viernes 21 de julio de 2006
El dolor de una ausencia
Félix Arbolí
M I querido hermano: No se donde estás, ni si puedes leer esta carta, o eres sólo un recuerdo imborrable en la mente de los que te conocimos y quisimos. ¿Has alcanzado ya esa eternidad de la que tanto nos hablan y prometen?. ¿Cuál ha sido tu destino en ese ignoto viaje más allá de la vida?. Siento una enorme curiosidad por averiguar qué existe al otro lado, de averiguar tan preocupante enigma. Tu ya lo has descubierto, sabes lo que se esconde tras la muerte. En eso te envidio aunque, a pesar del enorme dolor que me produce tu ausencia, no tengo prisa por descubrir qué existe en ese tenebroso futuro más allá de la vida. Es preferible estar vivo con esta incertidumbre. Me figuro que donde estás supiste que estuve a punto de haberte acompañado en ese ignoto lugar. Vi a la muerte rondándome, queriéndome integrar en su profunda oscuridad y experimenté asustado como se me escapaba la vida lenta e inexorable. Fueron muchos días de lucha desesperada en la UCI de un hospital para poder recuperar mi existencia. Hoy me considero enormemente feliz al poder contarlo. No obstante, en esos momentos culminantes, cuando mi vida física levitaba hacia los confines etéreos, contemplé con todo detalle como un potente punto luminoso, que irradiaba paz y armonía, me atraía imparable, poseído por un grato sopor. He podido comprobar que es mayor el temor que nos causa ese trágico instante cuando lo creemos lejano, que al sentirlo cercano y amenazante, difícil de evadir. ¿Viste tu también esa luminosidad donde creo que confluimos todos al final de nuestro periplo terrenal?. ¡Cuánto echo de menos tus consejos, cariños, bromas y consuelos que tan pródigamente me ofreciste durante nuestra vida en común! Has sido hermano, padrino y padre al tener que sustituir como primogénito, a tus doce años, al que la muerte nos arrebató. Y en las tres facetas me has dado un continuo ejemplo de amor, lealtad y solidaridad que jamás podré olvidar, aunque mi vida pudiera prolongarse más allá de los normales límites humanos. Siento profundamente lo mucho que sufriste al perder ese hijo, del que me elegiste padrino, en la edad que los padres tienen puestas sus máximas esperanzas e ilusiones en esos seres tan queridos, eslabones de una cadena que deseamos ininterrumpida. Sufriste la tragedia y tu impotencia, soportando lo indecible, al ver como progresaba su enfermedad, lenta pero irreparable, hasta quedar paralizado y condenado a una muerte prematura. ¡Cuánto debió atormentarse tu corazón de padrazo al verlo sometido, injustamente condenado, sin la menor esperanza de recuperación, a una vida sin futuro!. No he visto a un padre derrochar tanta abnegación, tanto amor, tantos mimos y cuidados en un hijo, como el que le ofreciste a “Juanito” cada día, hora y minuto de su existencia. Te propusiste y lo conseguiste que a pesar de su enfermedad, de sus limitaciones físicas, de las lógicas comparaciones con la normalidad de sus hermanas, fuera un chico alegre y feliz a su manera, cariñoso con todo el mundo que se le acercaba y sin aparentar complejo alguno. No podía negar que llevaba tus genes de persona seleccionada, fuera de lo normal, apta para soportar los más duros sufrimientos y desagradables experiencias, sin exteriorizar su tremendo drama, para evitar incrementar el dolor a los que con tanto amor y solicitud le atendían. ¡Cuanta ternura, disimuladas lágrimas y difíciles estratagemas tuviste que emplear para que ese hijo aceptara su desgracia con naturalidad y despreocupación!. Ese empeño en intentarlo cada día, hizo que el sufrimiento y tu impotencia fueran dañando tu organismo. Cuando se fue y dejó de sufrir, aliviando tu lucha, pero aumentando tu angustia y tu dolor, echando de menos su presencia, fuiste a su encuentro temeroso de que donde estaba no fuera atendido con el cuidado y los desvelos a los que le tenías acostumbrado. Y esa cruel enfermedad que ante tanta angustia padecida iba minando tu cuerpo, templo de un amor inagotable, acabó con tu vida y tus pesares. Te recuerdo yendo a todas partes con él cargado a tus espaldas, a pesar de sus quince o dieciséis años, porque mientras Dios lo tuvo a tu cuidado y al de su madre, austera y profunda en su dolor y cariño como buena navarra, al chaval no le faltó de nada, viajó a todas partes y no se perdió fiesta o acontecimiento que pudiera arrancarle una sonrisa o ver cumplida una ilusión, fuera lo que fuese, costase lo que costara. Jamás olvidaré el terrible momento de su entierro, cuando transido de dolor, anegada tu angustiada cara en un llanto incontenible, -debe ser horrible la muerte de un hijo-, cogiste un puñado de tierra de la que estaba amontonada para llenar el hueco de su tumba, lo besaste con unción y lo lanzaste con inmensa ternura sobre esa caja que guardaba una parte entrañable de tu propia vida, mientras le decías más que con palabras con los latidos acelerados de tu corazón destrozado: “Adiós, Juanichi”. Y cada partícula de esa tierra que caía sobre su féretro, con ese sonido seco y penetrante que no se puede olvidar jamás, llevaba los fragmentos de ese beso en el que habías depositado todo tu cariño y aliento para que le acompañaran en la eternidad. Un intento vano y desesperado de aliviar la tremenda soledad en que lo dejabas. ¿Lo has visto allí?. Me figuro y quiero creer que sí y que el sitio donde estáis debe ser el preferente y reservado a los seres que vienen al mundo para ejercer el bien. Ya no necesitarás cargarlo a tus espaldas para recorrer esos etéreos caminos donde brilla la luz perpetuamente y reciben su premio los elegidos. Si nuestro padre dejó una estela de bondad de la que nos sentimos orgullosos, tu has sabido seguirle los pasos, copiarle los detalles, (hasta adoptaste su firma) y has logrado que todos estemos orgullosos de que un ser tan excepcional formara parte de nuestra vida familiar. Siento en lo más hondo de mis sentimientos tu ausencia definitiva y me considero doblemente huérfano pues he perdido a dos padres, el que me engendró, del que solo disfruté los primeros cuatro años de mi existencia y el que ocupó su lugar y realizó tan difícil cometido sin el menor fallo, a pesar de que tuviste que aceptar esa enorme responsabilidad sin haber dejado de ser un niño. Que las lágrimas que se me escapan al escribir estas líneas y el tremendo dolor que sufro por tu ausencia, no enturbien la felicidad que mereces gozar. Si es verdad que me ves y has podido conocer lo que te he escrito, date por satisfecho, celébralo con jubilo, alégrate con la profundidad de mi pena, porque ello evidencia lo bien que has interpretado tu papel de hermano, padrino y padre. ¡Ah, si puedes!. Si tienes influencias en ese paraíso estrellado con El que todo lo puede, háblale de mi para que el día que yo falte, cuando se agote la prórroga que me han concedido, me echen de menos y me recuerden con el mismo cariño que todos sentimos por ti. Un abrazo muy fuerte y besos para “Juanito”.
jueves, julio 20, 2006
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