viernes 17 de noviembre de 2006
Nostalgia de Lovaina
Miguel Ángel García Brera
L A fiesta anual de la Oficina de Turismo de Bélgica, Flandes y Bruselas, celebrada el pasado miércoles en el Hotel Puerta de América, de Madrid, me ha puesto de nuevo en contacto con una de las entidades que mejor saben promocionar su turismo. Tengo que decir que mi primera impresión del hotel elegido, cuyo exterior tanto llama la atención al estar decorado con frases más o menos célebres, en todos los idiomas y colores, no ha sido la que esperaba. Me resulta excesivamente moderno, como si perteneciera a una ciudad orbital donde probablemente estará de moda hacer turismo dentro de veinte años, o como si sus diseñadores hubieran preferido pensar en la mentalidad de un huésped parecido al individuo, casi zarrapastroso, para mi gusto en el vestir, que en la recepción insistía ante una amable empleada para que le hiciera saber el precio que le iba a costar cortarse el pelo al cero, mientras, sin dar tiempo a la chica lo preguntara a la peluquería, manifestaba en alta voz, como para que nos enterásemos todos los allí presentes, que además quería nadar a primera hora de la mañana, si es que el hotel tenía piscina – ¡claro que la tiene! – y que luego quería correr. Aunque me pareció un ser extravagante, puede que se tratara de uno de esos huéspedes, generalmente cantantes de moda, que exigen habitaciones con treinta bombonas de oxígeno o un colchón especial para su perrito de lanas u otras estupideces semejantes. El caso es que el hotel tiene un servicio impecable y una imaginación, a la hora de preparar canapés de cóctel, que hay que calificar de alta calidad. A cargo de la ya citada Oficina de Turismo, se sirvió el ágape en un salón aledaño a una terraza desde donde la vista de Madrid resulta interesante, aunque la lluvia no hacía atractiva la idea de quedarse mucho tiempo en esa contemplación y, para disfrutar del panorama, era más cómodo hacer un par de viajes en el ascensor, acristalado en su parte exterior. La fiesta resultó muy grata. Ángeles Alonso-Misol, bien conocida de los periodistas de turismo con los que viaja frecuentemente a su país, ha conseguido crear una especia de club de amigos entre ellos, y sus reuniones anuales, adicionadas de una distribución de premios a los mejores artículos y fotografías, resultan muy gratas. El reencuentro con algunos queridos compañeros me dejó un regusto de nostalgia, relacionado con mi último viaje a Lovaina, la ciudad que yo habría elegido para hacer mi Licenciatura en Derecho. Por decisión paterna, justificada porque Valladolid era entonces una Universidad exigente, hube de cursarla en la hoy capital de Castilla y León., que ya nada tiene que ver con la que sufrí en aquellos años 50 a 55, donde certifico que era la más aburrida de España. Lovaina, en su aspecto universitario, se parece más a Oviedo, porque es una ciudad jovial, donde no se si se estudiará mucho, pero estoy seguro de que la juventud, que la recorre en bicicleta, se lo pasa en grande. Es una ciudad, en otro sentido más cercana a Salamanca, por sus monumentales edificios, como ese incomparable Ayuntamiento gótico del siglo XV donde se recuerda, en las 236 esculturas que adornan su exterior, a otros tantos artistas, santos, reyes y otros célebres personajes relacionados con la historia ciudadana, entre los que figuran los bustos de Carlos V – nuestro Carlos I - , y de otros españoles como el gramático Valdés. De igual porte es la iglesia de San Pedro y aún pueden verse otras en un perímetro pequeño, lo que hace de Lovaina una invitación al paseo, en cuyo ejercicio siempre se encontrará un pequeño río, cruzado por pequeños puentes llenos de gracia; y parques, aunque en alguno desentone la “novedad” de unas pretendidas obras de arte, que dejó allí un artista del cristal, sin mucha relación con los vencidos restos de una fortaleza impulsora de sentimientos románticos en el paseante. El bullicio de los estudiantes lo llena todo, y muy especialmente las cervecerías que abundan en la ciudad y tienen lugar privilegiado en la Plaza del Mercado. Las cervezas belgas, las artesanas nacidas en los conventos y las mundialmente conocidas por sus marcas compiten en calidad, e incluso hay un bar, cerca de la Plaza Mayor, donde tres tipos, de elaboración artesana, se sirven directamente desde la fábrica. Hasta altas horas de la noche, los estudiantes organizan sus tertulias en esas cervecerías, en la mayor parte de los casos, situadas en edificios de elegante estilo arquitectónico. Para quien guste del recogimiento, de las calles silenciosas, donde sorprende al viandante un zaguán esculpido, una imagen de cerámica remetida en la fachada, una inscripción medieval o una antigua señal en la piedra, no hay un lugar más adecuado que el Beaterio Mayor, Patrimonio de la Humanidad, perfectamente restaurado para uso de centros culturales y alojamiento de estudiantes. En esa especie de barrio muy original se alojaban las mujeres solteras y las viudas que, sin ser monjas, aceptaban unas ciertas reglas de vida para poder gozar de ese lugar. En el recinto, la iglesia de San Juan Bautista, cada cierto tiempo, rompe el silencio con sus campanas que cantan melodías populares flamencas. Muy cerca del Beaterio, me alojé en el Begijnhof-Congreshotel, y con su cita vengo a cerrar el artículo como lo empecé: Refiriéndome a un hotel. Se trata de uno pequeño, donde sobresale el color limpio de la madera natural; más parece un Colegio Mayor, de reducido ámbito, limpio, rodeado de jardín con sus frutales granados, sus rosaledas y sus pequeñas esculturas. Desde él, cruzando el cercano Beaterio, el paseo hasta cualquier punto de la ciudad no necesita guía ni transporte. Y, cuando se quiere regresar a Bruselas, hay, diariamente, cinco trenes esperando para recorrer los escasos 30 kilómetros que la separan de Lovaina.
jueves, noviembre 16, 2006
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