jueves 5 de febrero de 2009
Fin de trayecto
Óscar Molina
C UANDO uno se tropieza, cierra los ojos y aprieta los dientes esperando el batacazo y rezando porque el roto sea leve. Llegada la galleta, se examina y evalúa los daños. Pero cuando uno trastabilla y el porrazo no llega, no cierra los ojos: los abre. Los entorna primero y luego los pone de par en par para adivinar qué extraña circunstancia le está salvando de romperse la cara. Es entonces cuando se descubre que el suelo queda más abajo de lo que se creía, y se siente el miedo de una bofetada inesperada en su magnitud. Peor aún es cuando ni siquiera se vislumbra el suelo, porque no es miedo lo que entra, lo que entra es pavor.
La magnitud de nuestra caída no es calculable por el momento, pero las señales que nos trae el eco de esta sima hablan de una profundidad desconocida en guarrazos anteriores. La yoya va a ser de pánico.
Somos una sociedad amorfa que dimitió de sus principios, a cambio de la paz del rebaño, un 11 de Marzo de 2004. Estamos dirigidos por unos aprovechados del miedo colectivo que tienen al frente a un sujeto que ha confundido gobernar con vender enciclopedias, que desmintió con el mayor de los descaros los sufrimientos que se avecinaban, acertadamente confiado en lo proclives que nos hemos convertido a creer y refrendar a quien nos ofrece la impostura de una vida fácil, sin problemas ni responsabilidades.
El Estado ha ganado la batalla de educar a nuestros hijos, de inculcarles las ocurrencias de una panoplia de irresponsables que cada día inventan una idea nueva con aires “neo-hippies” con tal de seguir viviendo del presupuesto. Mientras, y como anestesia colectiva, se siguen inventando mecanismos que eviten al ciudadano feliz hacerse cargo de las consecuencias de sus actos: abortos libres, divorcios express, aprobados sin estudiar…y toda suerte de proclamas lanzadas al derribo de las peligrosas escalas de valores morales.
Hemos escapado de la escena internacional para compartir mesa y mantel con nadie, porque nadie que sea civilizado ha tomado en serio la surrealista Alianza de Civilizaciones, cuya eficacia en la lucha contra la barbarie es igual a cero, desde el momento que sirve de coartada a los que patrocinan el terror. Tenemos, eso sí, puestas grandes esperanzas en la decisión democrática del pueblo a cuya bandera insultó el vendedor de aspiradoras, y lo jaleamos a modo de gol, porque “es el nuestro”. Ahora, calibramos en millas lo que falta para el final del túnel de nuestro elegido aislamiento porque acabamos de descubrir la grandeza democrática de quienes han sido objeto de nuestro desprecio.
Seguimos soportando a unos que pretenden imponer sus ideas a base de matar, porque alguien, entre tomo y tomo de su catálogo, decidió no finiquitar a las alimañas heridas, y se creyó capaz, en su soberbia infinita, de apaciguarlas, colocarse la medalla y llevarse el premio gordo. Esa menesterosa y vergonzante actitud que casaba a las mil maravillas con la errática ideología del personaje y sus cuitas de abuelo fusilado, quedó amortizada por un pueblo que empieza a mostrar una memoria peligrosamente selectiva para según qué afrentas: castiga a un bigotudo presunto causante de un atentado, y exonera al que puso precio a la hijuela buscando un apaño con los que llevan matando 40 años.
Nos acercamos sin freno a los 4 millones de parados, de la mano de quien nos vendió el último volumen diciendo que su peor cifra de paro resultaría bonita comparada con la mejor de su predecesor. No contento con haberse escaqueado de las vacas flacas que negaba, ahora señala con dedo justiciero y a voz en grito a los bancos como culpables de haber roto lo que él se empeñó en decirnos que no lo estaba. Hay, además, quienes le ayudan, y utilizando su presuntamente centenaria tradición de defensa de los trabajadores, siguen disfrutando de un erario público cuyos bocados no se ganan. ¿Dónde están ahora los sindicatos para exigir medidas que paren la sangría?
Esta sociedad sin pulso se encuentra ahora en el hoyo, aquejada de la flaccidez de haberse desarmado de manera voluntaria, del cuajo para sufrir cuando toca y meter los riñones a una situación de la que prefiere borrarse, simplemente porque es incómoda, y porque quien debería ser alternativa sólo convoca a sus funciones a los que son de abono, incapaz como es de generar ilusión alguna. La fiesta del consumo sin freno, del todo para todos, y de los milagros Cofidís ha terminado, y este pueblo desnortado y sin liderazgo empieza a quitar la vista de la pantalla que trafica con bajezas de alcoba y hace ricos a donnadies para bajarla buscando el fondo del agujero.
¿Demasiado tarde? Me temo que sí.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=5046
miércoles, febrero 04, 2009
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