viernes 14 de julio de 2006
Grosería y criminalidad
Ignacio San Miguel
N ADIE puede negar que, a veces, la ignorancia o la inadvertencia pueden llevar a cometer algún desliz o hasta alguna grosería inintencionada. Esto les puede ocurrir hasta a los mismos dignatarios políticos por causa de falta de conocimiento del protocolo o falta de la adecuada educación. Viene a mi memoria la confusión de José Stalin en una comida con Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt, ante la abundante gama de cubiertos que tenía que emplear. Claro que él salió del paso con una observación burlesca y utilizando los que le vino en gana. Era hombre rudo que no se dejaba amilanar por nada ni por nadie. Luego se enfrascó con Roosevelt sobre la conveniencia de ejecutar para escarmiento a una serie de miles de oficiales alemanes, no poniéndose de acuerdo en cuanto al número. Esto fue después de la comida o en otra ocasión, no recuerdo bien. El caso es que a Churchill le pareció tan grosera e inhumana aquella conversación, que se levantó y se marchó. La finura en la mesa era una nadería, pero aquello no. Más tarde, Stalin trató de calmarlo, diciéndole entre risas que todo había sido una broma para enfadarlo. Pero Churchill no quedó convencido del todo, quedándose siempre con la duda. Es de destacar el poco escrúpulo de Roosevelt en mantener aquella conversación, siquiera fuese una chanza (lo cual es discutible), cuando él mismo estaba herido de muerte por el cáncer y le quedaba muy poco tiempo de vida. Es seguro que manejaba los cubiertos mejor que Stalin, pero no pareció, en aquella ocasión por lo menos, distinguirse nada del genocida soviético en visión brutal de la existencia. Curzio Malaparte nos cuenta una anécdota que sobrepasa la grosería para entrar en el campo de lo bestial y aborrecible. Entrevistaba al dictador croata Ante Pavelich durante la II Guerra Mundial, cuando, observando que había un cuenco encima de la mesa del despacho que contenía objetos viscosos, le preguntó si se trataba de ostras. El dignatario le dijo que no, que se trataba de ojos de servios, y que era un obsequio de sus hombres, y que semejantes ofrendas las recibía con frecuencia. Pavelich era otro genocida, que se distinguió en matanzas de servios. Son unos simples ejemplos de naturalezas groseras, cuyas mentes han sido inficionadas por el sectarismo, por el odio racial, por el odio religioso, o bien están sumidas en la desaprensión o el estupor (Roosevelt) Desgracidamente, con demasiada frecuencia personas carentes de la sensibilidad que hace apreciable a un ser humano como tal, llegan a ocupar cargos supremos en la vida política de una nación; y si no cargos supremos, sí lo suficientemente importantes como para trastornar la vida de muchas personas inocentes. Piénsese en Santiago Carrillo, por ejemplo, y en las matanzas de Paracuellos del Jarama, de las que fue responsable. Fueron tiempos terribles los de aquel Madrid rojo, donde a nadie se le ocurría salir a la calle vestido correctamente con corbata por temor a ser linchado. Había que fingir, aparentar grosería, lanzar tacos, ir descamisado, blasfemar a más y mejor, si se quería eludir la muerte. Recuerdan los tiempos igualmente terribles del París del terror de la Revolución Francesa. Están bien reflejados en la novela de Wenceslao Fernández Flórez “Una isla en el mar rojo”. Precisamente comienza esta novela con un público asistiendo a la película, entonces recientemente rodada, “Historia de dos ciudades”, según la novela de Charles Dickens, ambientada en el París de la Revolución. La gente salía de ver la película, comentando: “¡Qué horror, qué horror! Claro que esas cosas no pueden ocurrir aquí. El pueblo español es un buen pueblo. No es capaz de esos crímenes. El pueblo español es de los mejores que hay en el mundo.” Esa misma gente, a no tardar mucho, viviría aterrada en sus pisos, sin apenas atreverse a salir a la calle, y temiendo que cualquier día se produjera una llamada fatal a la puerta de su domicilio. Eran buenos tiempos para tipos como Santiago Carrillo. Lo que no quiere decir que todos los groseros sean criminales. Sin embargo, es difícil que un criminal tenga una mente refinada. Carrillo es basto. No hay más que oírle hablar con su voz de maestro de escuela rural y observar la mirada fija de sus ojos negruzcos. Sin embargo, aquel lamentable período de persecución, asesinato, saqueo e incendio, es contemplado con añoranza por miembros del Gobierno español actual, cuando no por el Gobierno en pleno, encabezado por el presidente. No pueden ser espíritus muy delicados aquellos que sienten tales nostalgias. Aparte de lo absurdo que resulta intentar borrar el tiempo transcurrido, recomenzando la Historia desde un presunto punto ideal, y pretendiendo que la sociedad se avenga buenamente a esta ucronía. Son cosas propias de mentes caprichosas, fundamentalmente incultas. Y es que los espíritus groseros no tienen por qué ser necesariamente criminales, pero por lo general no abominan mucho de los crímenes que se cometen contra aquellos que consideran sus enemigos. Es lo que les ocurre a los que todavía se autodenominan rojos y están orgullosos de serlo. Y todavía menos le hacen ascos a las desvergüenzas si van dirigidas a sus adversarios. No son de extrañar, pues, las últimas groserías de que ha hecho objeto el presidente Rodríguez al Papa Benedicto XVI, no asistiendo a la Misa por él celebrada, ni acudiendo a despedirlo cuando abandonó España. Quizá le molestó la defensa que hizo el Papa del matrimonio tradicional heterosexual, desde un punto de vista antropológico, no religioso. Esto ocurrió durante la entrevista que tuvo con Rodríguez. A éste no se le ocurrió otra cosa que defender el matrimonio homosexual, mostrando así lo romo de su intelecto. El Papa tuvo que darle con infinita paciencia una lección de Antropología general, y al presidente no parece que le guste que le den lecciones. El nombramiento de una reconocida lesbiana para llevar las relaciones del Gobierno con la Iglesia y el Vaticano, apunta también a burla chulesca y deseos de avasallar. De estar vivo, no creo que a Fernández Flórez le agradaran estos tiempos. Recordaría la época en que tuvo que refugiarse en una “isla” mientras la horda roja pululaba en derredor. Este refugio fue una embajada de un país extranjero. De ahí viene el título de la novela, que contiene aspectos autobiográficos. No pensaría hoy que iban a retornar los mismos turbulentos días, pero había aprendido a odiar el grosero radicalismo ideológico de la izquierda, y de éste iba a volver a tener variadas muestras si viviera todavía en esta época.
jueves, julio 13, 2006
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