viernes 19 de marzo de 2010
Hideputas
Miguel Martínez
L EÍA hace años a un antropólogo moderno que afirmaba que el dos por ciento de la población mundial estaba formada por hideputas. En honor de la verdad, no era éste el calificativo empleado por el autor, pero en definitiva era eso: individuos siempre a la contra, cabreados con el mundo, revienta ambientes, manipuladores, carentes de ética… Vamos, igualitos a ese hideputa en el que usted está pensando y que, por pura estadística, probablemente tenga cerca.
Los curas, visto lo visto, no están exentos de ese porcentaje de hideputas. Ni siquiera la estrecha relación que se supone mantienen con las alturas les libra de ese dos por ciento, y así, llevamos una temporadita en la que raro es el día en el que no aparece otro nuevo caso de abuso sexual a menores protagonizado por alguno de los integrantes de su dos por ciento particular.
Probablemente todos estaríamos de acuerdo en que debemos de asumir que ningún colectivo se halla libre culpa y que todos, sin excepción, sufren su pequeño porcentaje de hideputas y que, de la misma manera que pueden existir entre jueces, policías, médicos, abogados (en este caso hay quien afirma –no un servidor, desde luego- que el porcentaje es ligeramente superior), o entre cerrajeros, periodistas, o sexadores de pollos y pollas (que diría cierta ministra), unos pocos especímenes indeseables, también debiéramos concluir con que, pese a que un noventa y ocho por ciento de la gente del clero, a buen seguro será buena gente, unos pocos de ellos son ovejas descarriadas que, de puertas de la sacristía hacia adentro, se entregan a actividades poco confesables. Hideputas en definitiva.
Convendrán ustedes conmigo en que ciertas profesiones –o vocaciones- debieran prestar especial atención a que su porcentaje de hideputas fuese inferior, incluso a ese dos por ciento. Y que cuando se detecte a uno de ellos habría que eliminarlo ipso facto de la profesión; más que nada, porque el daño que pueden inferir a la sociedad es muchísimo más grave, pues ésta ha depositado en ellos su confianza. Un comerciante hideputa apoyará distraídamente la mano en la balanza cuando nos vende cien gramos de mortadela; un mecánico hideputa aprovechará una pieza usada y nos la cobrará como nueva cuando le llevemos el coche a su taller, pero un juez, un médico, un policía e incluso un cura puede joderle –con perdón- la vida al más pintado, entre otras cosas, por que se les supone la honradez y porque uno, por norma general, asiste confiado a ellos.
Si usted se encuentra en apuros en la carretera y ve aparecer una patrulla policial, verá el cielo abierto y acudirá a ellos sin reservas. Si tiene un piso para alquilar y se le presenta un juez con intención de alquilárselo, lo hará con tranquilidad, creyéndose incluso afortunado; si mientras usted hace footing con su amigo, a éste le da un telele y se cae al suelo mareado, respirará aliviado si resulta que la señora en chándal que corría detrás de ustedes va y le dice lo de “soy médico”, y, de la misma manera, si usted trabaja en un banco y se presenta en su oficina un señor con sotana, lo último que se le pasará por la cabeza es que debajo de la sotana se saque el hombre una escopeta de cañones recortados y le diga lo de “todo el mundo quieto, esto es un atraco”.
Retomando el porcentaje maldito, asistimos algunas veces –muy pocas, por suerte- a episodios con jueces o policías corruptos, médicos con amnesia respecto al juramento hipocrático o curas que además de pecar –como todo hijo de vecino- también delinquen.
La diferencia está en el tratamiento del resto del gremio hacia la oveja negra y, demasiadas veces, desde La Iglesia, se ha llegado a justificar lo injustificable con afirmaciones que ofenden la inteligencia. ¿Muestras? Las que quieran.
El obispo de Tenerife, Bernardo Álvarez, justificaba la pederastia alegando que no siempre ese tipo de relaciones pederastas podían ser consideradas abuso, "Puede haber menores que sí lo consientan y, de hecho, los hay. Hay adolescentes de 13 años que son menores y están perfectamente de acuerdo y, además, deseándolo. Incluso, si te descuidas, te provocan”.
Por mucho que huelguen comentarios, un servidor no se guarda las ganas de decirle a Monseñor Bernardo lo siguiente: pues mire usted, eso no es así. Si un cura (o un camionero) mantiene relaciones sexuales con un crío de trece años es un hideputa y un depravado. Y eso no tiene justificación posible. Máxime cuando quien lo lleva a cabo es quien se supone ha consagrado su vida al servicio de Dios.
Mis queridos reincidentes más acérrimos podrán decir que un servidor se repite como el ajo, pues ya comentó en su día la micción fuera de maceta del obispo en cuestión, pero no me negarán que tienen tela las declaraciones del mitrado, tanta tela como para recuperarlas para vergüenza pública de ese señor. De todas formas, hay bastantes más. La siguiente, calentita del día: que aparece hoy en la prensa:
Otro mitrado, el de Augsburgo para más señas, herr Walter Mixa, aparece el hombre diciendo que la pederastia en los colegios alemanes (en relación a los abusos sufridos por más de cien niños en una cadena alemana de colegios religiosos) no es –según él- sólo culpa de los hideputas abusadores, sino que también es fruto de la revolución sexual. Aquí me van a permitir mis queridos reincidentes que introduzca una pausa para respirar hondo y contar hasta diez -siete veces seguidas- más que nada para no llamar a este obispo lo que me pide el cuerpo llamarlo.
Evidentemente la revolución sexual, entendiendo como tal un cambio profundo de la sociedad a partir de la segunda mitad del siglo pasado, por el cual en el mundo occidental dejaron de ser considerados tabús ciertos temas, ha permitido, entre otras muchas cosas, que un servidor pueda escribir en estas páginas palabras como masturbación, lesbiana o felación sin que mis queridos reincidentes se escandalicen, o que una alcaldesa pueda pertenecer al PP pese a ser lesbiana, aunque no presuma de ello como sí pueda hacerlo un diputado de otro partido; pero en ningún caso, ni la revolución sexual, ni la industrial, ni la rusa, ni la china, ni siquiera la francesa tan liberal ella, pueden servir para justificar la pederastia en ninguna escuela, sea religiosa o no. O, mejor dicho, especialmente cuando ésta sea religiosa.
Meses atrás, fue detenido un policía que abusó de una inmigrante en el centro donde ella estaba internada y él prestaba servicio. ¿Qué hubiese pasado si Rubalcaba hubiese achacado tal conducta a una provocación por parte de la víctima o justificado el abuso por mor de la revolución sexual?
A los delincuentes se les detiene, se les procesa y, si resulta probado su delito, se les condena. Punto pelota. Y además, cuando éstos pertenecen a la administración pública se les inhabilita para que jamás puedan volver a aprovecharse de su condición pública para delinquir. Que tomen nota los mitrados y dejen de justificar lo injustificable.
A ver cuándo, de una puñetera vez, la Iglesia acaba con esta especie de corporativismo tiñoso y miserable y llama a las cosas por su nombre. Porque entre los clérigos, como entre los cerrajeros, las cajeras de supermercado o los peluqueros, un hideputa es un hideputa. Y quien abusa de un menor es muy, pero que muy, hideputa. Como quienes los justifican.
http://www.miguelmartinezp.blogspot.com/
viernes, marzo 19, 2010
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