del mensaje del Papa. El desafío moral de Norteamérica es seguir siendo un faro en las tinieblas, un territorio permeable a los desheredados. Si los estadounidenses se encierran en sí mismos, se estarán traicionando, no sólo traicionándonos. Bien es verdad que llevan casi un siglo salvándonos la cara y soportando que, además, se lo echemos en cara. Europa languidece con melancólica elegancia y no pierde de vista al gigantón transoceánico no sea que le robe los cubiertos de plata. Lo suyo, al fin y al cabo, es fregar las letrinas o, recurriendo al mito por no ser ordinarios, limpiar, igual que Hércules, los establos de Augias. El «God bless America» de Benedicto XVI en el «sancta sanctorum» de la Casa Blanca compensa, aunque no excusa, nuestra ceguera miserable. Es justo y necesario.
http://www.abc.es/20080419/opinion-firmas/imperio-papa_200804190306.html
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