domingo, febrero 01, 2009

Manuel de Prada, POE

lunes 2 de febrero de 2009
POE

Se acaba de celebrar el bicentenario del nacimiento de Edgar Allan Poe, el más universal y divulgado autor de literatura terrorífica. Pero Poe fue mucho más que un magistral urdidor de narraciones macabras; fue, en realidad, un refundador del género fantástico y, por extensión, de la literatura. Hasta él, el horror en literatura se fundamentó sobre el elemento visionario, sobre las apariciones fantasmagóricas o demoníacas, sobre el predominio de las parafernalias góticas. Con Poe, el horror se instala en lo cotidiano y, más concretamente, en el alma humana. No en vano Italo Calvino, en su célebre antología Cuentos fantásticos del XIX, dividida en dos volúmenes, inauguraba el segundo con el sobrecogedor relato de Poe El corazón delator, donde la creación de una atmósfera asfixiante no se logra mediante sugestiones visuales, sino mediante el soliloquio obsesivo de un enloquecido asesino que, de algún extraño modo, logra hacernos partícipes de su locura. Si Hoffmann había sabido reinterpretar la agotada tradición de los novelones góticos, despojándolos de hojarascas lóbregas y aparatosas, Poe avanza en este proceso de despojamiento, hasta trasladar el horror a una dimensión interior, a un ‘estado del alma’ que alcanzaría en algunos de sus continuadores –como el soberbio Henry James– cimas de sutileza casi inaprensibles.

Yo leí a Poe por primera vez cuando apenas contaba once o doce años; y lo sigo leyendo hoy, con el mismo sobrecogido pasmo. Naturalmente, las razones por las que Poe me sigue subyugando son muy diversas a las que provocaron en el niño que yo era aquella mezcla de espanto y delectación culpable que le impedía conciliar el sueño durante días. Antes de que Poe apareciese, el escritor tenía dos modos de mirar el mundo: un modo racional, que descubre en el mundo un orden; y un modo irracional, que descubre en el mundo un caos. El romanticismo, por ejemplo, reacciona frente al racionalismo de escuelas anteriores introduciendo ingredientes que el escritor, en su aproximación a la realidad, solía desdeñar: el tumulto enardecido de las pasiones, el ímpetu desbocado de los sentimientos, incluso el enjambre aturdidor de las puras perturbaciones mentales. Y, así, la literatura romántica suele confabularse con las fuerzas más oscuras o incontrolables de la naturaleza, para mostrarnos una realidad fecunda en visiones que desafían la hegemonía del ‘mundo sensible’. A veces, a Poe se lo ha retratado como un romántico más, con sus rasgos peculiares y hasta estrambóticos; pero Poe es más bien un superador del romanticismo –también, por supuesto, del racionalismo– que logra embridar ese torrente de irracionalidad que los autores románticos habían liberado, sirviéndoselo al lector de un modo angustiosamente racional. Por ello Poe nos resulta un escritor tan moderno, tan próximo a nosotros.

Casi todos los personajes que protagonizan las narraciones de Poe son perturbados, pervertidos que cultivan obsesiones mórbidas, maniáticos, esquizofrénicos, etcétera. Pero ese venero de irracionalidad o trastorno mental que anida en sus mentes lo exponen de forma minuciosamente analítica, irreprochablemente lógica, logrando contagiar al lector la impresión de que su sinrazón no es tal, sino fiel traducción de una realidad escondida que desvela lo que nuestra rutinaria inteligencia no es capaz de penetrar. A la postre, descubrimos que esa realidad escondida que los personajes de Poe logran desvelar no es otra que el terror del alma a la condenación eterna, expresada no al modo confuso y visionario de tantos románticos anteriores, sino de forma vívida, atrozmente vívida, como quien narra una experiencia cotidiana. Los personajes de Poe no arrastran cadenas ni sollozan, gemebundos, por los corredores lúgubres de un castillo en ruinas; su angustia, sin embargo, resulta mucho más verosímil, porque están padeciendo en vida, anticipadamente, los tormentos que, para nuestra tranquilidad, hemos preferido confinar en el infierno de ultratumba. Poe trae el mundo de ultratumba al mundo sensible; y lo hace sin parafernalias fantasmagóricas, con la misma exacta y vívida precisión con que otros escritores describen un paisaje campestre. Por eso nos sobrecoge como ningún otro: porque da estatuto de realidad palpable y agónica a lo que hubiésemos preferido que sólo fuera un miedo irracional, una proyección de nuestras peores congojas. Porque oprime nuestras almas con el peso incalculable de la condenación eterna.

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