domingo, noviembre 19, 2006

Una perplejidad

domingo 19 de noviembre de 2006
Una perplejidad

Puedo entender que una persona no imbuida de fe religiosa, tras la lectura concienzuda de los Evangelios, resuelva que Jesús, el hijo de María, no era Dios. En cambio, me provocan una oceánica perplejidad quienes, negando la naturaleza divina de Cristo, sostienen en cambio que «debió tratarse de un hombre excepcional» o eminentísimo, dotado de prendas que lo distinguen del resto de los mortales. Creo, sinceramente, que una lectura atenta de los Evangelios no admite esas ‘terceras vías’ que nos presentan a Cristo como una criatura privilegiada, un hombre que descollaba por encima de sus contemporáneos; ‘tercera vía’ a la que, por cierto, suelen acogerse muchos charlatanes disfrazados de teólogos alternativos. Hay quienes gustan de caracterizar a Cristo como un maestro que preconizaba conductas vitales similares a las que por aquellos mismos años predicaban los esenios. Otros afirman que se trató de un pionero del socialismo. No faltan, en fin, quienes lo convierten en una especie de curandero espiritual, adornado de insólitas erudiciones y facultades sugestivas. Algo misterioso y gigantesco debió anidar dentro de Cristo, cuando cualquier chisgarabís se atreve a extraer de su figura y de su mensaje esos Cristos menores y parciales que convienen a sus propósitos. Trataré de explicar por qué Cristo no puede ser ese hombre excepcional, pero desposeído de divinidad, que algunos postulan. Una lectura desprejuiciada de los Evangelios –incluso, si quieren, una lectura puramente ‘racional’– nos desvela que Cristo era alguien que odiaba el exhibicionismo; nada le repugnaba tanto como hacer alarde de sus dotes sobrehumanas. Cuando se ve en la tesitura de demostrar su capacidad para obrar milagros, siempre se muestra reticente. Recordemos, por ejemplo, el pasaje de las bodas de Caná: cuando su Madre le solicita una intervención que garantice el jolgorio de la fiesta, Jesús trata de escaquearse: «Aún no ha llegado mi hora», responde, antes de ceder a la insistencia materna. Más tarde, una vez iniciada su vida pública, comprobaremos que su aversión al exhibicionismo se mantiene incólume; son con frecuencia sus discípulos o seguidores quienes, después de muchos requerimientos, logran torcer su resistencia un tanto bartleblyana a curar enfermos, a devolver muertos a la vida o, en general, a obrar maravillas. Diríase que le molestara aparecer ante los hombres como un mero ‘hacedor de milagros’. De hecho, el más portentoso de todos ellos, el de su propia Resurrección, decide culminarlo en secreto, y desvelárselo a unos pocos elegidos. Esta repugnancia al exhibicionismo revela, desde luego, al hombre de distinción intelectual. Sin embargo, ese mismo hombre –aceptemos por un instante que Jesús fue tan sólo un hombre– que esconde o sólo utiliza a regañadientes sus facultades milagrosas no tiene rebozo en repetir una y otra vez, sin circunloquios ni eufemismos, que es el Hijo de Dios. Incluso cuando esta declaración puede costarle la vida, ante quienes tienen poder para decretar su muerte, vuelve a formularla sin que le tiemble la voz. ¿Cómo puede explicarse esta contradicción? En general, puede afirmarse que cuanto mayor es la grandeza de un hombre, mayor es también su repugnancia a los alardes. Ningún gran hombre se atrevería a proclamarse Hijo de Dios; sólo los hombres ínfimos y los energúmenos pueden incurrir en semejante rapto de vanidad. ¿Verdad que no podríamos imaginar a Aristóteles, a Leonardo da Vinci o a Gandhi afirmando que son el Hijo de Dios? Por el contrario, no nos sorprendería que cualquier fantoche o venado se atreviera a postularse como tal; los manicomios, de hecho, siempre han estado abarrotados de opositores a la divinidad. Sócrates, en medio de su vasta sabiduría, sólo sabía que no sabía nada; en cambio, un tarado como Calígula no tenía empacho en investirse de una naturaleza divina, y aun de hacerla extensiva a su caballo. Ni siquiera sus más furibundos detractores se atreverían a afirmar que el hombre que pronunció el Sermón de la Montaña, el hombre que acuñó las más perdurables y hermosas parábolas fuera un demente al estilo de Calígula. Entonces, ¿cómo explicar el desparpajo con el que se proclama repetidamente Hijo de Dios? Sólo un loco se atrevería a tanto. Pero Jesús, que a la vez que se proclama Hijo de Dios nos procura tantas muestras de un juicio y discreción supremos, no puede tratarse de un loco. ¿No será, pues, que es algo más, mucho más, que un mero hombre?

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