jueves, abril 24, 2008

Juan Urrutia, Conciencias cangrenadas

jueves 24 de abril de 2008
Conciencias gangrenadas
Juan Urrutia
N O será plato de gusto para mí continuar con las siguientes líneas, he de hacerlo sin embargo, como columnista me obligo a compartir con ustedes aquello que me produce angustia y otros problemas del alma. Sí, no soy muy simpático, pero eso no tiene remedio. En esta ocasión es la muerte lo que me aturde, no la mía, que será causa de regocijo para unos cuantos y de satisfacción para mí por hacerles felices, sino la de un señor alemán cuyo nombre desconozco. Gregor Schneider, reconocido farsante, pretende mostrar “la belleza de la muerte” en un museo. Para ello habilitará un espacio donde la agonía de un hombre será expuesta a los amantes del arte; es un decir. La muerte no es bella, la conozco bien, puede ser deseada o temida, se puede incluso sentir indiferencia ante la Parca. El fin de una vida no tiene nada de extraordinario y no resulta ser motivo de divertimento. La muerte, la cause el motivo que la cause, es, en el momento de producirse, algo muy similar a la interrupción de la energía eléctrica en un televisor. Los ojos pierden el brillo, dejan de mirar para regresar al centro de las cuencas que los alojan y la musculatura se relaja. Ya está, hemos dejado de existir. Pero hasta entonces seguimos vivos y mientras lo estemos nuestra dignidad nos pertenece. Despojar a un ser humano de ésta mostrando al mundo un momento tan íntimo como inevitable es casi un asesinato. En especial cuando se escuda, el presunto artista, en la belleza del fallecimiento o en denunciar la situación de los enfermos terminales en su país cuando en realidad la auténtica pretensión del autor es la fama y el lucro. Decía antes que la muerte carece de beldad, es relativo, qué gesto más bello el de la persona que renuncia al tiempo que le queda otorgándoselo a un ser querido. Sin embargo la agonía es triste. Ojos enrojecidos, lacrimales húmedos ante el mínimo síntoma, aterrados, sabedores de que llega el final y nada ni nadie puede evitarlo. No veo dónde está la hermosura en esto. Tememos aquello que nos es desconocido, y como ninguna persona suele tener el privilegio de morirse dos veces resulta inevitable que, en la mayoría de los casos, exista un profundo desasosiego llegado el momento. Lauren Bacall fue a por un vaso de agua para su marido, Humphrey Bogart, que agonizaba, éste le dijo “no tardes” y al regresar lo encontró muerto. Es una bonita forma de terminar, lapidario hasta el final, un gran tipo. Sin embargo imaginen la escena llena de mirones, individuos sedientos de sangre humana. El mismo tipo de gente que deleita sus sentidos, programa televisivo mediante, viendo cómo un ciclista se rompe la tibia y el peroné por tres sitios diferentes tras una aparatosa caída o que disfruta de la meticulosa observación de ese fémur que, quebrado, asoma tras atravesar la carne de un conductor cuyo vehículo se estrelló contra la farola de turno. Soy consciente de que estas descripciones dan asco, mis disculpas, pero disfrutar con el sufrimiento humano lo da aún más. Este tipo de virtuosos creadores de arte, llamados excéntricos porque son famosos y tienen dinero, proliferan debido a la demanda. Saben que nuestra sociedad está tan podrida a nivel mundial que pagará por ver expirar a una persona. A su muerte llorarán sus amigos, sus familiares e incluso alguno de esos que se hacen llamar allegados por si cuela y sacan provecho del asunto. Salvo en el último caso, serán lágrimas auténticas, dolor verdadero por la ausencia, por el natural y sano aprecio, porque nunca más volverán a escucharle contar los mismos chistes, las batallitas mil veces oídas. El excéntrico también llorará, de alegría mientras cuenta los beneficios proporcionados por la estupidez humana. Valiente saprofita el señor Schneider. Supongo que no es nada nuevo, quizás esté dentro de nuestra naturaleza, ya ha mucho tiempo que las ejecuciones públicas resultaban ser uno de los espectáculos de mayor éxito en la vieja Europa. No puedo evitar, aunque así sea, sentir un absoluto aborrecimiento ante los hechos relatados. Me da por pensar que estamos regresando al pasado, embruteciéndonos y perdiendo todo aquello que el pensamiento de grandes hombres y mujeres nos transmitió a través de los libros. Llámenlo pesimismo si quieren. Aquellos que hoy disfrutan viendo sufrir a sus congéneres, temblarán mañana privados de dignidad mientras sus estertores son contemplados por nuevas generaciones de corruptos zoquetes. Miles de personas pierden la vida cada día, aquello que fueron desaparece. La mayoría debería escribir un libro, dejar un legado para que los que vengan detrás puedan aprovechar sus conocimientos, sus reflexiones, su YO. Charles Darwin escribió una pequeña autobiografía sólo para sus hijos, cierto es que hicieron negocio con ella, pero en origen era exclusivamente para ellos. Ya no se aprovecha la sabiduría que otorga la edad, no se respeta la ancianidad cuando llegar a viejo es ya de por sí un logro. Hemos llegado a un punto en que hasta el final del camino se convierte en espectáculo, en circo para conciencias gangrenadas. Como diría mi amigo y vecino en esta publicación Ernesto Ladrón de Guevara, es para echar a correr y no parar.


http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4579

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