La caza del ciervo
JUAN MANUEL DE PRADA
Lunes, 16-02-09
CUANDO eres poderoso puedes llamar a las cosas como te dé la gana. Un hombre poderoso, por ejemplo, puede alquilar una puta distinta cada noche y pavonearse como si cada noche hubiese logrado una nueva conquista. También puede irse a pegar tiros a una finca donde le sueltan unas cuantas decenas de ciervos atolondrados y alardear de cazador. Cuando eres poderoso puedes presumir de ligón, aunque sólo seas un putero; y también puedes presumir de participar en una montería, aunque sólo hayas participado en una escabechina en la que te pusieron los ciervos a huevo, como a Fernando VII le ponían las bolas de billar. La fotografía de la escabechina de ciervos en la que participaron el juez Garzón y el ministro Bermejo nos confirma que estos dos señores son muy poderosos; pues, desde luego, llamar a eso «montería» es como llamar honesta doncella a una puta. Pero, aunque los poderosos puedan llamar a las cosas como les dé la gana, no pueden evitar, cuando la puta se ha ido con la guita, la certeza íntima de que en realidad sólo son unos cochinos puteros, incapaces de ligarse a una mujer en buena lid; y tampoco pueden evitar, mientras se pasean entre las ringleras de ciervos abatidos, la certeza de que en realidad son sólo unos señoritos que descargan adrenalina en simulacros de cacería, incapaces de echarse al monte en pos de un ciervo montaraz.
Aquí podría oponerse que el cazador que se echa al monte en pos de un ciervo montaraz podría estar perturbando los ciclos de la naturaleza; en tanto que el rico que se pone a pegar tiros contra ciervos criados en una finca jamás los perturba. Pero la reflexión que proponemos no es de índole ecológica, sino psicológica. Cuando te ponen el ciervo como a Fernando VII le ponían las bolas de billar, la caza se convierte en falsificación y pacotilla: desaparece su sentido primigenio (el hombre ya no se enfrenta al animal en un medio que el animal conoce mejor), desaparece el hipotético equilibrio de fuerzas entre el hombre (que ya no arriesga nada) y el animal (que lo expone todo), desaparece en fin la pugna entre el hombre y la naturaleza, para convertir la naturaleza en el escenario de una satisfacción puramente deportiva. Donde la satisfacción no se logra metiendo el balón en una portería, sino metiendo plomo en unos ciervos atolondrados, sin riesgo alguno. Y, donde no hay riesgo, la satisfacción lograda no puede ser sino cetrina; y delata en quien la alcanza inclinaciones poco nobles.
Pero la fotografía de la escabechina de ciervos, más allá de delatar inclinaciones poco nobles en quienes la perpetraron, admite otra lectura más desazonante. León Felipe escribió un poema de intención alegórica, titulado «El ciervo», en donde compara a este animal con «una graciosa arquitectura donde está prisionero/ el príncipe legítimo del mundo». Contra ese príncipe legítimo se azuza «la jauría de un rey bastardo» que, matando al ciervo, pretende arrebatarle la corona. Y remata León Felipe: «La Historia ha sido siempre y va a seguir eternamente siendo/ la jauría de un rey bastardo y criminal/ persiguiendo sin descanso al ciervo...». Y en este nuevo avatar de esa persecución sin descanso, entre las ringleras de ciervos abatidos por el juez Garzón y el ministro Bermejo, yace el cadáver fiambre de la división de poderes; por supuesto, los ricos y poderosos seguirán adormeciéndonos con el cuento de que tal división sigue intacta, como podrían decirnos lo mismo del himen de las putas, porque los poderosos llaman a las cosas como les da la gana. Pero los ciervos abatidos nos confirman su defunción. León Felipe nos invita a mirarlos a los ojos: «¿No ha visto usted nunca sus ojos inocentes/ cargados con todas las promesas de los cuentos?». Hoy esas promesas yacen abatidas, aunque nos sigan adormeciendo con los mismos cuentos.
www.juanmanueldeprada.com
http://www.abc.es/20090216/opinion-firmas/caza-ciervo-20090216.html
lunes, febrero 16, 2009
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