domingo 19 de noviembre de 2006
La cripta, los guías y el pistolero
Visito con frecuencia el Escorial. Desde hace veinticuatro años vivo cerca, y es un paseo agradable, sobre todo en las mañanas soleadas de invierno, cuando el monasterio se recorta impasible bajo el cielo limpio de la sierra, sin que la especulación, la estupidez urbanística o la bellaquería nacional hayan podido, todavía, destruir los cuatro siglos de memoria que encierran sus muros venerables de granito gris. Después de tanto tiempo paseando por sus salas, escaleras y corredores, es normal que cualquiera acabe familiarizándose con el edificio y su historia. Por eso, cuando vienen amigos a casa o me encuentro con ellos en los alrededores, acostumbro a acompañar a quienes no han visitado aún el monasterio. A unos los impresiona la sobriedad de las tres pequeñas estancias desde las que Felipe II dirigía el imperio más vasto y poderoso de la tierra, y a otros la sala de batallas o la biblioteca; pero cuando todos quedan estupefactos, y en especial los guiris, es al bajar a la cripta donde, desde el emperador Carlos hasta ahora, reposan los restos de todos los reyes de España. Como siempre hay gente y visitas guiadas que van de acá para allá, intento ir los días y horas de menos bulla, evitando a los grupos mediante maniobras tácticas perfeccionadas a lo largo de los años. También, a la hora inevitable de las explicaciones, procuro hablar en voz baja, de conversación normal, para no molestar ni incomodar a nadie. Ni se me ocurre darme aires de guía o profesor, entre otras cosas porque nada carga más que un listillo o un pedante dándoselas de perito en la materia. Me limito a contar a mis amigos, con toda la sobriedad posible, que aquí dormía el rey, aquí la reina, o que ésta es la estatua yacente de don Juan de Austria, que por no morir en combate tiene los guanteletes quitados, etcétera. Así ocurrió el otro día con mi compadre Óscar Lobato y Maribel, su mujer. Y estando en eso, en la cripta, justo cuando les explicaba que a un lado están los reyes y a otro las reinas que fueron madres de reyes, incluida la única reina varón –Francisco de Asís de Borbón, a quien con mucho esfuerzo de voluntad suponemos padre del rey Alfonso XII–, un vigilante jurado se acercó a preguntarme si tenía carnet o tarjeta de guía. Le dije, sorprendido, que no tenía nada que me acreditase como parte de tan respetable gremio, y el hombre –algo incómodo, todo hay que decirlo– me dijo que en tal caso no podía explicar a nadie cosas sobre el monasterio. «Sólo los guías oficiales –añadió– pueden hablar aquí.» Cuando, a los diez segundos de mirarlo fijamente para asimilar aquello, caí en la cuenta de lo que me estaba diciendo, bajé la voz cuanto pude y le dije, casi al oído, que estaba enseñándoles aquello a mis dos amigos, que ningún guarda jurado podía inmiscuirse en mis conversaciones, y que, como hombre libre que soy, tanto en el Escorial como fuera de él, tenía intención de seguir hablando de lo que me saliera de los cojones. «Es que no puede usted hacerlo», opuso el hombre, ya un poco nervioso. «Claro que puedo –respondí–, a menos que me eche del monasterio o me pegue un tiro.» Y así quedó la cosa. El vigilante se estuvo quieto en su sitio, yo terminé de contar a mis amigos la historia de la cripta, y empezamos a subir las escaleras, de camino a donde están los infantes, reinas sin hijos y demás. Pero me había quedado el ánimo removido, a ver si me entienden. Dicho de otra forma, tenía un cabreo de los que piden sangre. Así que dije a mis amigos que siguieran adelante, que los alcanzaba en un minuto, y volviendo sobre mis pasos me fui derecho al guardia. «Llevo más de veinte años visitando esto y nunca me había ocurrido algo así», dije. Por la cara compungida que puso, me di cuenta en seguida de la situación. «No es cosa suya, ¿verdad?», concluí. Negó con la cabeza. «Es que había una guía detrás de usted mirándome con mala cara», dijo al fin. Entonces caí en la cuenta. «¿Qué pasa? –pregunté–. ¿A los guías no les gusta que un particular les haga la competencia?» El guarda me miraba, confuso. «Son las órdenes que tengo», murmuró. «Pues dígale a quien le dé esas órdenes estúpidas que son anticonstitucionales, porque la palabra es libre», le aclaré. «Y añada además, de mi parte, que se vaya a hacer puñetas.» Al oír aquello sonrió el hombre, al fin, y movió la cabeza. «No puedo decirles eso», respondió. «Tiene usted razón –le dije–. Pero yo sí que puedo.» Y aquí me tienen ustedes hoy, con su permiso. Pudiendo.
domingo, noviembre 19, 2006
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