martes 18 de julio de 2006
LA GUERRA CONTRA EL TERROR
El progresismo occidental frente al islamismo
Por Julián Schvindlerman
En aras de la exaltación de la diversidad cultural, de la santificación del respeto a la otredad y de la glorificación de lo políticamente correcto hemos arribado a una situación absurda en lo que respecta a la denuncia del terrorismo islámico.
Estallan en mil pedazos subtes en Londres, trenes en Bombay y en Madrid, autobuses en Jerusalén; rascacielos en Nueva York, hoteles en Egipto, Indonesia, Marruecos, y en Occidente aún parece haber espacio para el decoro y la sensibilidad hacia aquellos que, con vistas a alcanzar el Paraíso, están transformando la Tierra en un infierno.
Ahora sabemos que en Inglaterra, víctima reciente del terror musulmán, el influyente diario The Guardian tenía entre sus colaboradores a un militante de la agrupación integrista Hizb ut Tahrir, con vínculos con el terrorismo islámico. El periodista en cuestión, Aslam Dilpazier, había sido contratado por el diario "para acrecentar la diversidad étnica en la redacción", según explicaron fuentes internas del medio.
Organizaciones radicales como Al Muhajiroun –que bregó para que "la bandera negra del Islam flamee sobre Downing Street"– y personajes como el jeque Omar Bakri Muhamad –que regularmente llamaba a la guerra santa contra Occidente– habían sido largamente tolerados en la tierra de Su Majestad. Asimismo, un informe conjunto de los ministerios británicos de Interior y Exterior de mediados del año pasado, titulado Jóvenes Musulmanes y el Extremismo, sugería que "el término fundamentalismo islámico es inadecuado y debería evitarse, porque algunos musulmanes perfectamente moderados probablemente lo perciban como un comentario negativo a propósito de su aproximación a su fe", y recomendaba "persuadir al público y a la prensa de que los musulmanes no son el enemigo interno".
Esto fue unos meses antes de los atentados múltiples del 7 de Julio, perpetrados por musulmanes británicos de ascendencia paquistaní. Esta desubicada rectitud política persistió aun luego de los ataques: la BBC tildó a los atacantes de "terroristas" sólo por un breve período; apenas unas horas después de la masacre abandonó el término, llegando incluso a reemplazar dicha palabra de informes ya publicados en su website por la más aséptica bombers, "que ponen bombas".
Esta cortesía delirante no es patrimonio exclusivo de los británicos. Al propio pueblo estadounidense le tomó casi tres años utilizar las palabras "terrorismo islámico" para definir al enemigo que enfrenta. Ello sucedió cuando la comisión investigadora de la gestión de la comunidad de inteligencia estadounidense previa al 11-S concluyó que EEUU no estaba enrolado en una genérica y vagamente descripta "lucha contra el terror", sino contra el "terrorismo islámico".
Durante el 11º acto de conmemoración de la voladura de la AMIA, celebrado en Buenos Aires menos de dos semanas después de los atentados acaecidos en Londres, ni uno solo de los oradores fue capaz de pronunciar la palabra "islámico" en sus discursos, optando en su lugar por denunciar genéricamente a los "terroristas" y a los "fundamentalistas" que perpetraron la matanza de 85 civiles en nuestra patria. Y todavía subsiste la farsa en los aeropuertos internacionales de efectuar chequeos al azar; como si revisar la cartera de una anciana chilena o los zapatos de un niño sueco fueran a aumentar la seguridad de los pasajeros, en lugar de inspeccionar a individuos que respondan al perfil del sospechoso típico.
