lunes, marzo 22, 2010

Manuel de Prada, El fantasma de la Opera

lunes 22 de marzo de 2010

`EL FANTASMA DE LA ÓPERA´

Se cumple el centenario de la publicación de El Fantasma de la Ópera, de Gaston Leroux, novela que con el tiempo ha llegado a convertirse en una especie de texto sagrado de la imaginería fantástica, cuyo estímulo sobre la imaginación de generaciones y generaciones de lectores y cinéfilos, lejos de difuminarse, se acrecienta, envuelto en el halo de las leyendas. Gaston Leroux había nacido en mayo de 1868 en París; había estudiado leyes y ejercido la profesión de abogado apenas durante tres años; había colaborado en diversos periódicos parisinos, primero como cronista de tribunales y después como reportero trotamundos. En 1907, Leroux iniciará su andadura estrictamente literaria con una novela policíaca, El misterio del cuarto amarillo, donde, además de proponer una de las variantes más afortunadas del «enigma de la habitación cerrada» (tour de force que también abordarían otros insignes cultivadores del género, como Poe, Conan Doyle o Chesterton), inventa al más célebre de sus personajes, el reportero Joseph Joséphin, llamado Rouletabille, al que hará comparecer en sucesivas entregas.

Leroux, ante el éxito apoteósico de su ópera prima, se consagrará a la escritura de folletones, que publicará incesantemente hasta la fecha de su muerte, en abril de 1927. Entre ellos destaca, por encima de todos, El Fantasma de la Ópera (1910), donde funde la escritura de corte detectivesco con los aromas del relato gótico, para modelar la figura, arrebatadoramente sugestiva, de Erik, ese monstruo de refinadísima y doliente sensibilidad que ha refugiado su misantropía y su desvalimiento en las catacumbas que pueblan el subsuelo del Teatro de la Ópera de París. Leroux se sirvió, a la hora de urdir su novela, de ingredientes muy diversos y heterogéneos: en la construcción de su personaje hallamos resonancias nada remotas del Quasimodo de Nuestra Señora de París, la inmortal novela de Víctor Hugo; en la relación trágica y obstinadamente fervorosa que une a Erik y a la cantante Christine Daaé no resulta arduo seguir la pista que deja La Bella y la Bestia, de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont; algunos pasajes de la obra constituyen homenajes explícitos de Leroux a sus maestros dilectos (muy notorio es el que le ofrece a Poe, en el capítulo del baile de disfraces, cuando Erik concurre con una máscara de la Muerte Roja). A estos ingredientes que Leroux no oculta, se suma su preferencia por las historias de casas encantadas, que se traducirá en la elección de unos escenarios amedrentadores, opresivos, grandiosamente lúgubres. También el olfato periodístico de Leroux contribuye al éxito de su empeño: a buen seguro, uno de los pasajes más memorables del libro (y más expoliados por el cine) no se habría incorporado a la trama si en 1896 uno de los contrafuertes del Teatro de la Ópera de París no se hubiese derrumbado, arrastrando consigo una lámpara sobre la estupefacta platea, que a la sazón se hallaba abarrotada.

Pero fuera de estos débitos que la imaginación de todo escritor recolecta para elaborar sus ideaciones, si El Fantasma de la Ópera ha vencido la injuria del olvido es, primordialmente, por la creación de Erik, un personaje atormentado y escurridizo, con dotes de escamoteador que igualan y aun sobrepujan las de Houdini, un vengador resentido con la humanidad que, sin embargo, alberga también sentimientos piadosos y una ensimismada devoción hacia la música, que lo empujará a promocionar –a veces con métodos poco benignos– la carrera de Christine Daaé. Este Erik, a quien Leroux otorga los atributos del personaje romántico y adjudica un pasado legendario y ominoso (aborrecido por sus padres, debido a su fealdad congénita; paseado como atracción de barraca durante su niñez; inventor de trampas y «cámaras de los horrores» en su juventud persa), aparece así como un ser casi infernal, investido de poderes misteriosos, pero también como una criatura de hondo patetismo, lastimada en su orgullo, que esconde el itinerario tortuoso de las lágrimas detrás de la máscara que embosca sus facciones.

Tan poderosa resulta la creación de Leroux que, desde entonces, las más diversas artes –y muy especialmente el cine– se han dedicado a glosarla, a interpretarla, a hollar sus senderos menos explorados, en busca de ese trasfondo de humanidad doliente donde se esconde el alma de este personaje arrebatadamente romántico, lacerado por la culpa, atravesado por las flechas del amor y el desprecio, inmortal y trágico, tan inmortal y trágico como el barro con el que todos hemos sido creados.

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