miercoles 12 de julio de 2006
ESTRAGOS DEL ECOLOGISMO
El paludismo sigue matando... y los verdes callan
Por Llewellyn H. Rockwell
No hay duda de que la guerra contra el paludismo ha sido un fracaso. Cada año mueren por esta enfermedad unos 800.000 niños africanos, y un total de 3 millones de personas. Sabemos cómo se transmite el mal: por medio de los mosquitos, y cómo controlarlo: matando a los mosquitos. Y también sabemos como matar a estos insectos: con DDT. ¿Qué problema hay, pues? Pues que los gobiernos prohibieron la solución y no comprenden por qué la gente enferma y muere.
El DDT fue descubierto durante la II Guerra Mundial; era una extraordinaria forma de acabar con el tifus y el paludismo. A su inventor, Paul Hermann Mueller, le concedieron el premio Nobel en 1948. Las fumigaciones de los años 50 y 60 prácticamente acabaron con el paludismo. Pero entonces sucedió algo muy extraño: el libro Primavera silenciosa, de Rachel Carson, publicado en 1962, creó una violenta reacción en contra del progreso. Se suponía que el silencio primaveral se debía a la desaparición de los pájaros, muertos por el DDT.
El problema es que la teoría de Carson nunca fue comprobada científicamente. Por el contrario, resultó ser un engaño, porque se ha demostrado experimentalmente que a las aves no les afectaba quedar bañadas en DDT. Hubo también personas que ingirieron voluntariamente DDT y no sufrieron daño alguno. Por otra parte, Carson no mencionaba en su libro que el DDT ya había salvado por entonces la vida de cientos de miles de personas.
Pero los gobiernos entraron en escena: Noruega y Suecia prohibieron el DDT en 1970; EEUU, en 1972, y el Reino Unido en 1984. La Convención de Estocolmo de 2001 exigió la erradicación completa del DDT, y EEUU impuso la prohibición en todos sus programas de ayuda externa.
¿Qué está pasando en 2006? Cada 30 segundos muere una persona en el mundo por culpa del paludismo. Tres cuartas partes de las víctimas tienen menos de cinco años. Los que consiguen sobrevivir quedan horriblemente marcados, tanto en lo físico como en lo psicológico. Pero, que yo sepa, nadie asume responsabilidades: ni los gobiernos ni los ecologistas.
Hoy en día se intenta atajar el problema con dinero. El año pasado se gastaron casi 1.000 millones de dólares. El multimillonario Warren Buffett y la Fundación Gates responden con más dinero. Pero sólo una ínfima parte se gasta en las fumigaciones con DDT, ahora que se han relajado –muy ligeramente– las restricciones: se pueden fumigar las viviendas, no los campos ni las cosechas. Casi todo el dinero se destina a la compra de mosquiteros. Sí, los mosquiteros utilizados en el siglo XIX y a principios del XX.
Detrás de toda esta historia de horror están los ecologistas. El movimiento verde surgió con el odio al DDT, y desde el principio su estrategia ha sido utilizar el poder gubernamental para prohibir productos y servicios modernos que requiere la gente; el objetivo: retroceder en el tiempo.
La realidad es que, efectivamente, estamos viviendo una primavera silenciosa, pues la mayoría de los medios de comunicación prefiere no ver la tragedia provocada innecesariamente por el paludismo. El New York Times se refiere a la actual epidemia como algo "desconcertante", y la gran mayoría de la gente ignora el papel desempeñado en toda esta estrategia por los ecologistas. Mientras tanto, siguen muriendo millones de personas en las regiones más pobres del mundo; esas mismas personas a las que los líderes de la izquierda dicen querer ayudar.
Los periodistas del New York Times parece que no leen su propio periódico, en el que Tina Rosenberg publicó, el 11 de abril de 2004, un brillante reportaje sobre lo perentorio de la utilización del mencionado pesticida. Se titulaba, precisamente, 'Lo que el mundo necesita ahora es el DDT'.
Está claro que los ecologistas se oponen a todo tipo de avance o innovación capitalistas, por lo que representan un novedoso peligro para la Humanidad. Los socialistas, al menos, decían que apoyaban el progreso. Los verdes insisten en que podemos vivir perfectamente en medio de la inmundicia, las enfermedades y la muerte, siempre y cuando se proteja a los insectos, las culebras, los caimanes y los tigres.
Esa agenda encaja perfectamente con la de aquellos políticos y gobernantes empeñados en reducir la productividad a base de impuestos, regulaciones y guerras. No es de extrañar, pues, que políticos y ecologistas se alíen para tratar de frenar el urbanismo y destruir la prosperidad con patrañas como la del calentamiento global.
© AIPE
Llewellyn H. Rockwell, presidente del Mises Institute.
Gentileza de LD
martes, julio 11, 2006
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