Ciertamente, por momentos parecería que Occidente se hallara bajo el hechizo de una profundamente desquiciada pseudotolerancia progresista. Así, el Comité Internacional de la Cruz Roja –cuyos miembros musulmanes han objetado por décadas la aceptación del Maguen David Adom, la agencia humanitaria israelí, finalmente incorporada muy poco tiempo atrás– debe abstenerse de usar la cruz cuando opera en Irak, porque a los musulmanes iraquíes no les agradan los símbolos cristianos. La elitista universidad de Yale aceptó como alumno a Rahmatulla Hashemi, ex vocero del régimen talibán, sin que éste diera muestra pública de arrepentimiento. Inglaterra consideró anular la conmemoración del Día del Holocausto porque, de alguna manera, era ofensivo para los musulmanes del país; finalmente, Tony Blair rechazó la idea de englobar la Shoá dentro de un genérico Día del Genocidio. La municipalidad de Sevilla ha removido la figura del Rey Ferdinando III (patrón y santo de la ciudad) de sus celebraciones porque éste luchó contra los moros durante 27 años, tantos siglos atrás. En Italia se ha considerado quitar un fresco de Dante que adorna el techo de la catedral de Bolonia porque Mahoma aparece en el infierno.
Mohamed Bouyeri –el musulmán holandés de ascendencia marroquí que degolló al cineasta Theo van Gogh en Ámsterdam, en plena vía pública, por un film sobre el status de la mujer en tierras musulmanas, que, según él, ofendía al Islam– había sido presentado en la prensa holandesa, dos años antes, como un ejemplo de buena integración cultural. En esta nación, cerca del 80% de la población estuvo a favor de expulsar de su patria a Ayaan Hirsi Ali, una firme crítica del Islam radical, apelando como excusa a un tecnicismo burocrático. En las escuelas secundarias de Dinamarca, cuyo secularismo les ha impedido introducir la Biblia como material de estudio, se enseña no obstante el Corán. En Suiza, Tariq Ramadán –nieto de Hasan al Banna, fundador de la Hermandad Musulmana, y él mismo un polémico radical– es profesor en la Universidad de Friburgo y una reconocida figura mediática.
Sami al Arian –personaje vinculado a agrupaciones fundamentalistas– fue profesor en la Florida International University hasta que un escándalo precipitó su destitución. Yusuf al Qaradaui –buscado bajo cargos de terrorismo por las autoridades egipcias, y clérigo que aprueba golpizas a las esposas musulmanas y la pena de muerte para los homosexuales– fue recibido el año pasado en una ceremonia oficial por el alcalde de Londres.
Y, por supuesto, existe Hollywood, esa meca del progresismo occidental en la que incluso películas realizadas luego del 11 de Septiembre denotan dificultad en presentar a los musulmanes en el rol de los malvados. El film La suma de todos los miedos presenta a neonazis europeos en el papel de los malhechores que desean hacer explotar una bomba atómica en suelo estadounidense. Se trata de la versión en celuloide de una novela homónima de Tom Clancy en la que quienes planean semejante atrocidad son en realidad terroristas palestinos.
No es coincidente que haya tomado un caso del cine, puesto que, como están dadas las cosas, éste y nuestra realidad tienen en la ficción su común denominador. Es difícil determinar quién es más ilusorio en su percepción del Islam fundamentalista, si los creativos de la industria del celuloide o la legión de periodistas, políticos e intelectuales que gestan la forma políticamente correcta de captar y representar dicho fenómeno. Esta cosmovisión ingenua y derrotista de la intelligentsia occidental quedó legendariamente plasmada en estas palabras del escritor norteamericano John Updike, quien poco tiempo atrás decía al New York Times, acerca de su nueva novela, titulada Terrorist: "No pueden pedir, en cierta forma, un retrato de un terrorista más compasivo y tierno que el mío".
En el hecho de que ninguno de estos intelectuales pueda entender que no es precisamente nuestra compasión y ternura lo que debemos brindar a los islamistas fanatizados decididos a aniquilarnos yace la clave de la tragedia occidental.
Julián Schvindlerman, escritor y analista político argentino. Autor de Tierras por paz, tierras
por guerra (Ensayos del Sud).
Gentileza de LD
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