Por qué Occidente ha destruido las casas
ANTONIO MARTÍNEZ
30 de marzo de 2010
Como buen Cáncer que soy, me encanta estar en casa. Mi casa ideal está en el centro de un bosque umbrío, donde el viento ulula entre el follaje de los árboles, y en ella arde el fuego de la chimenea, alma del hogar. La casa es la felicidad central, segura, inmediata, la concha primigenia. Nuestro rincón del mundo y primer universo, un regazo maternal para nuestro ser. También, la herencia del pasado y el lugar donde, frente al fuego que crepita, la memoria retorna a tiempos pretéritos y la imaginación puede soñar en paz. Por otra, parte, lo que podríamos denominar “casa junguiana” representa un reflejo simbólico de la estructura de la psique. El sótano, la cocina, el comedor, el patio, la escalera, los armarios, la alcoba, la buhardilla: todos ellos elementos simbólicos que, para un niño, y respecto a su casa natal, conforman el paisaje originario de su memoria. Nada más misterioso para él que recorrer los múltiples rincones de un viejo caserón –la casa de los abuelos en el pueblo-. Al hacerlo, emprende un viaje dentro de su propio ser y se adentra en el laberinto mismo del mundo.
Le Corbusier se equivocaba al decir aquello de que una casa es una “máquina para vivir”: un habitáculo diseñado para que, en su interior, el hombre pueda realizar, de la manera más eficiente y racional posible, sus funciones vitales básicas: comer, descansar, asearse, dormir. Y, sin embargo, el Occidente contemporáneo parece empeñado en aplicar a conciencia esa funesta frase. Ha privado a la casa de su antigua estructura, de su alma, de su contenido espiritual y simbólico. La ha convertido en un simple conjunto de habitaciones que no se articulan en torno a ningún centro sagrado –salvo el del aparato de televisión, ahora en versión LCD-. Y no nos referimos sólo a los pisos estandarizados de los bloques-colmena, sino a tantas otras casas que, en teoría proyectadas con más imaginación, delatan, sin embargo, la ausencia de un alma vivificante, la privación de una dimensión simbólica profunda y de auténtico calor humano.
Los sofisticados lofts contemporáneos, herederos del espíritu minimalista de Mies van der Rohe, poseen cierto poder de seducción, pero se limitan a ser los templos del individualismo occidental, convertido a la religión del zen arquitectónico. Y las “casas-Ikea”, pese a su modernidad y a su carácter más o menos lúdico, adolecen de una tara semejante. Últimamente, Ikea nos ha invitado a crear la “república independiente de nuestra casa”. Es decir: a construir, como parapeto frente al caos de una sociedad cada vez más desquiciada, el refugio de una casa-ciudadela donde, como en una secreta burbuja, podremos –arropados por nuestros fetiches- experimentar la dicha de una existencia hasta cierto punto feliz. Pero Ikea nos promete más de lo que puede darnos: su filosofía declaradamente democrático-homosexual no es parte de la solución, sino del problema. Y, entretanto, el problema de la casa occidental sigue sin resolver. Hojeamos los libros de Taschen y nos atrae la idea de pasearnos por esas casas translúcidas y casi oníricas. Recordamos la Casa de la Cascada, de Frank Lloyd Wright, y nos seduce la perspectiva de irnos a vivir allí para reabsorbernos, al menos por una temporada, en los ritmos silenciosos de la naturaleza. Pero, una vez más, tampoco ahí se encuentra la verdadera solución.
La destrucción ideológica de la idea de casa
En realidad, en este tema como en tantos otros –en todos-, la solución nunca puede provenir de la esfera empírica, sino del plano filosófico de fondo. El problema de la casa occidental no consiste en una “equivocación de estilo” que se pueda resolver alterando su estructura externa o la disposición de tales o cuales elementos. El problema está, sencillamente, en que la cultura occidental ya no siente el universo como su casa, de modo que tampoco es capaz de construir sus casas físicas como un universo espiritualmente acogedor. Mircea Eliade nos ha hecho ver cómo, en medio de su pobreza material, las yurtas de los nómadas mongoles representan para ellos una imagen sagrada del universo. Cuando Gadafi viaja a Occidente y, en vez de alojarse en las residencias oficiales que les asignan sus anfitriones, trae consigo su haima, expresa, de algún modo, el vestigio de una verdad intemporal: que el hombre de las culturas tradicionales necesita vivir en una “casa-universo”.
Ahora bien: el hombre occidental moderno, aplicando sin saberlo la navaja de Occam, se ha empeñado –al menos desde el siglo XVIII- en destruir la imagen medieval del universo como casa del hombre. En nombre de un magno proyecto –la emancipación humana, la conquista de la libertad-, era necesario desarraigar al hombre de su hogar cósmico y dejarlo tiritando a la intemperie. Nada de referencias metafísicas, nada de estructuras ontológicas objetivas. En último término, nada de cultura: es decir, nada de hogar, porque la cultura es el hogar del hombre. Finalidad última de todo esto: provocar una crisis definitiva que dé paso a la eclosión del Superhombre. Como en el 2001 de Kubrik, cuando una humanidad que ha abandonado la casa-planeta Tierra renace como “superhombre cósmico” en el vacío del espacio exterior. Y, como parte de este programa deconstructivo, la deconstrucción-destrucción de la casa tradicional, donde los hombres, en el recorrido que va desde el sótano a la buhardilla desde la que contemplaban las estrellas, realizaban un viaje simbólico hacia el sentido de la vida.
Occidente ha destruido la noción de casa a múltiples niveles y en muy diferentes ámbitos: el Sistema Solar como casa, la semana como casa, la nación como casa, la Historia como casa, la familia como casa, Europa como casa, la Iglesia como casa. Y, por supuesto, también la casa como casa. El virus de la dispersión, que todo lo disgrega, se ha colado hasta el corazón mismo de nuestros hogares. Y, sin embargo –no podía ser de otra manera-, el hombre contemporáneo siente una enorme nostalgia por el hogar perdido y, confusamente, aspira a retornar a él. ¿Dónde encontrar hoy una auténtica casa? Algunos, yéndose a vivir a un velero, en cuya exigüidad se reencuentran con lo que Bachelard llamaba la “poesía del espacio”. Otros, soñando con irse a vivir a las casas esféricas de los hobbits de Tolkien. Todos ellos, deseando no sólo una casa distinta de las actuales, una casa que realmente signifique algo para ellos y en la que se reencuentren con el misterio del mundo. Porque, como decimos, de lo que se trata hoy es de recuperar la cultura como casa del hombre. Para que, entre otras cosas, nuestras casas, y nuestras vidas, puedan volver a ser un verdadero hogar.
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=1966
miércoles, marzo 31, 2010
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