lunes, marzo 22, 2010

Carlos Herrera, Rocamador, de Extremadura

lunes 22 de marzo de 2010

ROCAMADOR, DE EXTREMADURA

Se me antoja un tanto laborioso tomar de las ruinas un monasterio franciscano levantado en el siglo XVI y convertirlo, por arte de magia, en un hotel rural devastadoramente acogedor. Me gustaría verme a mí mismo acarreando piedras y desperdicios, diseñando rincones y aprovechando restos de celdas o muros, pero para eso hay que tener una pasta especial, un visor privilegiado para materializar lo que imaginamos. Rocamador, en Extremadura, entre Almendral y Barcarrota, era poco más que una colección de piedras agolpadas cuando Carlos Tristancho, lugareño de la zona, tuvo la visión de convertirlo en un oasis provechoso. El cine, el teatro y una vida a trote desde que, siendo adolescente, saltó a las calles en busca de la carnosa aventura de la que están hechos los sueños quedaron retirados de su agenda de prioridades cuando, en contra de cualquier atisbo de sensatez burguesa, se instaló con su mujer, Lucía, y sus hijos en la única habitación que quedaba medio en pie en aquel vestigio monástico en el que moró hasta san Pedro de Alcántara. Si usted o yo hubiéramos ido a verlos en aquellos primeros días en los que, carretilla en mano, ordenaban espacios y apilaban desperdicios, los hubiéramos compadecido ingenuamente y no hubiéramos dado un duro por el progreso de tanta ruina. Con la ayuda de boquilla de algunos amigos y la de verdad de algunos socios que se convencieron de lo que iban logrando poco a poco, levantaron un templo inusitado, hogareño, en el que se respira paciencia, perezoseo en las formas, sencillez en la belleza de cada detalle y tozudez imbatible por conseguir el objetivo deseado. Rocamador entra en el grupo de establecimientos hoteleros que son empeños personales por establecer paisajes impares, de los que hay algunos en España. La hostelería rural está protagonizada, en muchas ocasiones, por Tristanchos que un día sueñan con hacer algo diferente, donde a ellos les gustaría vivir, y que abren su paraíso al disfrute de esas clientelas que buscan otras sensaciones diferentes a las ya conocidas en una playa del Mediterráneo o en el centro de una gran capital. En los más bellos parajes de la España de los adentros, uno se encuentra, súbitamente, con un oasis de gusto, asequible y razonable. En este caso, la mística jacarandosa del personaje que ha sido capaz de sobreponerse a la razón, la gravedad y el tiempo ha construido en una terraza natural entre la sierra de Monsalud y la dehesa extremeña un conjunto arquitectónico absolutamente original rodeado de encinas. Hay que tener, como digo, imaginación y gusto. Ya me lo dirán si se asoman a la bodega que han creado a raíz de abrir unos aljibes, al comedor sito en la antigua iglesia –brasero bajo las mesas– o a cualquiera de las celdas u oratorios transformados en habitaciones.

Tras haber gozado de una tarde de toros tan sublime como gélida en Olivenza, una reconfortante cena calmó los alaridos del estómago. Olivenza, a la que los portugueses jamás renuncian formalmente –y los comprendo–, vive una Feria de Marzo que vuelca en sus calles lo mejor de la afición taurina. Seis mil personas se agolparon en su plaza, antigua, hermosa, urbana, para ver torear durante cuatro días a figuras de primera línea y para sortear el frío impertinente de este inicio de mes tan de Cuaresma antigua. Los toros gustan de sol y moscas, pero, en viendo el calor humano de una población volcada con su fiesta, se diría que no le hacen ascos a la gabardina y a los cielos encapotados. De Olivenza a Rocamador hay escasos treinta kilómetros a través de la asombrosa dehesa de Extremadura. Después de estas aguas continuadas y machaconas se anuncia una primavera espectacular, un estallido verde con una portentosa barba de margaritas. No se lo pierda. Acérquese al barroco de Jerez de los Caballeros, a la monumentalidad exuberante de Zafra la ganadera o a la muy romana y exuberante ciudad de Mérida. En todas ellas está la huella de la mejor historia de España. Y en Rocamador, cercano a todo lo anterior, la muestra perfecta de lo que es capaz de hacer un hombre con ilusiones sin desvirgar.

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