martes 7 de noviembre de 2006
ESTADOS UNIDOS
¿América, mañana, será antirrepublicana?
Por Charles Krauthammer
Según los expertos y las encuestas –tanto las demócratas como las de los inquietos republicanos–, se avecina una gran ola antirrepublicana. Bien, asumamos que los demócratas experimentan un gran avance: entre 20 y 25 escaños en la Cámara de Representantes y de 4 a 6 en el Senado; que la primera queda en manos demócratas por primera vez en 12 años y que los republicanos conservan el Senado pero por un margen tan estrecho que no se puede hablar de una mayoría de gobierno.
¿Qué podríamos decir de semejante victoria demócrata? Sería importante, sí, pero no histórica. Antes de darse a proclamar un triunfo arrollador de los demócratas, cabría formularse la pregunta-respuesta que dio Henry Youngman cuando le preguntaron cómo estaba su mujer: "¿Comparado con qué?". Desde el final de la II Guerra Mundial, la pérdida media para una presidencia en su sexto año ha sido de 29 escaños en la Cámara y 6 en el Senado. Si retrocedemos hasta el segundo mandato de Franklin Roosevelt, la pérdida en la Cámara sube hasta las 35 bancas. Por tanto, una pérdida de 25 en la Cámara y de 6 en el Senado rondaría la media histórica; de hecho, sería ligeramente inferior.
Ciertamente, hoy se da un mayor –y más efectivo– cambalache en lo relacionado con la fijación de los distritos electorales, y es que tanto la potencia de las computadoras como la falta de vergüenza han aumentado de forma exponencial. Así que el número de escaños sujetos a competencia es menor. Pero eso sólo se da en la Cámara: no puedes someter a cambalache los distritos cuando se trata de las elecciones al Senado (pero los demócratas lo están intentando: véase, si no, su interminable lucha por conceder dos escaños al Distrito de Columbia, demócrata en una proporción de 9 a 1, cuando lo que deberían hacer los del D. C. es votar en el vecino Maryland, con el que están estrechamente unidos geográfica, económica y culturalmente hablando).
En su sexto año, el hoy venerado Ronald Reagan perdió ocho escaños en el Senado, lo que hizo que dicha cámara volviera a estar en manos demócratas. Esas elecciones no estuvieron marcadas por guerra alguna, con su preceptivo conteo semanal de víctimas, ni por escándalos de envergadura. Los primeros indicios del caso Irán-Contra salieron a la luz la mañana siguiente a los comicios.
Con todo, aun cuando sólo una de las dos Cámaras caiga en manos demócratas, ello sería interpretado como el repudio a dos cosas: Bush e Irak. Verdaderamente, los demócratas han nacionalizado la campaña centrándola en Bush y en la guerra, como queda de manifiesto en los numerosos anuncios demócratas que casi no hacen más que mostrar al contrincante republicano del demócrata de turno abrazando, elogiando o simplemente dando la mano al presidente de la nación. El sentimiento anti Bush es tan fuerte que los demócratas, pasando por alto las complejidades del federalismo y explotando los beneficios de culpar a alguien por asociación, han estado difundiendo anuncios en los que se vincula a Bush con Bob Ehrlich, el popular republicano que aspira a la gobernaduría de Maryland.
Sí, la campaña se ha nacionalizado. ¿Pero se nacionalizarán también los resultados? Puede que los republicanos pierdan sus buenos cinco escaños (Bob Ney, Tom DeLay, Don Sherwood, Mark Foley, Curt Weldon) por escándalos que nada tienen que ver con Bush o con Irak. Por lo que hace al Senado, sólo de Lincoln Chafee (Rhode Island) y Rick Santorum (Pensilvania) puede decirse que vayan a caer a causa de los pecados de su partido. Los demás, si es que se pierden, se perderán en buena medida por cuestiones locales.
Así, en Ohio se está viviendo un escándalo gubernamental de enormes dimensiones que está hundiendo al Partido Republicano en conjunto, lo que afecta también al senador Mike DeWine. En cuanto a Conrad Burns, de Montana, está teniendo problemas por sus relaciones con Jack Abramoff, no con George Bush. En Virginia, un estado que ni siquiera debería estar en disputa, George Allen ha ejecutado la peor campaña de la que se tiene memoria, con sus referencias despectivas a los negros y los judíos. Y en Nueva Jersey, donde se encuentra el único escaño demócrata que podría decantarse hacia el bando republicano (lo que, a su vez, podría hacer que el Great Old Party retuviera el control del Senado), el lastre del senador Bob Menéndez es la cuestión, verdaderamente poco nacional, de la corrupción funcionarial.
De modo que, cuando lleguen los resultados y los demócratas empiecen a graznar, recuerde esto: históricamente, la respuesta que suele dar el pueblo americano al poder establecido es un desprecio refrescante y punitivo. Casi siempre, los presidentes hunden a sus partidos cuando llevan 6 años en el cargo (aun así, el supervuelco en favor de los republicanos por el caso Monica Lewinsky hizo de la votación a los seis años de presidencia de Clinton algo excepcional). Además, el absolutamente inesperado escándalo Foley ha frenado toda recuperación nacional que hubieran conseguido los republicanos luego de aprobar la legislación sobre detención e interrogatorio de terroristas, merced a la cual habían conseguido volver a centrar la atención en su mejor baza, la guerra contra el terror.
Las elecciones serán, en cierta medida, un referéndum sobre Irak. Sin embargo, sólo darán cuenta del descontento y el malestar. Si los demócratas hubieran ofrecido una alternativa coherente, uno podría sacar conclusiones sobre el rumbo que ha de adoptar el país; pero cometerán un gran error aquellos, amigos o enemigos, que interpreten los resultados como un mandato para abandonar.
© 2006, The Washington Post Writers Group.
martes, noviembre 07, 2006
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